Por Daniel Link para Perfil
No
uso redes por natural repugnancia, y si las usara lo último que
haría es seguir a Nicolás Márquez. Por fortuna Ernesto Tenembaum
ha realizado un prolijo relevamiento de sus dichos.
Sus
pareceres denotan tanta ignorancia que no merece la pena
contestarlos, salvo porque puede haber algún desprevenido que los
considere atendibles. “Me siento derrumbado en mi autoestima. Tras
la nota en la que
aplasté a Tenembaum y su staff solo me atacaron bailarines,
chimenteros y almas conflictuadas y/o avergonzados de sí mismos.
¿Nunca un comentario intelectualmente digno?”.
Ya
la partición de los interlocutores en “intelectualmente dignos”
y los que no lo son recuerda la tristemente célebre “vida digna de
ser vivida” que el nazismo promovió como una política de Estado
(para realizar sus fantasías de exterminio).
Hay
libros enteros dedicados al tema, pero estoy seguro de que cualquier
amable inteligencia artificial suministrará datos a quien quiera
buscarlos. No me considero intelectualmente más digno que nadie,
pero puedo acumular algunas referencias bibliográficas, con la
esperanza de que el Sr. Márquez se sienta atraído hacia la lectura
(cosa que, evidentemente, hasta ahora no ha sucedido).
Parece
que a una persona le dijo: “Lupe,
la palabra de Dios dice catorce veces que la sodomía es abominable y
no hay momento en el que Dios se vea más enfadado que con la
perversión homosexual. Los quemó vivos, mandando fuego desde el
cielo. No se puede bendecir lo que Dios desprecia”. No sé cuándo
escribió esto, pero yo lo leí durante la semana en que tres
lesbianas murieron quemadas en un ataque lesbofóbico de un
salvajismo aterrador. Me parece que el asunto merece alguna
reflexión.
En
principio, habría que decirle al Sr. Márquez que “la palabra de
Dios”, esa entelequia, es una construcción discursiva más propia
de humanos que de divinidades. Si se refiere al Deuteronomio,
existe hoy un cierto consenso entre los filólogos (ahora se entiendo
la animadversión hacia las humanidades): el texto que leemos hoy
como parte del Antiguo
Testamento
es un precipitado de todo un proceso de composición que comienza en
el Siglo VIII ac y culmina a mediados del IV ac. Los tartamudeos de
Dios sobre la sexualidad tardaron cuatro siglos en estabilizarse.
Por
supuesto, eso no le quita valor doctrinario a ese libro, pero habría
que juzgar su alcance en términos históricos. Hasta podría llegar
a justificarse que en épocas de crisis demográficas es un poco
predecible que se condene cualquier forma de unión no reproductiva.
En todo caso: esas catorce condenas se refieren a un contexto que no
es el nuestro, lo que les hace perder gran parte de su valor (como la
condena a las adúlteras o a las personas que comen jamón cocido).
Además,
establecer una continuidad sin fisuras entre el Antiguo Testamento y
el Nuevo es ignorar todo lo que de revolucionario tuvo la “Nueva
alianza” y, por lo tanto, la figura de Cristo.
No
me canso de recomendar a mis alumnos que lean los diferentes libros
de la Biblia (y el Corán, desde ya). No porque haya allí alguna
verdad “divina” (dejemos las ridiculeces) sino porque ahí se han
formado las teorías políticas de Occidente (salvo, tal vez, el
liberalismo).
Tenembaum
dice que Márquez escribió en
El libro negro de la nueva izquierda
que “La homosexualidad es anormal. De la simple observación de la
composición de un hombre se nos permite inferir que este no tiene un
órgano sexual receptor para recibir a otro hombre como pareja y de
la simple observación de la mujer vemos que esta no tiene un órgano
de penetración para tener otra mujer como pareja”. Le sugeriríamos
al Sr. Márquez que realice un par de comprobaciones empíricas, pero
tampoco es cuestión de andar avivando giles.
Sobre
el asunto, se podría recordar que Freud (que fue un defensor
convencido del patriarcado) reconoció en su teoría de las “etapas”
una organización de la libido bajo la primacía de la zona erógena
anal.
Si
Dios iba a condenar para siempre la unión per
angostam viam, no debería
haber cometido semejante error de diseño, otorgando al ano la
capacidad del placer que suscita la defecación y, como correlato de ese
placer, la liberación
de endorfinas, la
estimulación
del nervio vago, la sensación de relajación y de logro conseguido
(cosa que sabe cualquier IA).
Lo
de las mujeres es todavía más idiota: tienen dedos. Fin.