viernes, 26 de julio de 2013

Las herejías de León Ferrari

por Roberto Jacoby para Crisis, 50 (Buenos Aires: enero de 1987), p. 71.

Se dice que los artistas no saben lo que hacen, que la estética transcurre en el momento incierto donde nace una representación de la verdad, como un ángulo o perforación hacia una imagen que, de pronto, se hace evidente, necesaria, pero que no estaba un segundo antes. De este modo, justifican su existencia los interpretadores de arte. Para ejercer esa ocupación no tienen más remedio que proyectar sobre la obra otros lenguajes, códigos tomados de otro plano de la producción simbólica de los que ya disponía previamente.
La tensión de lo que no está explicado trata de relajarse por medio de referencias. Así, cuando recibí noticia de los planos arquitectónicos de León Ferrari llegaban por correo, era arte postal a fines de la década del 70, me fue imprescindible entenderlos. Esa inquietud probaría, al menos subjetivamente, que se trataba de obras de arte. A toda luz, se trataba de una arquitectura imposible, no construible. Por más que Ferrari les diera el aspecto de copias heliográficas, su 1,20 m de ancho por 12 m de largo, estaban por entero cubiertos con el mapa de miles de dormitorios, comedores, oficinas, baños, cocinas y pasillos habitados por miles de personitas. Todo indicaba que esos laberintos sin lógica (y “sin centro”) no podían, tampoco, pertenecer al género de la arquitectura utópica. Nadie se atrevería a proyectar un destino tan horrible para la especie humana. La standarización de la vida se veía de manera brutal debido al uso insistente, indiscriminado, de un sistema industrial de figuración, el Letraset, marca registrada. Ese urbanismo era tan disparatado como inquietante. A lo largo de los planos podían fabularse situaciones que se dudaba en definir como irrisorias o como trágicas: destinos de gente que no se sabe adónde va porque toda la distribución espacial y las conexiones entre lugares y funciones carecen de sentido. La técnica de representación de la industria de la construcción precomputacional era utilizada como efecto de extrañamiento: el tipo de arte que elabora unidades elementales prefabricadas para otro propósito. Una suerte de objet trouvé, la operación Duchamp ejercida no sobre el objeto-signo, sino sobre una clase especial de signos hechos para diseñar el espacio social urbano. O, más precisamente, pensé, los lugres de encierro. Esa era la clave: se trataba de una vasta cárcel. Una visión traspuesta de la teoría foucaultiana del poder, al menos, de alguna de sus tesis: el dispositivo panóptico donde un ojo soberano vigila sin ser visto, mientras que los observados no se conectan entre sí más que parcialmente. Un territorio que se ordena a fin de disciplinar. El caos que trata de evitar no devendría solo de la acción incontrolada de la muchedumbre, sino de cada minúsculo vínculo de unos con otros. Un aspecto esencial del poder sería la capacidad para organizar el espacio en forma de máquina de comportamientos. Toda la cuadriculación de las ciudades modernas, los sucesivos sistemas clasificatorios de los cuerpos, formaría parte de esta tecnología muda que se impuso en la edificación de escuelas, prisiones, hospitales, fábricas, oficinas y viviendas. En su carpeta Hombres, de 1984, Ferrari ejercía un estilo cada vez más neutro, deshumanizado, un contrapunto respecto de los manuscritos, caligrafías imposibles para una técnica mecánica, que Ferrari usaba desde veinte años antes. Por suerte, una vez que este sentido se hacía presente permanecía siempre un resto incomprensible, “loco”, que invitaba a pensar una idea distinta cada vez.
Por ejemplo, los diseños de selvas y jardines (plantas de plantas), también hechos en Letraset, recuerdan a las pinturas de la selva que realizan los aborígenes de Ecuador, en corteza y con tinturas vegetales. Aunque no hay ningún árbol sino un laberinto de líneas, generalmente rectas, sus autores las consideran perfectas representaciones de la jungla. Cárcel, laberinto, selva, ciudad.
