viernes, 15 de julio de 2016

Casarse es morir un poco


Por Daniel Link para Soy

Confieso que todavía encuentro cierto placer infantil en presentar a mi marido como tal: “Sebastián Freire, mi marido”, le digo al embajador, al vicerrector, al viajero ocasional, a los nuevos amigos de mis hijos, a la administradora del consorcio. A nadie parece importarle demasiado (o al menos, eso simulan) que yo subraye el vínculo legal que nos une desde hace más de cinco años.
En estos años nos mudamos una vez, intentamos sin éxito adoptar un tercer gato y, mucho más estrepitosamente, fracasamos en el proyecto de crearnos un problema descendente (una descendencia problemática).
Salvo esos pequeños disturbios domésticos, nuestra convivencia permaneció idéntica, con sus beneficios y sus obstáculos para la felicidad compartida.
Se cumplen seis años de la sanción de la ley que universalizó la institución matrimonial y que, por pereza intelectual, la mayoría de las personas sigue llamando “de matrimonio igualitario”. Nada es igual, y no debe serlo.
A la larga, la única transformación considerable que la ley de matrimonio universal habría de producir tuvo que ver con la familiarización de personas no heterosexuales (filiación, herencia, etc.).
En todo lo demás, sabido es, el matrimonio es la tumba del deseo y sólo con imaginación y una disciplina agotadora se pude sobrevivir a sus requerimientos institucionales.
Yo defendí, en su momento, desde estas mismas páginas, la universalización del derecho a casarse, sabiendo que llegaría el momento (que seguramente es éste) de impugnar la institución matrimonial tout court (es decir: independientemente de los géneros y las identidades que involucrara). O al menos para revisar sus características.
Hace poco, tuvimos el privilegio de contar entre nosotros a Daniel Borrillo, distinguido jurista que propone desde hace años que el derecho de familia no debería constituir un capítulo separado del derecho societario. Instituir un matrimonio a partir del cual construir una familia sería, así, constituir una sociedad comercial cualquiera. Pero no hace falta ir tan lejos para darse cuenta de la paradoja en la que se encuentran las sexualidades disidentes y las identidades de género post-genitales en relación con la institución matrimonial.
Cito a Borrillo, quien en estas mismas páginas dijo que: “La manera en que se han obtenido los derechos ha sido asimilacionista, vale decir que no se ha modificado la estructura del derecho de familias sino simplemente se ha hecho entrar en ella a las nuevas formas conyugales como las parejas del mismo sexo. Pero una vez adquirida la igualdad, se necesita producir una crítica de la norma”. Desde su perspectiva: “Hay una cantidad de residuos de la familia que son peligrosos para la emancipación y para la libertad. Y si uno gana en igualdad sin plantearse la libertad y la crítica, podemos ser todos iguales pero menos libres y más domesticados”.
El matrimonio universal fue una conquista de la sociedad civil que no puede subestimarse. El igualitarismo, por el contrario, en lo que a este tema respecta, es la tumba de la emancipación.


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