por Daniel Link para Arturo Carrera
Animula, vagula, blandula
Hospes comesque corporis
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut soles, dabis iocos...
¿Por
dónde entrar en Vigilámbulo?
¿Es un rizoma, es una madriguera? ¿Nos convendrá entrar por sus
últimas páginas, para reinstalar la idea, un poco tonta, de
progreso-de-obra en relación con el progreso-de-tiempo o, como han
querido Arturo y Teresa Arijón, por el comienzo, que es el último
libro, el que da nombre a la Obra
reunida
de Arturo Carrera, entrar por Vigilámbulo?
¿No
es acaso ese gesto de hacer retroceder el tiempo, lo que nos impulsa
hacia el ritornello,
hacia ese procedimiento y esa figura de pensamiento que tanto tiene
que ver con los textos de Arturo, con el ciclo artúrico de la
poesía, que es como decir la poesía a secas de
nuestro tiempo, puesta bajo el emblema enceguecedor de una casa
poética (la casa de Arturo) y unas familias poéticas nómadas (la
familia de Arturo: Chiquita, Fermín, Anita, Olivia, Lucía, las
tías, los tíos, el Padre, la Madre, Rocco)?
¿Es
lo que vuelve, la
repetición, el ritornello
(porque vuelven también el aire, el rumor de las olas en el mar, el
paso de las nubes en el cielo, con sus infinitas variaciones) lo que
sostiene el misterio en la poesía de Arturo, que venimos leyendo
desde hace veinte libros, desde hace cuarenta años y que ahora se
nos presenta en un orden que nos arrastra a una revisión
retrospectiva? ¿Y si arte y vida son sólo una misma masa (o mejor:
si el arte está atravesado por moléculas de vida), ejerce en ambos
la potencia de repetición el mismo influjo? ¿Al abrazar la
repetición, el ritornello de las horas y el cri-cri de los grillos
celebrando la noche, no establecen los textos de Arturo la misma
distancia que respecto de la Vermittlung
quiso sostener Kierkegaard
cuando nos dijo que “La repetición es la realidad y la seriedad
de la existencia”)? ¿O nos convendría sostener, para darle el
gusto a Vigilámbulo,
que ha puesto el nombre terrible de Deleuze en la portadilla del
libro que no duerme nunca, que no
hay repetición de cualidades o de sensaciones porque la repetición
es “la diferencia sin concepto”, es decir, repetición para si
misma (inmanencia absoluta) que "expresa
al mismo tiempo una singularidad contra lo general, una universalidad
contra lo particular, un elemento notable contra lo ordinario, una
instantaneidad contra la variación, una eternidad contra la
permanencia”?
¿Acaso
puedo yo saberlo? ¿Acaso hay yo que pueda saberlo? ¿Acaso, por
acaso, hay yo? ¿Por
dónde entrar en Vigilámbulo?
¿Es un rizoma, es una madriguera? ¿Dónde está su momento de
catástrofe, su abismo ordenado, su caos-germen? ¿Al comienzo, en el
nombre Vigilámbulo,
o al final, en el nombre “nictógrafo”? ¿No nos dice Arturo que
el caos-germen está en el acto mismo de la expropiación “de la
fuerza significante del nombre, forzando, al ser usado, esa exención
del sentido, fin y principio del lenguaje, que es la práctica de la
escritura”?
¿Qué
es el vigilambulismo? ¿Llevamos la palabra en la horrorosa dirección
del niño vigilante que muere por la patria que nos señala Edmundo
de Amicis o, más bien, así se nos indica, pensamos en ese
estado de automatismo ambulatorio con desdoblamiento de la conciencia
que se parece y no se parece al sonambulismo? ¿No es el
vigilambulismo lo contrario del sonambulismo, porque brutalmente
despierto, el vigilámbulo, que nunca duerme, entra con los ojos
abiertos en el mundo de los sueños? ¿No señala ese nombre que
Deleuze retoma de la psicología experimental del siglo XIX para
designar la experiencia poética de Artaud, la experiencia
cinematográfica de Resnais, la experiencia pictórica de Bacon y la
experiencia de pensamiento en Beckett, algo del orden de la fisura,
de la hendidura, eso que otros han llamado síndrome de Elpénor, ese
marinero niño y tonto que se
rompe la cabeza al caerse de las altas camas de Circe, el primero que
Odiseo encuentra cuando baja a los infiernos y el primero que Ezra
Pound hace hablar al comienzo de sus Cantos?
