Sobre Contramarcha de María
Moreno (Buenos Aires, Ampersand, 2020, 176 págs.)
Por Daniel Link para Perfil Cultura
Una vida, dos vidas, todas las vidas o
ninguna. María Moreno no ha familiarizado con los pormenores de su
biografía, a veces con varios toques ficcionales, como corresponde,
naturalmente, al registro de lo imaginario. Después de todo, ¿quién
puede garantizar que sus recuerdos no son del registro del casi:
más o menos invenciones?
En Banco a la sombra, María
Moreno había hecho pie en algunos episodios de viaje. En Black
Out, libro saludado con merecida y, al mismo tiempo, sospechosa
unanimidad como un acontecimiento, se tambaleaba (es un decir: jamás
se la ha visto ni siquiera trastabillar lingüísticamente) al ritmo
del alcohol para contar la bohemia de los años setenta, de la que
participó y que constituyó su escuela.
Ahora, en Contramarcha, escrito
para la colección “Lectores” que dirige Graciela Batticuore en
Ampersand, el foco está puesto en la formación de una lectora
disidente pero, sobre todo, en el aprendizaje de la escritura como
clave no de una felicidad sino de una calma, un ronroneo.
María Moreno despega su formación
lectora de las instituciones (“aquellos de los que aprendí fueron
desertores de las aulas”). Después de todo, quienes la venimos
leyendo desde hace treinta años, admiramos su elegancia para leer a
contrapelo, en contra de lo “dado a leer”.
¿Qué quiere decir, en este contexto,
“Contramarcha”? “No vuelvo más al colegio. Esto es lo que
llamo contramarcha. La contramarcha no es la retirada, es un
cambio de dirección por razones de estrategia. Mi acto, que cambiará
mi vida, no es una decisión, o tal vez lo sea sin que yo lo sepa. Si
había un destino para mí, no lo eludía rebelándome, sino por
imposibilidad de seguirlo”, se lee hacia el final de Contramarcha.
Su vida, en
el libro, se divide en dos: el período de acedia y de apatía
de los primeros años, donde se destacan los radioteatros oídos con
la abuela, los tangos escuchados en el conventillo por encima de los
libros leídos y, en especial, el latiguillo “la verdad es que me
da lo mismo” ante todos y cada uno de los proyectos que para ella
había pensado su madre, de la cual se reconoce un títere.
Después del episodio que saca a la
niña Forero de la escuela, comienza a formarse otra vida, la de la
escuela nocturna, nos cuenta el libro, cuando, entonces sí “comencé
a leer, comencé a vivir. Comencé”.
Ese big bang y lo que sigue ya
fue escrito: es Black Out, y
los demás libros de María Moreno que recopilaron sus mil ataques al
sentido común en la prensa cotidiana.
O
mejor todavía (alguns aceptamos los conocimientos que las aulas nos
han proporcionado): Black Out
es la gran epopeya, como el Poema de Mio Cid.
Contramarcha es como
Las mocedades de Rodrigo,
focaliza su atención en las andanzas de juventud de la figura
legendaria antes de que llegara a serlo.
De los muchos
preciosos episodios de la heroína juvenil de este libro, recupero el
que involucra a dos compañers de laboratorio de su madre química,
la Paraguaya y Jorgito.
La
Paraguaya le regala a la mozuela Vitia Maléev en la
escuela y en la casa, de Nikolái
Nósov, libro de adoctrinamiento en favor de las bondades del control
soviético sobre las conciencias en formación. Jorge, quien había
abandonado la química por el seminario jesuítico, le regaló, en
cambio, Vida de Jesusito
(las mocedades de Cristo). Ambos libros dejaron a la mozuela
indiferente: “Yo prefería Vida del repelente niño
Vicente de Rafael Azcona, que
quizá sí alentó posteriores lecturas anticanónicas”.
Inmediatamente se
nos aclara el sentido de esos nombres que participan de “uno de los
grandes argumentos que tiene la vida”. Jorge habría de ser Jorge
Bergoglio, el Papa Francisco; la Paraguaya, Esther Ballestrino de
Careaga, Madre de Plaza de Mayo, detenida desaparecida, arrojada al
mar en 1977. ¡Qué archivo!
Lo que
tal vez sea más interesante del episodio ya estaba en La
comedia humana de Balzac, donde
los grandes nombres de la historia aparecen como personajes
secundarios, casi marginales, de los dramas focalizados en cada una
de sus novelas.
Pero además, como
se ve, la intriga juega con los nombres para sostener precisamente el
suspenso. Se trata de libros sí, pero también de quienes dieron a
leer esos libros y de sus nombres cambiantes, porque los personajes y
las personas son como fichas que cambian de nombre según la posición
que ocupen en un tablero o un hilo narrativo.
En
todos sus libros, María Moreno (asignada al nacer como María
Cristina Forero) ha reflexionado sobre la invención de su nombre.
Había sugerido, casi siempre, que la que escribe es María Moreno y
que la otra ya no existe. Para inventarse, María Moreno tuvo que
desforestarse.
Pero
en Contramarcha, como
su posición de archivista se lo impone, el nombre María Cristina
Forero vuelve como el nombre escrito por la madre en los libros de la
hija “con una fuerza tal que se leía al revés del otro lado de la
página”.
Vuelve,
sobre todo, porque en el archivo Forero están los hermanos (padre y
tío) que fotografiaron a Victoria Ocampo y porque el abuelo había
guardado una novela inédita que María pone a jugar con los vicios
de Colette y de Simone de Beauvoir.
Y vuelve, finalmente, en el episodio
que funda la disidencia: la orden de que lea en alta voz la frase:
“¡Buenos forados habrían abierto las balas en mis tres refajos!”.
Desaforada, la mozuela se desacata y
abandona la escuela. Comienza a desforestarse. Pero el nombre
está ahí, del otro lado de la página, como un revés del que no
podemos olvidarnos del todo. En Contramarcha, María se
entrega a la reforestación.