Yo no tuve educación religiosa, porque
mis padres participaban de cultos diferentes (mi familia materna era
católica; luterana mi familia paterna). Abandonaron mi formación
religiosa a mi voluntad y yo, como he contado en otra parte, elegí
por amor: ni una ni otra. De todos modos, siempre me llegaban rumores
de las diferentes clases de religión que mis compañeros de primaria
tomaban. Lo que más me llamaba la atención era que, de los diez
mandamientos, apenas tres fueran positivos (“Amarás a Dios sobre
todas las cosas”, “Santificarás las fiestas”, “Honrarás a
tu padre y a tu madre”) y el resto fueran prohibiciones o
interdicciones (“No pronunciarás el nombre de Dios en vano”, “No
matarás”, “No fornicarás”, “No robarás”, “No dirás
falsos testimonios ni mentirás”, “No consentirás pensamientos
ni deseos impuros”, “No codiciarás los bienes ajenos”.
Dios, en esas tablas (los mandamientos
cambian según las religiones y los textos, pero todos se parecen a
esas formulaciones), se me aparecía como una máquina censora que,
por si algo se le hubiera escapado, delegaba en las figuras paternas
la minucia y la prolijidad de las prohibiciones cotidianas (“no
mirarás televisión antes de hacer la tarea”, “no jugarás con
tus amigos a la hora de la cena”, “no te tocarás los genitales”,
“no aceptarás caramelos de extraños”, “no cruzarás la calle
con el semáforo en rojo”).
Todo eso, en mi infancia, se me
escapaba, porque se había decidido que yo decidiera si aceptaba tal
o cual canon de indicaciones negativas, pero me inquietaba esa figura
severa que encontraba en el No la razón de su existencia, y que
dictaba innumerables variaciones del No a sus súbditos.
Por supuesto, codicié y robé, mentí
y tuve deseos impuros, pronuncié el nombre de Dios en vano y, con el
tiempo, forniqué, sin haber dejado de amar la idea de Dios (eso que
está por sobre todas las cosas), honrando en la medida de lo posible
(y cada vez menos a medida que crecía) a mi padre y a mi madre y no
santificando las fiestas, nunca jamás, ni ebrio ni dormido.
En cuanto a la prohibiciones, se me
escapaba su sentido, salvo en lo que respecta al mandamiento supremo,
“No matarás”. Nunca maté a nadie y todavía me domina una
cierta incomodidad en relación con las muerte de los animales. No
soy vegetariano, pero como poca carne, y se me recuerda todavía como
un niño reconcentrado que, en la plaza, observaba la atónita marcha
de las hormigas: jamás las sometí a una lupa, o eché agua en un
hormiguero, ni zapatee sobre la línea de aprovisionamiento.
Podría decirse que me entregué, salvo
por el “No matarás”, a una saludable ignorancia de los
mandamientos y las leyes, a un anarquismo primitivo que, en mi
primera juventud, confundí con un hedonismo irredento: hacer lo que
me pluguiera, siempre que eso no dañara a los demás (ese era mi
mandamiento soñado).
Una vez una amiga, antes de que yo
tuviera ocasión de psicoanalizarme, me enfrentó con una cara de mí
que me resultaba desconocida. “Vos tenés una relación neurótica
con el trabajo”, me dijo Mónica Tamborenea (que estaba un poco
loca, pero era inteligente y millonaria).
En efecto, yo había trabajado desde
mis 16 años, un poco por necesidad y otro poco porque me parecía
que era la única forma de vida posible para un ser humano. Si el
trabajo, como había aprendido tardíamente, era la consecuencia del
pecado, sólo se podía atravesar este valle de lágrimas trabajando
sin parar. O sea: de hedonismo, en mi primera juventud, poco y nada.
No es que la pasara mal, pero cualquiera que trabaja sabe que los
placeres se reservan para otro momento, nunca ya, ahora.
En las palabras de Mónica reconocía
un mandato terrible que me venía de mis padres. A ellos les pareció
simpático que eligiera las vestiduras de mi Dios, pero me
transmitieron un mandamiento feroz: “No vivirás sin trabajar” y
los que de él se derivan: “No harás nada sin tener en cuenta tu
futuro”, “No malgastarás tus ahorros” (el Estado, siempre, se
encargó de eso por mí), “No vivirás por encima de tus ingresos”.
