Por Juan José Sebreli
Mi familia materna emigró -como la mayoría- en busca de oportunidades y de ascenso social; no tenían conciencia de clase trabajadora, sino aspiraciones de clase media. Mi abuelo, un obrero calificado de la empresa telefónica, estaba identificado con ésta al punto que, a su muerte, un boletín de la Unión Telefónica publicó un elogioso obituario.
Sus hijos no participaron tampoco de las luchas sociales de la época ni intervinieron en el movimiento sindical y observaban con temor los tumultos obreros y la reciente semana trágica. Los partidos políticos, aún los llamados populares, no se interesaban por los inmigrantes porque no votaban, pero trataron de captar a sus hijos. La militancia política familiar comenzó con el ingreso del tío Luisito al Partido Radical, explicable, en cierto modo, por razones barriales. Constitución era, por aquellos años, una zona politizada por una circunstancia casual: en la calle Brasil, entre Bernardo de Irigoyen y Lima, en una modesta casa de altos vivía Hipólito Yrigoyen. Enfrente estaba el salón de lustrar y agencia de lotería de Vicente Scarlatto, ex lustrabotas y confidente de Yrigoyen, quien lo consultaba para conocer el estado de ánimo de la gente común. En los fondos de aquel salón, cocina del populismo y del clientelismo político, se reunían los punteros radicales, se tejían las trenzas y se repartían los favores. El tío Luisito, personaje típico de la picaresca porteña de entonces, era habitué del salón de Scarlatto; se hacía llamar "ingeniero" y actuaba como falso influyente. El comité radical del barrio lo protegía en sus actividades de pasador de juego clandestino que completaban su magro sueldo de empleado.
La conexión de mi tío permitió a mi madre acceder a la ritual visita al presidente Yrigoyen en la Casa Rosada, pasaje ineludible para conseguir el puesto de maestra.
Circulaba, entre los opositores, el rumor de que las postulantes al cargo eran seducidas por el viejo libidinoso; mi madre, agraciada en sus veinte años, aseguraba que no hubo ni siquiera una insinuación.
Cuando nací, la república radical se había desvanecido; durante el golpe militar de septiembre, la "cueva" de Yrigoyen y la "guarida" de Scarlatto fueron saqueadas y el relato de estos hechos formó parte del folclore de mi infancia.
La tradición política familiar no fue, pues, demasiado intensa, hasta la aparición del peronismo que no dejaba ningún espacio sin invadir, incluso las familias. Dividió a la mía, como a tantas otras, llegando al extremo de irrumpir hasta en un matrimonio: la tía Amelia y sus hijos eran antiperonistas y su marido, peronista. No hubo, sin embargo, grandes peleas, salvo en el tormentoso año 1955, cuando se produjeron ásperas discusiones a raíz de que un primo, oficial de marina, había participado en el golpe militar que dorrocó a Perón.
Más en Juan José Sebreli. El tiempo de una vida.
Buenos Aires, Sudamericana, 2005