¿No
es el vigilámbulo, como el poeta, el que somete el sueño a un
tratamiento diurno? ¿Y no es eso lo que caracteriza el tratado de
las sensaciones que Arturo fue escribiendo a lo largo de veinte
libros cada uno más hermoso que el otro? ¿Y no es, a su manera, el
vigilámbulo un practicante de la histéresis magnética (el retardo
propio del poema y de la filología) que subraya la conservación de
las propiedades de la materia más allá de todo estímulo exterior?
¿No
se trata, en el vigilambulismo y su desdoblamiento del ser, de la
autoscopía, del cuerpo sin órganos y de los órganos transitorios,
de la diferencia de nivel (de orden, de dominio) propio de la
sensación, que pasa de un nivel a otro y nos arrastra con
ella?
¿Como qué sino como el pequeño paseo del vigilámbulo, automáta
inconsciente, podríamos comprender los esfuerzos poéticos (más
monstruosos que heroicos) de los textos de Arturo, reunidos ahora
para nosotros en una línea de tiempo que salta del siglo XVIII, el
mesmerismo y el vigilambulismo hasta el qì
del Tao y, por esa vía, al satori del deseo y la escritura?
¿De
qué conjunto de tensiones participa la poesía de Arturo (ese
verdadero programa de la filosofía futura)? ¿Puede
haber alguna poesía (algún arte) que se declare sordo a ese clamor
no de mi
tierra
(territorialización paranoica), que lleva a la muerte a ese otro
vigilámbulo, el pequeño vigía lombardo, sino de La Tierra? ¿No se
deja leer toda la historia de
la poesía de Arturo como un combate con (y por) la determinación
del terruño y la Tierra desasignada, la de Mahler, la de Rilke? ¿No
es lo que podríamos reconocer como artúrico ese compuesto
indiscernible entre autoctonía y poiesis, infancia, naturaleza,
música y pintura?
¿Insistió
Arturo, como quien dice persistió
en un proyecto, o
sencillamente se dejó llevar encantado por una voz que le marcaba la
dirección, la única posible, para sus poemas? ¿No marcha Arturo
desde el comienzo (“espero mi desincrustación”),
al mismo tiempo que insiste con los faunos y los monstruitos y las
divinidades tutelares, y las parcas y los rumores, marcando el ritmo
que le dictaba la canción de la tierra? ¿Es la poesía otra cosa
que una etiqueta (la última) para esa pregunta radical sostenida en
el murmullo de los pájaros (¿lo Real es Uno o Múltiple?)? ¿Temía
Arturo que lo confundieran con un monstruo, uno de esos monstruos
ctónicos como las sirenas, los minotauros, con un faunito
mefistofélico, y por eso postuló al Padre como Pared y por eso
interrogó como Dreams a sus Madres
y por eso llamó Monstruos
a su propia antolorgia
de la poesía argentina?
¿No sostienen los monstruos, como la familia poética nómada, el
enigma de lo Múltiple en lo Uno: no una ética del desvío, sino una
ética del abandono y la disidencia, una política de la
proliferación, una polinización?
¿Podré
convencerlos hoy, a ustedes, que toleran que me formule en público
estas preguntas que me acosan desde hace veinte libros, de que no hay
poesía que pueda pensarse como algo diferente de un acompañamiento
del paisaje y que los poetas que más amamos (Federico, Juanele,
Arturo) son quienes han llevado más lejos esa escucha atronadora,
quienes se han expuesto más radicalmente a esa «pesadilla
de la luz» que desemboca en la pérdida de si en el fluido fantasmal
de la materia?
