Edgardo Russo nació en Santa Fe en
1949. Empezó su relación con los libros, que no abandonaría hasta
el último día de su muerte, con una librería llamada El Aleph. El
Centro de Publicaciones de la Universidad del Litoral, Espasa-Calpe,
El Ateneo, Adriana Hidalgo e Interzona fueron los nombres de las
casas editoras a las que aportó su extraordinario talento, antes de
dedicarse por entero a El cuenco de plata, cuyo catálogo, le dijo
alguna vez a Natu Poblet en su programa de radio, “tiene la
aspiración de un lector renacentista, que pueda pasar de la alta
literatura a la filosofía o a algo más liviano como El señor
de los venenos, de Enrique Symns: un catálogo diverso donde el
núcleo es la calidad literaria y cierta diversidad que permite pasar
de una colección a otra con fluidez.”
En los 70 filmó en 16 milímetros una
película basada en “El acomodador” de Felisberto Hernández y
escribió una novela vanguardista llamada Tantalia
en homenaje a Macedonio Fernández, que nunca dio a la imprenta y
cuyos manuscritos se perdieron en alguna mudanza. En el número 2/3
de Literal publicó un texto autobiográfico (“Nosotros no
somos los polacos”). Su libro de poemas Reconstrucción
del hecho (1989), obtuvo el Premio Fondo Nacional de las
Artes. Exvotos
(1990), Landrú por Landrú
(1991), el ensayo La historia de
“Tía Vicenta” (1992) y la novela Guerra
conyugal (1999)
son las muestras del amplio
arco en el que eligió que su escritura se desarrollara, además de
las traducciones, a las que era un adicto (W. H. Auden,
George Steiner, Harold Bloom y Henry James). Su último proyecto,
cuyos progresos fui siguiendo, fue la revisión de la traducción de
Ulises de James Joyce, que en 2010 le propuso Marcelo Zabaloy
desde Bahía Blanca, un desconocido sin ninguna relación con las
letras. Durante cinco años avanzaron lentamente en el intrincado día
de Leopold Bloom y Stephen Dedalus. Durante 2014 dedicó seis meses
enteros a revisar el texto.
Contento con el resultado, planeaba
ahora emprender lo imposible: la traducción, con Marcelo Zabaloy,
del Finnegans Wake. El proyecto quedará entre uno de sus
grandes sueños, porque el miércoles pasado Edgardo sufrió un
infarto en su oficina, mientras trabajaba hasta tarde.
*
Un amigo me escribe desde lejos,
conmovido por la muerte de Edgardo, a quien apenas conocía. Supongo,
me dice, que no se cuidaba, que fumaba, que tomaba. Le contesto que
no, que desde su primer ataque cardíaco (hace... ¿cuánto, doce
años?) no fumaba, caminaba, se cuidaba mucho.
Seguía trabajando como un endemoniado
y seguía enojándose con el mundo sin parar (¿quién no se peleo,
alguna vez, con Edgardo?). La guerra conyugal que le dio
título a su novela, paracía ser para él un estado de ánimo
permanente. Por suerte, en los últimos años había aprendido a
reírse un poco de sus intransigencias. Y también consiguió
restañar viejas heridas familiares que lo habían hecho sufrir. Con
quienes le habían deseado la muerte (guardaba las “cartas
anónimas” donde así se lo decían, cuando tuvo su primera crisis
cardíaca), esos que hoy están un paso más cerca del infierno, no
se reconcilió nunca.
Tampoco se reconciliaba con la
mediocridad. Cuando lanzó el cuenco de plata (“Algo
elegante: hielo granizado, mezclado con jarabe de bejuco, en un
cuenco de plata reluciente”, Sei Shônagon) le dijo a
Walter Cassara para Radarlibros: “La existencia de los
cartoneros es un síntoma, la cultura cartonera es una enfermedad:
parece una parodia de Fourier, a su vez parodiado por Engels. La
división del trabajo encuentra aquí en lo cultural una coartada
nefasta. El carácter dramático de la situación se vuelve casi
obsceno en la parodia de un artesanato del libro mal pegoteado con
engrudo, donde autores reconocidos prestan textos a un juego snob y
sin retorno, souvenirs de una crisis que no padecen. En la Argentina,
la situación es inmejorable para producir. Pero una vez más,
¿producir qué? ¿Cultura cartonera for export, como una variante
renovada y desgraciada del «realismo mágico»? Los libros pueden
seguir siendo bellos, e inclusive mucho más baratos”.
En la edición, en la gestión de
derechos, en la distribución, Edgardo usó mecanismos poco
convencionales que le valieron la admiración de sus pares y el
agradecimiento de sus autores (entre los que me cuento). Los libros
de su catálogo están allí y cualquiera puede darse cuenta del
acontecimiento estético que, reunidos, significan. Pero Edgardo era,
también, un extraordinario poeta. Y un poeta que hace libros es lo
más parecido a un ángel que uno pueda pensar:
Nada, de este lado de la tela donde se agrieta
abovedada contra la
ventana la sombra del que mira.
Pero si en este preciso instante
aparecieras deteniéndote
bajo el arco que dibuja la hoja de la
palmera al caer
y desde esa quietud del retrato me miraras,
quebrarías
-única cosa viva entre las verdes mortajas-
esta
naturaleza muerta, este instante enjaulado.
(Naturaleza muerta Nº 3, en Reconstrucción del hecho)