Por Daniel Link para Perfil
Hay viajes que empiezan mal y terminan
peor. Un congreso me llevó a la Universidad Católica de Lovaina,
previo paso por Bruselas, la encantadora capital de Bélgica y
principal sede administrativa de la Unión Europea.
Nos instalamos en nuestro cuarto con
vistas a Grand Place (o Grote Markt en flamenco), uno de los espacios
públicos más ornamentados de Europa, donde tuve un tropezón. El
doctor que finalmente vino a visitarme dictaminó que no había daño
óseo, explicó que el dolor era causado por el daño en los tendones
y en los músculos del área, felicitó la sabiduría de la
automedicación argentina (lo que pensaba recomendarme yo ya lo había
hecho) y se retiró disculpándose por no haber hecho nada.
Al día siguiente tomé el tren a
Louvain-la-Neuve, donde apenas si pude participar del congreso, o
caminar, o comer, sin lágrimas en los ojos.
Después de ese compromiso último, me
había reservado seis días para descansar en Marruecos, país
desconocido, de un año particularmente agotador. Volamos a
Casablanca y, de ahí, en tren, a Marrakech (que odié tanto como
Elías Canetti). Llegamos a Buenos Aires, donde había paro de
controladores o algo así, el 19 de diciembre.
El 20 fui a la guardia traumatológica
en Buenos Aires para que me hicieran una placa radiográfica que
confirmara el diagnóstico belga. Resulto que tenía fractura de
peroné, milagrosamente (inexplicablemente) sin desplazamiento. Me
enyesaron el pie derecho, a la antigua usanza.
Mientras espero respuesta a mi reclamo
administrativo a la empresa de medicina contratada para el viaje (¿se
imaginan un desplazamiento del hueso fracturado en Marrakech?), no
dejan de sorprenderme las diferencias de protocolo. El médico que me
atendió en Bélgica miró y acarició mi pie, me tranquilizó, me
sonrió. El médico que me atendió en Buenos Aires ordenó una
placa, apenas si me miró a los ojos (como suelen hacer los
traumatólogos) vio mi verdad en una placa radiológica y empezó a
enyesarme sin el más mínimo interés hacia mi persona. Son dos
formas diferentes de la bestialidad de las que hablaré con mi
traumatólogo de cabecera, cuando consiga reunirme con él.
Pero más allá de la ética
profesional, lo que revela la diferencia de protocolo es una abismo
ético que tiñe todos nuestros comportamientos.
Durante mi viaje, hubo sublevaciones
provinciales que dejaron más de diez muertos. En la perspectiva
nacional, sólo importan vistos a través de una placa que revela un
plan destituyente organizado. Hubo (y hay) cortes de luz que, una vez
más, sólo se dejan comprender en relación con una operación de
revelado: “esa no es mi responsabilidad”, me dijo el traumatólogo
porteño de guardia, cuando intenté que reflexionara en el
diagnóstico previo. Estamos quebrados, pero nadie te mira a los ojos
para decirte hasta qué punto. Y el que te mira a los ojos y te dice
palabras bonitas, seguro que te miente y te somete a la avaricia que
regula su conducta.
Yo pensaba que un viaje me alejaría de la deprimente realidad nacional, pero veo que solamente me llevaría a la metáfora de lo mismo. ¿No hay escapatoria, entonces?
ResponderBorrarClaro que sí, hay escapatoria, pero no para nosotros.
ResponderBorrarLos que tenemos un ser querido, una persona mayor enferma,internada en alguno de los hospitales de nuestro sistema de salud, sufrimos con impotencia la falta de ética de la que usted habla.
ResponderBorrarHacé un poema con
ResponderBorrarVio mi verdad en una placa radiológica