por Alan Pauls para Radarlibros
Hace veinte años, exactamente el 4 de noviembre de 1995, acorralado por una insuficiencia pulmonar, el filósofo Gilles Deleuze ponía fin a su vida, poco antes de que se terminara un siglo, o que quizás estuviera por comenzar otro, al que Foucault había calificado de “deleuziano”. Entre los homenajes y los dossiers que se le dedican por estos días en Francia, cabe destacar que Editions de Minuit acaba de publicar el tercer y último volumen póstumo de Deleuze, titánica tarea emprendida por el especialista en su obra David Lapoujade. Después de La isla desierta y otros textos (2002) y Dos regímenes de locos (2003) es el turno de Lettres et autres textes del que aquí se publican algunas cartas a Félix Guattari, Pierre Klossowski y Michel Foucault.
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Veinte años sin Deleuze parieron una legión de fotocopistas tediosos,
pero también reconocimientos de pares ilustres y no necesariamente
sincrónicos (Alain Badiou), glosas de discípulos brillantes y también
trágicos (François Zourabichvili, otro suicida) y sobre todo la
fidelidad y el escrúpulo de David Lapoujade, un joven experto en
pragmatismo anglosajón (tiene un libro formidable sobre los hermanos
James, William el filósofo y Henry el narrador) que, mientras incubaba
la que resultó una de las monografías más personales sobre el maestro
(Deleuze, les mouvements aberrants, de 2014), se cargaba a la espalda la
compilación de tres tomos póstumos de deleuziana: La isla desierta y
otros textos (2002), Dos regímenes de locos (2003) y el flamante Lettres
et autres textes, publicado hace apenas un mes por de Minuit, la
editorial de Deleuze desde El Antiedipo (1972). Lettres será el último
de la serie; nada más, se supone, aparecerá bajo la firma Gilles
Deleuze, nada al menos que cuente con la venia del comité que administra
su legado, compuesto por Fanny y Emilie Deleuze, viuda e hija del
filósofo, e Irène Lindon, hija de Jerôme Lindon, mítico fundador de
Minuit. Es quizás el más excéntrico y deforme de los tres, a tal punto
devela zonas de la obra y la vida que el mismo Deleuze prefirió siempre
mantener a la sombra: un Deleuze dibujante (autor de unas caricaturas
extrañas, de un grotesco incongruente, como un Lino Palacio revisitado
por el Artaud del período Rodez); un Deleuze prehistórico, filósofo
cachorro que a mediados de los 40, mientras reseña clásicos del
existencialismo cristiano, reflexiona sobre los “sentimientos fuera de
la ley” (onanismo, pederastia, lesbianismo) y emite latigazos de
misoginia baudelairiana como “la mujer es una conciencia inútil. Una
conciencia gratuita, autóctona, indisponible. No sirve para nada. Un
objeto de lujo” (estos textos “de juventud” son los únicos de los que
Deleuze renegó: si se publican ahora es para neutralizar con una versión
“oficial” las reproducciones que proliferan por la red, a menudo llenas
de errores); y un Deleuze corresponsal, tan metódico (contestaba todas
las cartas que recibía) como descuidado (solía tirar sus respuestas a la
basura), que dialogaba por escrito con colegas (Clément Rosset, Michel
Foucault, Pierre Klossowski, François Châtelet) y atendía generosamente a
doctorandos y admiradores (André Bernold, Arnaud Villani), pero rara
vez fechaba sus envíos y jamás archivaba los que recibía, fiel a ese
atolondramiento táctico con que su generación se las ingenió para
borronear toda pista biográfica. (Lapoujade comenta que Jean Pierre
Bamberger, amigo íntimo de Deleuze, no tenía idea del año en que Deleuze
había defendido su tesis, pero recordaba a la perfección el saco que
vestía ese día.)
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