Que haya logrado convertirme en una especie de loca millonaria que
viaja por el mundo fotografiando paisajes exóticos y acumulando
anécdotas se deriva de aquellas prohibiciones que nadie formuló
explícitamente nunca pero que se marcaron en mis huesos.
Todavía lo recuerdo: como yo era un
niño que versificaba prodigiosamente, me encargaban poemas para los
actos escolares a cambio de los cuales yo obtenía beneficios a los
que mis compañeros de colegio no podían aspirar (el pelo un
centímetro más largo que ellos, en épocas de férreos controles
peluqueriles; las ausencias a las clases de gimnasia perdonadas). Hoy
interpretaría esos relajamientos de las normas en relación con mi
persona como una complicidad corrupta con los poderes de turno, pero
entonces yo creo que me imaginaba trabajando. Trabajaba para asegurar
mi presente y mi futuro y exigía un pago por cada cosa que yo era
capaz de producir.
Inadvertidamente, como siempre fui un
buen alumno y un excelente trabajador, me vi implicado en una red de
tolerancias, primero, y en un beneficiado por los aparatos
culturales, después: empezaron a llegarme invitaciones a congresos,
a dar conferencias y clases por el mundo. Cada viaje que hice (y
todos saben qué poco me gusta salir de vacaciones, qué poco tolero
el estar haciendo nada en alguna parte y cómo me domina el “vacío
de sentido” en períodos de tiempo sin reglas) fue como parte de
pago por alguna intervención laboral. Sí, tuve (tengo) una relación
neurótica con el trabajo. La neurosis de Dios me atravesó de parte
a parte en la forma de un mandamiento impensado que se sumaba al “No
matarás”: “No harás nada que no suponga la forma trabajo, más
tarde o más temprano”.
Por supuesto, ahora que lo pienso,
resulta que los mandamientos bien pueden expresarse en forma negativa
o positiva: “Honrarás a tu padre y a tu madre” es lo mismo que
“No deshonrarás a tu padre y a tu madre” y, así, las mil
pequeñas reglas de comportamiento que organizaron mi vida, aún
cuando se expresaran en forma positiva, se correspondían con
prohibiciones microscópicas: “No llegarás tarde” (forma
negativa del “Serás puntual”) me obliga a dar vueltas a la
manzana cuando el tráfico ha querido que llegara antes, demasiado
temprano, o, por el contrario, me ha hecho arrojar sillas por el aire
(y espuma por la boca) cuando un subterráneo me ha hecho perder
quince preciosos minutos.
Mónica, Mónica, querida Mónica: no
tengo una relación neurótica con el trabajo, tengo una relación
neurótica con Dios (es decir con la ley): ¿a quién se le ocurre
dejar que un niño pobre y provinciano se invente una religión
propia o una adherencia más o menos personal a las existentes?
Ni hedonismo, ni anarquismo. Mi vida es
una serie ininterrumpida de prohibiciones ridículas que me
autoimpuse y que no puedo dejar de seguir una tras otra, hasta la
extenuación. “No mentirás” (en mi caso: “no simularás que
has leído el Finnegans Wake”), “no llegarás tarde”,
“proveerás” (o, negativamente: “no abandonarás a las personas
a tu cargo a su suerte”), “no faltarás a tus obligaciones
laborales”, “no dejarás de cumplir cada deadline que se
te imponga”), “no dejarás de pagar el monotributo”, “no
adoptarás posiciones complacientes con las autoridades nacionales o
municipales, universitarias o barriales, para obtener beneficios más
allá del propio mérito”.
En fin, una vida aburrida como la de un
anacoreta, con la salvedad de que el anacoreta no se ha dado cuenta
de que lo es. “No conducirás automóviles en estado de ebriedad”
(pero, en cambio: “Respetarás a tu antojo las caprichosas
velocidades máximas fijadas por las autoridades”).
“No callarás” es un mandamiento
fatal, cuando uno está obligado a escuchar estupideces, falacias o,
porque tenemos amigos poetas, mentiras escandalosas. No puedo
callarme, tengo que contestar. Me embarco en discusiones bizantinas,
digo “No, no, no” cuando algo me lleva a refutar la endeblez, el
capricho, la trivialidad de alguna formulación.
Pido que se me entienda: no es que yo
sea “mala onda”, como se me reprocha con frecuencia, sino que
estoy obligado a cumplir con un mandamiento que me prohibe callar. No
soy yo el que habla sino mi observancia de una prohibición (si esa
prohibición es antipática no es mi culpa: me precede en el conjunto
de disposiciones de vida, siempre ha estado allí y yo sencillamente
tengo que seguirla).