¿No
implica el poema como vigilámbulo una
materia-movimiento hecha de
singularidades, cualidades, y la funcion no
formal del diagrama como una expresividad-movimiento que siempre
implica una lengua extranjera en la lengua, categorías no
lingüísticas en el lenguaje (familias poéticas nómadas)? ¿No
es eso lo que se dejaba leer en las bandas de pájaros de “Laguna
Bonfiglio”, ordenados matemáticamente según el oro numérico, la
divina proporción, el número irracional φ:
las
bandas
de
3 y 5 patos,
5
y 3 cuervos,
8
y cinco pájaros de espuma negra
en
lo alto, contra la apariencia azul
de
un cielo infinito, 13 y ocho, 21 y 13,
tenuemente
aspirados por el movimiento
de
nuestra respiración,
ella
misma cielo tenuemente coloreado. ?
¿”Y
ahora qué”? “¿Vuelvo a decirlas como si/ fueran parte de un
habla que ocupo y amo? ¿No eran luz?/ ¿No eran tan solo un cuerpo
desvestido en la luz?”
¿Por
dónde entrar en Vigilámbulo?
¿Es un rizoma, es una madriguera? ¿Hubiera bastado con que les
leyera un poema, una interrogación radical, como esta “Canción
del vigilámbulo”?:
I
el “soné que…”
el soñé que…”
y no se trata de un simple eco,
ni de repetir las últimas palabras
que de una frase suenan
sino del eco sin palabras, sin cosas del lenguaje;
el eco
que golpea sin ondas: ínfimo,
cotidiano, prodigioso.
II
en este círculo me encierra,
en este otro me libera,
en este círculo me encierra,
no quiere que la muerte cercana se apodere
de estas bandas de tiza,
y aquí en el sueño están sus palabras
aunque no las reconozca;
aquí aunque no sepa qué dicen,
aquí aunque se posen sobre la función
de un sinsentido equivocado;
pero eso tampoco existe
aquí aunque ya no sea la infancia sino
su límite impreciso
en la lluvia, ahora, en esa borradura lejana,
el arco iris, en esa banda gris plomo
contra el amarillo vibrante del campo.
Y ella sentadita sigue dibujando rayas, rayas, círculos,
como si marcara el tiempo de su alegría en mí,
de su abandono en mí, de su presencia en
cada movimiento de su mano
pequeñísima en mí,
para alzar con su grafía la letra que alza hoy
esta ínfima edad para su vocecita milenaria,
los anillos de un destino del “ya no sé quién soy”,
“en breve ya no sabré
sino apenas lo que miro”,
(…)
¿Hubiera
bastado con que pusiera esa interrogación en serie con la pregunta
de Juanele:
Qué?...:
que
la hebra de los llamados, desde los milenios, continúa
sin
recogerse jamás,
jamás, frente a los precipicios...
y
que si, a veces, no se oyen, no dejan, por eso,
nunca,
nunca,
de
tocar los oídos
que los esperan sobre la noche...?
(…)
¿«Se
mezclan en la cabeza hasta que dan espuma.» o Se mezclan en la
cabeza hasta que son espuma?
¿Es
eso (esto, aquello) un poema o una entrada al poema, un universo o un
intervalo de universo? ¿”Algo
entreabierto en la conciencia de nuestra naturaleza, en nuestro
inconsciente y en nuestro destino”?,
¿Tienen estos universos o intervalos de universo (como las 4
estaciones del año y como las estaciones de pronto perdidas,
alejadas, soñadas, del ferrocarril) una regularidad, nos cuentan un
cuento extraño, nos mecen “con su pretendido anómalo ritornello”?
¿Llegan a un lugar una vez que han partido de la memoria, de lo
viviente, de una humanidad por el momento perdida, como bien sabían
Michaux, el venerado Michaux y Alejandra, la veneranda Alejandra?
¿“O
acaso retroceden en los tic-tac de la memoria como
ese borde de gata o juntura o junción que no es lo natural: esa
cicatriz de umbra y penumbra que no es la naturaleza ni su constante
drama ocular”?
¿No
es
Vigilámbulo, este
extraordinario regalo que nos hacen Arturo, Teresa y Adriana Hidalgo,
una danza
como
de polillas que se acercan peligrosamente al fuego: In
girum imus nocte et consumimur igni?
La versión en pdf puede bajarse de acá.
Daniel Link
Buenos Aires, junio de 2015