Y aunque se trate de leer los “hombres” y las “plantas” de Ferrari, marca registrada, en forma independiente del imaginario político social, ellos saltan de uno a otro campo ficcional: el más teórico psicoanálisis o la práctica ingeniería del comportamiento. Figuras repetidas, repetición de figuras, figuración de repeticiones, podrían aludir no olvidar que la carpeta que recopila estas obras se llama Hombres– a la constitución del sujeto. “Por la repetición el sujeto del inconsciente tiende a la supresión de la diferencia; así trata de obliterar el abismo que lo constituyó”, dice Nicolás Peyceré. Desde el principio sugerimos que estos esquemas iluminan otro campo, inmediato y real en este Cono Sur: el campo de concentración. Con ello se tornan obras de actualidad histórica, documentos de época.
La regimentación de los cuerpos también se observa en las escenas donde aparecen masas, corrientes humanas, flujos de hombrecitos que marchan, casi siempre siguiendo esquemas de fácil matematización: círculos, sinusoides, cuadriláteros. Podría especularse que la uniformación encuentra apoyo en formaciones inconscientes. O bien que, al presentar un espejo, Ferrari desafía a una rebelión contra esos absurdos desplazamientos físicos, contra las ridículas prisiones en que persiste el ser. Hay algo que subleva más que la injusticia en sí: su carácter innecesario.
En Paraherejes, su último libro de láminas, de 1986, Ferrari también trabaja sobre imágenes ajenas (técnicamente: una intericonicidad deliberada y ostentosa), en su mayoría proveniente de Durero y del arte religioso occidental, yuxtapuestos a grabados y a miniaturas del Tantra y del Taoísmo chino, japonés, indio y nepalés. Los collages remiten a una polaridad tan conocida que es casi trivial: la amenazante noción de “pecado” en Occidente como opuesta al erotismo integrado dentro de la cosmovisión oriental. La cuestión es, tal vez, más compleja: en la tradición judeo- cristiana, la culpa y temor al castigo deben ser considerados parte de una forma perversa del placer. El sadomasoquismo se hace evidente al poner unas fantasías culturales junto a las otras. Los infernales frescos de Signorelli en la catedral de Orvieto tan entrelazados con el descubrimiento de los fenómenos psicoanalíticos plantean algo parecido. Lo herético y lo erótico. La cuestión del infierno se desarrolla más aún en las últimas propuestas de Ferrari (en realidad, el material de origen religioso ya aparecía en La civilización occidental y cristiana, de 1965, que ocasionó un episodio de censura en el Instituto Di Tella; y en su collage literario Palabras ajenas, de 1967). A partir de un ofrecimiento municipal del Centro Cultural Ciudad de Buenos Aires para rediseñar ambientaciones urbanas (que luego fue retirado, sin explicaciones convincentes), Ferrari propuso una catedral inversa, solo para herejes. En un terreno delimitado en forma de iglesia y situado en la Plaza San Martín, se reunirían quienes descreen del infierno. Desde allí esparcirían su fe hacia el mundo exterior.
Desmentir el infierno se ha convertido en el principal interés temático de Ferrari. Según el artista, las amenazas de castigo bíblico están más metidas adentro de nosotros, dan más miedo, son más paralizantes que la información que recibimos de las torturas que se aplican acá o allá, y es preciso librarse de ellas. El reino de los demonios sería la matriz emocional del terror. Aunque resulte difícil de creer, este planteo produjo escozor incluso entre un sector de la intelligentsia democrática, que lo consideró algo fuera de lugar.
Al parecer, la resignación exige, para reproducirse, de un mundo peor, y una religión de puro paraíso resulta actualmente más incómoda que el mismísimo ateísmo.


Extraído de Jacoby, Roberto. El Deseo nace del derrumbe, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2011, pp 298-301 editora Ana Longoni.
Vía ramonaweb.




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