“No engañarse a si mismo” es un
mandato terrible y agotador. ¿Hago esto por tal razón o por tal
otra? ¿Al decir tal cosa, qué quiero implicar? Al prohibirme una
imagen falsa de mi mismo, ¿no me obligo a la locura, a la depuración
estalinista, a un autoanálisis inevitablemente viciado de paranoia?
¿Pero qué opciones me quedan? ¿No es
un mandamiento de primer orden la prohibición de ignorar una regla,
una vez abrazada?
Hace un tiempo, me prohibí ir al cine.
Hace como cinco años que no voy al cine, salvo circunstancias
excepcionales (estrenos de películas de amigos, la adecuación a una
regla amorosa: “Satisfarás los deseos de tu pareja”...). Y todavía
más, me prohibí incluso ver películas según la ocurrencia, el
capricho o la moda. Como toda práctica, mirar películas debe
someterse a reglas. El lenguaje está
sujeto a reglas de todo tipo (Roland Barthes decía, por eso, que “el
lenguaje es fascista”). El lenguaje cinematográfico (si tal cosa
existiera), también. Pero además, el cine supone un conjunto de
reglas de visibilidad. Por ejemplo: 1) yo no veo ya más películas
de mafiosos. O: 2) yo veo todas las películas en las que actúa
Dakota Fanning. Las reglas 1) y 2) podrían entrar en colisión,
naturalmente, y en ese punto habría que considerar reglas
suplementarias para decidir el difícil entuerto. Por ejemplo: 3) yo
veo todas las películas en las que actúa mi amiga Cate Blanchett
(que podría inclinar la balanza en una determinada dirección) o 4)
yo no veo películas dirigidas por Martin Scorsese (que podría
inclinarla en la otra). Arbitrarias como son, las reglas suelen, por
fortuna, funcionar en cascada. Por ejemplo, la regla 4) es bastante
solidaria con la siguiente: 5) yo no veo (ni aunque me paguen por
ello) películas protagonizadas por Leonardo Di Caprio. Gangs
of New York (2002)
acumulaba tantas reglas en su contra, que todavía hoy no sé nada
sobre ella (ni quiero). El
aviador (2004),
dirigida por Scorsese y protagonizada por “Cabeza de Chupetín”,
me creó problemas: no vi la película, pero toleré las secuencias
en las que aparece el personaje de Katherine Hepburn desempeñado por
mi amiga. Mi sistema de reglas (prohibiciones o mandamientos) deja en
claro los terrenos (pocos, lo sé) que admiten algún tipo de
acuerdo. Mi regla dorada en materia cinematográfica es: 0) yo
no elijo (libremente) películas para ver: sencillamente cumplo con
una normativa.
Entre
1929 y 1930, un joven autor de teatro comunista, Bertolt Brecht,
escribió (con música de Kurt Weill) dos operitas gemelas, opuestas
y complementarias, Der
Jasager y Der
Neinsager (“El que dice
sí” y “El que dice no”), que, en su perspectiva, debían
representarse en conjunto. En ambas piezas, un maestro, tres
universitarios y un muchacho atraviesan una geografía hostil para
conseguir medicamentos que en su aldea no existen. El muchacho
enferma y, para que no fracase la busca, sus compañeros se proponen,
según la costumbre inmemorial, abandonarlo a su suerte. En Der
Jasager
el muchacho dice que sí (acepta su sacrificio) pero pide que lo
arrojen al abismo, para evitar una muerte lenta.
En Der
Neinsager, por el
contrario, se rebela contra el sacrificio consuetudinario y, al
desbaratar la costumbre, funda una ética, la ética brechtiana,
totalmente desligada de cualquier forma de compasión o
sentimentalismo. Se trata, por supuesto, de una ética
(anticristiana) que estiliza cada situación y la examina de acuerdo
con un manojo de funciones (el progreso, el conocimiento, la
liberación, la toma de conciencia, etc.).
Yo
podría refugiarme en esas piezas para decirme brechtiano, pero “No
engañarse a si mismo” me hace dudar un poco. Lo único que sé es
que Der Neinsager me
gusta más que Der
Jasager y que la gente que
no se pone límites me resulta sospechosa. Prefiero discutir leyes,
reglas, prohibiciones, que andar por la vida como si todo estuviera
permitido.