Por Daniel Link para Perfil
México es un país fascinante y que da
miedo, al mismo tiempo. A finales de enero de 2009, el ejército
mexicano detuvo en el hotel Baja Season, en Ensenada (Baja
California), a Sergio Meza, el "Pozolero" del cartel de los
Arellano Félix.
En 1996, Meza había empezado a
trabajar para los narcos que operan en la frontera con los Estados
Unidos. Teodoro García Simental, su jefe, lo introdujo en lo que
sería su trabajo desde entonces hasta su detención: disolver los
cadáveres de las víctimas de los narcos en soda caústica y
arrojarlos luego a fosas comunes o sumideros en las casas francas de
los alrededores de Tijuana. Si bien Meza reconoció haber disuelto
más de trescientos cadáveres (algo así, porque no los contó) en
soda cáustica (los cadáveres llegaban en pipas de agua, ocho horas
de hervor necesitaban, lo más difícil de disolver eran los dientes,
se sumergían ristras de ajo en la solución para disimular el olor
nauseabundo) invocó su inocencia diciendo que él no secuestró ni
mató a nadie, sólo se encargó de los cadáveres.
Aparentemente,
la legislación mexicana le daba la razón porque, según sus
códigos, “El Pozolero” no había cometido ningún delito grave
(apenas una violación de las leyes de inhumaciones y exhumaciones).
En marzo de
2011, la Gaceta Parlamentaria de la Cámara de Diputados publicó una
reforma promovida por Jesús Gerardo Cortez Mendoza para modificar el
artículo 280 del Código Penal Federal, que aumentaba las penas de 4
a 15 años para delitos de esa índole.
Para un
argentino medio, para el cual las figuras de la “desaparición de
personas” y la “asociación ilícita” constituyen figuras
penales de circulación cotidiana, un titubeo jurídico como ése
suena a cuento de hadas o, mejor dicho, a cuento chino. Meza está a
punto de recuperar la libertad. El arzobispo de Tijuana declaró que
si el arrepentimiento del pozolero era auténtico, el perdón de Dios
estaba a su alcance.