Por Daniel Link para Soy
Confieso que todavía encuentro cierto
placer infantil en presentar a mi marido como tal: “Sebastián
Freire, mi marido”, le digo al embajador, al vicerrector, al
viajero ocasional, a los nuevos amigos de mis hijos, a la
administradora del consorcio. A nadie parece importarle demasiado (o
al menos, eso simulan) que yo subraye el vínculo legal que nos une
desde hace más de cinco años.
En estos años nos mudamos una vez,
intentamos sin éxito adoptar un tercer gato y, mucho más
estrepitosamente, fracasamos en el proyecto de crearnos un problema
descendente (una descendencia problemática).
Salvo esos pequeños disturbios
domésticos, nuestra convivencia permaneció idéntica, con sus
beneficios y sus obstáculos para la felicidad compartida.
Se cumplen seis años de la sanción de
la ley que universalizó la institución matrimonial y que, por
pereza intelectual, la mayoría de las personas sigue llamando “de
matrimonio igualitario”. Nada es igual, y no debe serlo.
A la larga, la única transformación
considerable que la ley de matrimonio universal habría de producir
tuvo que ver con la familiarización de personas no heterosexuales
(filiación, herencia, etc.).
En todo lo demás, sabido es, el
matrimonio es la tumba del deseo y sólo con imaginación y una
disciplina agotadora se pude sobrevivir a sus requerimientos
institucionales.
Yo defendí, en su momento, desde estas
mismas páginas, la universalización del derecho a casarse, sabiendo
que llegaría el momento (que seguramente es éste) de impugnar la
institución matrimonial tout court (es decir:
independientemente de los géneros y las identidades que
involucrara). O al menos para revisar sus características.
Hace poco, tuvimos el privilegio de
contar entre nosotros a Daniel Borrillo, distinguido jurista que
propone desde hace años que el derecho de familia no debería
constituir un capítulo separado del derecho societario. Instituir un
matrimonio a partir del cual construir una familia sería, así,
constituir una sociedad comercial cualquiera. Pero no hace falta ir
tan lejos para darse cuenta de la paradoja en la que se encuentran
las sexualidades disidentes y las identidades de género
post-genitales en relación con la institución matrimonial.
Cito a Borrillo, quien en estas mismas
páginas dijo que: “La manera en que se han obtenido los derechos
ha sido asimilacionista, vale decir que no se ha modificado la
estructura del derecho de familias sino simplemente se ha hecho
entrar en ella a las nuevas formas conyugales como las parejas del
mismo sexo. Pero una vez adquirida la igualdad, se necesita producir
una crítica de la norma”. Desde su perspectiva: “Hay una
cantidad de residuos de la familia que son peligrosos para la
emancipación y para la libertad. Y si uno gana en igualdad sin
plantearse la libertad y la crítica, podemos ser todos iguales pero
menos libres y más domesticados”.
El matrimonio universal fue una
conquista de la sociedad civil que no puede subestimarse. El
igualitarismo, por el contrario, en lo que a este tema respecta, es
la tumba de la emancipación.
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