Por Daniel Link para Perfil
En las series de televisión, una
actriz mata a otra porque le quitó el rol protagónico, un enano
mata a otro porque éste usaba plataformas en sus zapatos para
disimular su condición o un ama de casa mata a su niñera porque sus
hijos la querían más que a ella. Nada de eso es verosímil y si
leemos ficciones policiales es porque nos interesa sostener la
pregunta ¿por qué se mata? en todo su rigor.
Se mata por un desequilibrio
emocional, porque se ha llegado al umbral de desdén según el cual
la vida del otro no vale nada (México) o porque el asesinato
constituye la salida más rápida a una situación (¿cuál?) sin
escapatoria: evaluados los riesgos que el asesinato lleva consigo, se
decide que, de todos modos, hay que intentarlo. Nos preguntamos, cada
vez que leemos una ficción de ese registro (Chandler, P.D. James, Le Carré)
qué nos llevaría a nosotros (más allá de las guerras, más allá
de la locura) a saltar el abismo que nos separa de la muerte del
otro. Y nos interesa, por supuesto, How to get away with murder:
cómo quedar impunes, el crimen perfecto.
El crimen de cuarto cerrado constituye
el ejemplo más transitado: el muerto aparece encerrado en un baño
cuya puerta ha sido trabada por el propio cuerpo inerte, que está en
un departamento con las puertas cerradas desde adentro, en un
edificio rigurosamente vigilado. Sabemos que toda escena puede ser
falsificada, pero esa conciencia no le quita su potencia de
interrogación. Con la magia nos pasa lo mismo.
En Argentina, el género policial se
desarrolla al mismo tiempo que el primer peronismo. En 1942, señaló
alguna vez Rodolfo Walsh, “apareció el primer libro de cuentos
policiales en castellano. Sus autores eran Jorge Luis Borges y Adolfo
Bioy Casares. Se llamaba Seis problemas para don Isidro Parodi”.
Ese año durante el cual ejerció la presidencia el vicepresidente
Ramón S. Castillo, se publicaron, también, “La muerte y la
brújula”, la célebre deconstrucción del género que debemos a
Borges y Las 9 muertes del Padre Metri de Leonardo Castellani
(firmado con el seudónimo Jerónimo del Rey).
A comienzos de la década del
cincuenta, sin embargo, toda ilusión de crimen apolítico ya se
había desvanecido en el aire. Como dirá un historiador del género
años después: había terminado una era. 1953 es el año de
publicación de la primera antología nacional del género (es decir,
una mirada retrospectiva) y de Variaciones en rojo, el más
sólido ejercicio nacional de policial analítico, el libro del cual
su autor, Rodolfo Walsh, abjuraría años más tarde pero que
entonces le valió un Premio Municipal de Literatura. Por cierto,
Variaciones en Rojo incluye un relato de crimen en cuarto
cerrado.
Esa escena del crimen tiene una figura
de investigador simétrico: aquel que, encerrado en su propio cuarto,
deduce la secuencia de los hechos a partir del relato que del crimen
le hacen (o lo que lee en la prensa). Es lo que hace Isidro Parodi,
el detective inmortalizado por Borges y Bioy, que usaron el seudónimo
Bustos Domecq. Como el Chevalier Auguste Dupin captura al inquietante
simio que motivó las tragedias de la rué Morgue sin moverse de su
gabinete de St. Germain, o como el príncipe Zaleski, desde el retiro
de su remoto palacio, resuelve enigmas londinenses, o como Max
Carradas, encerrado en su ceguera, lo ve todo, así Isidro Parodi
resuelve los crímenes sobre los que le piden consejo desde la celda
273 en la que está preso por un homicidio del que es inocente,
aunque no pueda
demostrarlo.
Funcionarios policiales son responsables de su condena a 21 años de
cárcel. Esa figura, “acaso inevitable en el curso de las letras
policiales”, escriben Borges y Bioy, “es una proeza argentina”.
Si
me detengo en estos antecentes es porque todos importan en esta hora
aciaga para las instituciones criollas. Desde su encierro (¿dónde
está? ¿por qué no la dejan salir? ¿por qué la obligan a vestir de blanco?), una mujer desquiciada escribe unas cartas con sintaxis descalabrada para resolver un caso policial
que nos conmociona. No usa como fuentes primarias sólo los relatos
de los medios, sino también reportes de los servicios de inteligencia (la hija del muerto abandonada en Barajas) lo que,
tratándose de un crimen de estas características, equivale a
pretender apagar un incendio con nafta.
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