por Daniel Link para Perfil
Llegamos a Puebla (México) el 31 de octubre, la noche de Halloween
(contracción de All Hallows’ Eve, “Víspera de Todos los Santos” o Noche
de Brujas), esa festividad celta que, con el tiempo, dominó la
imaginación masmediática y saltó al mundo sin nada que pudiera
contenerla, o casi.
El Samhain celta marcaba el fin del verano y, por consiguiente, el
final de la temporada de cosechas y el comienzo de la Estación Oscura.
Con la llegada de Samhain, la membrana que separa a este mundo del Más
Allá se estrechaba peligrosamente y los espíritus podían atravesarla. El
uso de trajes y de máscaras, frecuente desde entonces en todas partes,
habría sido un talismán para ahuyentar a los malos espíritus.
El mexicanísimo Día de Muertos es una celebración de origen
mesoamericano que honra a los difuntos el 2 de noviembre y que coincide
con las celebraciones católicas de Día de los Fieles Difuntos y Todos
los Santos.
El Día de Muertos es de origen prehispánico y hay registro de
celebraciones en las etnias mexica, maya, purépecha y totonaca, pueblos
entre los cuales era frecuente conservar los cráneos como trofeos y
mostrarlos durante los fiestas rituales de pasaje entre la vida y la
muerte. Las familias y las instituciones honran a sus muertos abriendo
altares donde se depositan ofrendas (alimentos y bebidas) en una
escenografía donde predominan las flores naranja y púrpura. Este año se
celebró el centenario de José Guadalupe Posada, el artista que llevó las
“calacas” (calaveras y esqueletos vestidos de gala) a un umbral de
indiscernibilidad entre el arte y la política, durante el Porfiriato.
La gente se reúne, disfrazada, en la plaza central (el zócalo) y, si
uno no está atento, puede lamentar el aplastamiento de una fiesta
popular y tradicional por parte de otra, porque las calacas son cada vez
menos y cada vez más los personajes que vienen del gore del cine
americano: niños mutilados, licántropos, zombies y otras especies
ligadas con el trash industrial.
Los niños llevan consigo una pequeña calabaza de plástico (made in
China) con la que interpelan al paseante, pidiendo una donación. Pero
basta escucharlos para ver qué triunfa, todavía, en ese escenario de un
combate cultural: “¿Coopera con mi calaverita?”, dicen. Y prefieren
dinero, contante y sonante, a dulces. A través de ese agujero de la
globalización capitalista, la calabaza vuelta calavera, la vida sigue
respirando más allá de la muerte.
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