miércoles, 17 de julio de 2013

No comerás del árbol prohibido

por Daniel Link para Espacio Murena
(Buenos Aires: 16/07/2013)


Yo no tuve educación religiosa, porque mis padres participaban de cultos diferentes (mi familia materna era católica; luterana mi familia paterna). Abandonaron mi formación religiosa a mi voluntad y yo, como he contado en otra parte, elegí por amor: ni una ni otra. De todos modos, siempre me llegaban rumores de las diferentes clases de religión que mis compañeros de primaria tomaban. Lo que más me llamaba la atención era que, de los diez mandamientos, apenas tres fueran positivos (“Amarás a Dios sobre todas las cosas”, “Santificarás las fiestas”, “Honrarás a tu padre y a tu madre”) y el resto fueran prohibiciones o interdicciones (“No pronunciarás el nombre de Dios en vano”, “No matarás”, “No fornicarás”, “No robarás”, “No dirás falsos testimonios ni mentirás”, “No consentirás pensamientos ni deseos impuros”, “No codiciarás los bienes ajenos”).
Dios, en esas tablas (los mandamientos cambian según las religiones y los textos, pero todos se parecen a esas formulaciones), se me aparecía como una máquina censora que, por si algo se le hubiera escapado, delegaba en las figuras paternas la minucia y la prolijidad de las prohibiciones cotidianas (“no mirarás televisión antes de hacer la tarea”, “no jugarás con tus amigos a la hora de la cena”, “no te tocarás los genitales”, “no aceptarás caramelos de extraños”, “no cruzarás la calle con el semáforo en rojo”).
Todo eso, en mi infancia, se me escapaba, porque se había decidido que yo decidiera si aceptaba tal o cual canon de indicaciones negativas, pero me inquietaba esa figura severa que encontraba en el No la razón de su existencia, y que dictaba innumerables variaciones del No a sus súbditos.
Por supuesto, codicié y robé, mentí y tuve deseos impuros, pronuncié el nombre de Dios en vano y, con el tiempo, forniqué, sin haber dejado de amar la idea de Dios (eso que está por sobre todas las cosas), honrando en la medida de lo posible (y cada vez menos a medida que crecía) a mi padre y a mi madre y no santificando las fiestas, nunca jamás, ni ebrio ni dormido.
En cuanto a la prohibiciones, se me escapaba su sentido, salvo en lo que respecta al mandamiento supremo, “No matarás”. Nunca maté a nadie y todavía me domina una cierta incomodidad en relación con las muerte de los animales. No soy vegetariano, pero como poca carne, y se me recuerda todavía como un niño reconcentrado que, en la plaza, observaba la atónita marcha de las hormigas: jamás las sometí a una lupa, o eché agua en un hormiguero, ni zapatee sobre la línea de aprovisionamiento.
Podría decirse que me entregué, salvo por el “No matarás”, a una saludable ignorancia de los mandamientos y las leyes, a un anarquismo primitivo que, en mi primera juventud, confundí con un hedonismo irredento: hacer lo que me pluguiera, siempre que eso no dañara a los demás (ese era mi mandamiento soñado).
Una vez una amiga, antes de que yo tuviera ocasión de psicoanalizarme, me enfrentó con una cara de mí que me resultaba desconocida. “Vos tenés una relación neurótica con el trabajo”, me dijo Mónica Tamborenea (que estaba un poco loca, pero era inteligente y millonaria).

El texto completo, acá.


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