Todo eso es el libro Trance y hay que dejar que el lector decida cuál es el sentido que más le conviene a su propio desatino, porque leer, cada día más, es una práctica desatinada, escandalosa, llamada a irritar a quienes quedan fuera del acto de leer.
La lectura es como un rapto y por eso Trance se abre y se cierra (pese a que simula el orden del glosario) con escenas de infancia: al comienzo la propia, la del propio rapto, cuando los gitanos que habitan los libros nos sacan de la cuna, de la casa del ser, del reparo tranquilizador y de las velocidades familiares. Cuando el sentido entra en combustión por el chisporroteo de mil chispas de vida (y la lectura es eso, dice Trance), la casa está, entonces, en un borde que no es ni adentro ni afuera, que disuelve las fronteras y que transforma los territorios en zonas de tránsito y las temporalidades en capas de hojaldre. Se dice que “el casado, casa quiere”, pero...
Trance nos dice que leer es un “vicio gratuito, benéfico, generoso”, resistente por lo tanto a toda institución, del orden más bien del abandono de si, de la indiferencia (quiero decir: indiferenciación).
Al final del libro, la escena de infancia es otra y es la misma: opone, ahora, al padre y al lector y lo que uno anhela es exactamente lo contrario de lo que el otro necesita, el “deseo ávido y sedicioso de huir de esa pieza y ser un indio, ser el indio de Kafka”.
En ese fuego del que lee hasta que se le queman los ojos la infancia (esa potencia pura donde absolutamente todo está ovillado y disponible, dispuesto a saltar, esa inmensidad de infinito flotante, esa posibilidad de expansión absoluta) se cocina lo que se puede leer aunque no haya sido escrito. “Transfusión de sangre, shock eléctrico, posesión”: ésas son las figuras que Alan convoca para volver a ese lugar que no quiere abandonar del todo: el lugar du niñe que ansía el rapto o que se apresta a la fuga. Eso es el trance y eso es la lectura para Trance: se trata de resucitar lo infans, de conjurar su desaparición.
Hay que restituir a la lectura la dimensión de una experiencia para sacar al texto absoluto de la metafísica infantil: la infancia siempre está al borde de la muerte, es Valdemar, sostenido en trance hipnótico en un borde inaguantable. Sólo si se comprende el texto como antecedente de una vida tal o cual se percibirá su lugar en la fantasmagoría que propone. Hay dos velocidades diferentes: la lentitud de la familia y la velocidad de la fuga. La fuga es desgarro y liberación del envolvente pensamiento parental, del lento camino de la pedagogía y del no ser sino en el lugar que nos han asignado como casa (la lectura más radical que cuenta Trance, la de la Recherche proustiana, sucede precisamente en un borde civilizatorio y esa circunstancia contamina el texto que se lee, ya en si mismo un texto desencaminado).
El niño que lee abraza la fuga. El padre que lee mira a su niño apagarse y el lector que lo habita como un alienígena para todos los demás desconocido, disimulado detrás de unos anteojos que, por milagro del embotamiento de los otros, funciona como máscara perfecta, desea a su niño re-activado, disipando “las telarañas que le cubren los ojos” (y aquí, Trance superpone los ojos del hijo y del padre y hace que el mero pronombre “le” señale la posibilidad de ver en absoluto: al mismo tiempo la del padre y la del hijo), y le regala o le lega (después de todo, la paternidad sólo se sostiene en el gesto del legado) el deseo de fuga, de escapar de toda casa.