por Daniel Link
Estoy aquí, ante la obligación de inaugurar públicamente una biblioteca privada que lleva un nombre ilustre de la literatura argentina: Alejandra Pizarnik. Temo que la presentación que la amable invitación de la Biblioteca Nacional de Maestros ha creído que yo podía hacer de estos libros no será sino el torturado despliegue de los equívocos y pormenores de sentido que esa frase podría tener hoy para nosotros. Y digo “podría” porque es dudoso que pueda proponer a ustedes algo más que algunas preguntas obsesivas, es tan poco lo que sabemos de este raro objeto, la biblioteca, sobre el cual se ha escrito mucho menos que sobre otras partes más prestigiosas de un archivo. ¿En qué sentido es pública o privada una biblioteca? ¿Responde a la lógica de la colección o la de la serie? ¿Reconocemos entre la obra y la biblioteca, por la mediación del autor, una relación de necesidad o de contingencia? ¿Y qué decir de ese “retorno amistoso del autor”1, sobre el que Roland Barthes apenas si había comenzado a esbozar una teoría? ¿Cómo se abre una biblioteca privada? ¿Cómo se leen los libros que contiene2? ¿Cómo resuena la biblioteca en la obra de la cual se deducen y de la que, por lo tanto, forman parte? En definitiva, ¿cómo y para qué usaremos esta biblioteca que llega hasta nosotros como un fragmento vivo de la memoria de una muerta? ¿Como una reliquia, como una experiencia de videncia o como una historia de fantasmas?
1 En Sade, Fourier, Loyola. Caracas, Monte Ávila, 1977. Para mayores desarrollos, conviene ver su curso La preparación de la novela (1979-1980). Buenos Aires, Siglo XXI, 2005