Por Daniel Link para Soy
A los 18 años, decepcionado de mi
ateísmo, tomé mi primera comunión en una ceremonia navideña para
la que me vestí de blanco y durante la cual el coro de la parroquia
cantó mejor que nunca. Aunque más adelante me di cuenta de que me
dejo llevar por raptos de fe o de humor a lugares remotos (respecto
del punto de mi partida), eso no me alcanzó dejar de actuar como
tabula rasa ciclotímica y, cada tanto, me veo transformado
radicalmente, como un trompo que cae siempre con la cara que dice
“toma todo” para arriba.
Durante un retiro espiritual en San
Miguel, que se correspondía con mis nuevas obligaciones
eclesiásticas, abracé la causa del amor que no osa decir su nombre
en el momento en que, en las duchas comunitarias, empomé a un joven
catequista que, antes, me la había sobado en la cucheta de arriba,
donde yo dormía.
Colgué, como se dice, los hábitos,
porque de mí se podrá decir cualquier cosa menos que soy hipócrita,
y el cura había dicho (yo le había oído decir) que el pecado
nefando no es compatible con la fe católica.
Durante años, me empeñé en los
placeres propios de la perversión sexual, pensando que había allí
algo de destino, de sagrado y de protesta anticapitalista.
El entusiasmo de unas tortas amigas me
llevó al registro civil: no con ellas, sino con otro hombre. Mis
amigos putos dejaron de hablarme.
Pocos años después, cuando había ya
cumplido mis cuarenta, mi marido (un magnate de la fotografía, diez
años menor que yo) empezó a notar el paso de su reloj biológico y,
queriendo a toda costa tener un vástago al que legarle su fortuna,
empezó a relacionarse con parejas de lesbianas que quisieran
engendrar con él.
Bien pronto nos convencimos de que en
vez de esa especie temible que más vale mirar desde la distancia
correspondiente a un parque temático, le convenía más bien
asociarse con mujeres del común que quisieran compartir la aventura
mapaterna con él, ya que yo, por mi condición, le resultaba estéril
a sus fines.
Lo más inmediato para él fue,
naturalmente, recurrir a su catálogo de modelitos (fotógrafo de
renombre y playboy juvenil, había despertado a la sexualidad
y a la fama fotografiando los rostros de placer de las mujeres que se
garchaba en el momento exacto del orgasmo), y bien pronto empecé a
encontrar en mi casa y en mi cama bombachitas abandonadas por unas
modelos cada vez más trolas, a las que había que pagarles la
cocaína para que se dejaran llenar, como se dice, la cocina de humo.
Y después convencerlas de que no abortaran, seguidoras como eran del
credo diabólico y liberal del cuerpo.
Mientras se sucedían las sesiones de
fertilización sin éxito aparente, yo ahogaba mis angustias en
plegarias psicoanalíticas, con un doctor freudiano y tartamudo que
se reía de mis desdichas.
Una noche, volviendo exhausto de mis
llantos, encontré a mi marido practicándoles unos impiadosos
cunninlingus a unas modelitos drogadas. Le reproché semejante
entusiasmo, a todas luces poco reproductivo, y él me invitó a
comer, a su lado, de los mismos manjares. Yo al principio le grité
que cómo me iba a servir de tales platos distantes esas cosas pero
después, como él insistía, me abalancé a yantar de estas mesas
así, en que se prueba amor ajeno en vez del propio amor, y descollé
(como siempre me había sucedido) en la manducación y el chupeteo.
A partir de entonces, aunque nadie dijo
nada, nos convertimos en un grupo de asalto y de combate, en unos
velocirraptores que cazaban en pareja conchitas tiernas con la excusa
de la reproducción, para ablandarlas a lengüetazos y, a dúo, y en
el mismo instante, suministrarles la semilla híbrida que habría de
prosperar en esos campos arados con herramientas cada vez más
entusiastas, cada vez más alejados de la dimensión sagrada del
sexo, cada vez más olvidados de nosotros mismos, cada vez más
familiarizados, cada vez menos propensos a la aventura y al disenso
(es decir, al goce per angostam viam).
Nos volvimos normales como efecto de la
presión normalizadora del Estado. Aunque nos hicimos sendas
vasectomías, porque nos alarmaba la hipótesis de mezclar nuestro
material genético con esas trolas descerebradas que venían a
tragársela toda con la esperanza de un retrato.
Y los retratos se multiplicaron, y con
ellos el dinero y las obligaciones fiscales. Nos volvimos viejos
antes de tiempo (nada te envejece más que una mujer ávida) y yo
volví a ir a misa (aunque no cuento nada de todo esto, para no
alarmar a las jóvenes del coro cuyas tetitas miro con delectación
mientras rezo, las manos en el regazo, para ocultar el bulto).
(¡Que la inocencia les valga!)
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