por Miguel Rosetti para Soy
Con Suturas (Eterna Cadencia), un colosal volumen de textos recién salido a la calle con el que había prometido cerrar su trilogía ensayística, Daniel Link deja la puerta entreabierta para prolongar lo que a esta altura de su trabajo es menos una obsesión teórica que un mandato ético: buscar lo que todavía vive.
“Todo libro llega siempre en un momento inadecuado: demasiado tarde o
demasiado temprano. Y llega siempre a un lugar donde ya no estamos”,
dice como si esa certeza no escondiera insidiosamente una estrategia que
ha cultivado con fervor, una vía propiamente queer: no estar nunca en
el lugar donde se lo espera. Aborrecer los estanques de las categorías y
preferir siempre la libertad del mar abierto. Suturas (Imágenes,
escritura, vida) es el extenso mapa crítico y afectivo de ese movimiento
atópico. Concebido como el capítulo final de su trilogía ensayística,
de las más ambiciosas por nuestros lares, Suturas lleva a la extenuación
y a una suerte de clímax aquello que había comenzado exactamente hace
diez años con Clases (Literatura y disidencia), y que había seguido por
Fantasmas (Imaginación y sociedad): poner la contingencia y el
pensamiento en la misma trayectoria, unirlos y afirmarlos como la única
escapatoria posible. Por eso es difícil discutir que Daniel Link encarna
no el ejercicio de una profesión (que tiene un campo ya delimitado de
trabajo) sino una forma, la más contemporánea dentro de las imaginables,
de ejercer el pensamiento. El negativo de la gran pose: menos el que se
pone a pensar, que el que está forzado a hacerlo (porque el presente
así lo pide, porque los artefactos con los que se cruza lo demandan,
porque si no, nadie lo hace). En este sentido, Suturas es la ocasión
para hacer coexistir especies de pensamiento de lo más exóticas. Una
lectura que vuelve sobre los pasos de la crítica y dice mejor todo lo
que se ha escrito de la obra de León Ferrari, porque la ubica en el
terreno en el que nadie se había ocupado de hacerlo, la teología
política. La feliz intuición de colocar a Ricardo Rojas, el epítome del
nacionalismo literario, entre los padres encubiertos del comparatismo en
un gesto que escandalizará a los guardianes del tesoro de la nación. El
hallazgo del Hombre de Vitruvio de Cesare Cesarino, un Vitruvio en
plena erección, del que se desprende una hipótesis cultural, que sólo
puede ser contrapuesta por la fotografía del ex capitán del equipo de
rugby de Gales, Gareth Thomas. Un vaivén metodológico entre el
anacronismo de la filología y la novísima diagramatología, dos artes
interpretativas que se encuentran sólo para indicarnos que no se trata
de diseccionar los textos y las imágenes, como cadáveres, para ver cómo
murieron, sino de hurgar en ellos, como un lector-chamán, para ver qué
chispa de vida los anima todavía.
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