por Alejandro Katz para La Nación
Desde la tarde del lunes, cuando se hizo pública la decisión por la cual el Presidente designó, por decreto, dos nuevos miembros de la Corte Suprema, el espacio público fue siendo ocupado por el tema. Como si la sociedad hubiera sentido un súbito horror al vacío, las redes sociales, las páginas digitales de los medios, los informativos, los programas políticos de la televisión y de la radio comenzaron a llenarse con un asunto que convocó la atención de todos, o cuando menos de todos aquellos que se interesan por la vida común. Rápidamente, ese espacio así lleno de palabras distribuyó los discursos en tres categorías: la de quienes repudiaron la decisión; la de quienes la aprobaron; la de quienes vacilaron, hicieron preguntas, intentaron comprender. Una imputación derivada en múltiples verbos y adjetivos se dejó oír en boca de aquellos que, hasta hace tan sólo cinco días, eran indiferentes a lo mismo que hoy reprochan. Una defensa se les opuso, del lado de quienes hoy aspiran a justificar lo que hasta ayer parecía intolerable, y que no dudan en señalar que "esto" no es como "aquello". Quienes veían -ven aún- con buenos ojos al nuevo gobierno se dividieron entre la justificación de la decisión invocando la gobernabilidad y la reivindicación de los principios y de las normas.
Sobre el fondo de los murmullos que todos produjimos, los doctores del momento, llamados constitucionalistas, ofrecieron los fundamentos jurídicos de una u otra posición. Hemos, así, participado de discusiones respecto de si los miembros de la Suprema Corte de Justicia son "empleados" o no, y si lo son, empleados de "quién"; hemos recordado que Mitre fue el único en designar jueces supremos por decreto; hemos sabido que el artículo invocado reproduce textualmente otro artículo igualmente ignoto de la Constitución de 1853. También, hemos hablado: todos lo hemos hecho, a favor y en contra, más o menos enfáticamente, permitiéndonos la duda o estableciéndonos en la afirmación, aprobando o condenando.
Entre los sesgos cognitivos descritos por la psicología, uno de los más poderosos y de efecto socialmente más nocivo es el llamado "sesgo de confirmación", según el cual todos tenemos propensión a seleccionar de la realidad aquello que refuerza y ratifica nuestras propias hipótesis y creencias, y a descartar aquellas evidencias que las contradicen o ponen en cuestión. Una medida como la tomada el lunes por el Presidente exacerba ese sesgo y distribuye a los ciudadanos en torno de un nuevo eje de división que no hace más que excitar ideas preconcebidas acerca de lo que es -y de lo que será- el nuevo gobierno. No sólo por la naturaleza, en sí misma polémica, de la decisión, sino principalmente porque ella quedó huérfana de un sustento discursivo. Intempestiva y carente de argumentación, se sustrajo de la posibilidad de que fuera refutada o acompañada en virtud de las razones mismas que le dieron origen, y no de las especulaciones que unos y otros realizan para intentar comprender, bajo la mejor o bajo la peor luz, algo que, siendo del mayor interés de todos, no nos fue explicado. Razones que si existen, y no hay motivos para suponer que no existan, siguen, todavía hoy, sin ser claramente formuladas. La exacerbación del sesgo de confirmación, de la afirmación de cada uno en sus propias creencias, no es una buena noticia en una Argentina que viene de un largo atardecer que se caracterizó por la ausencia de matices y, sobre todo, por la imposibilidad de escuchar el punto de vista del otro, discutir con el otro, proponerle razones y someterse a las ajenas.
Tampoco es auspicioso el retorno del adversativo, la aparición del "pero" en el discurso del poder: "respetamos las instituciones, pero no en esta ocasión" es el tipo de frases que no deberíamos escuchar, que no querríamos escuchar. Naturalmente, quienes defienden la decisión del Presidente dirán que "también en esta ocasión" las instituciones fueron respetadas, que en esta ocasión sin duda las instituciones fueron respetadas. Puede ser cierto. Sin embargo, no resultó evidente. No sólo para quienes encontraron en el decreto de designación de nuevos miembros de la Corte el argumento que esperaban para confirmar sus sospechas atávicas respecto de la maldad inherente al gobierno. Sobre todo, para quienes recibieron la noticia con sorpresa y la vivieron con decepción, entre ellos muchos prestigiosos académicos del derecho que pusieron la decisión en una zona no libre de sospechas.
Es posible que la semana próxima esté olvidado el episodio. La Argentina va rápido, y quienes nos gobiernan conocen el modo en el que el vértigo subordina a la reflexión. Es posible que se tratara de una decisión inevitable para garantizar la gobernabilidad. Es posible que haya en el reproche ingenuidad o malicia. Pero algo ha ocurrido. Algo que no está en el orden de las razones esgrimidas en defensa de una u otra postura. De un nuevo gobierno, de una nueva etapa de la vida política argentina se esperaba, al cabo de tantos años, un cambio en la conversación. Esperábamos no sólo cambiar los modos, sino también los temas, queríamos hablar de otras cosas, poder traer a la agenda pública cuestiones abandonadas durante muchos años, maltratadas por el engañoso discurso kirchnerista, desplazadas de la atención.
La decisión del Presidente, sin embargo, llevó la conversación pública, una vez más, a un tema del ciclo político que pretendíamos cerrar: las relaciones entre principios y poder, entre normas y logros, entre instituciones y personas. Eso, de lo que se habla hoy, es algo de lo que hubiéramos querido no tener que hablar más: no oír más las justificaciones con que el poder explica los atajos que decide tomar. Estimular los sesgos, las tomas de partido radicales, no ayuda a la reconstrucción de la amistad cívica imprescindible para conversar sobre las inmensas tareas que esta sociedad debe emprender, algunas de las cuales el mismo Presidente ha enumerado: terminar con la pobreza y con el narcotráfico, mejorar la educación y la salud, reparar las infraestructuras, imaginar un modelo de desarrollo para el país. Muchos dirán que todavía no es tarde. Seguramente eso es cierto. Pero también es cierto que hoy es, ya, un día más tarde, y que ha pasado otro día en el que hemos vuelto, una vez más, a discutir del mismo modo lo mismo.
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