por Daniel Link para Soy
El llamado telefónico me desconcierta:
una periodista de La Nación quiere saber qué pienso del
Cervantes otorgado a Juan Goytisolo (Barcelona, 1931). A esas horas
de la mañana, no sabía que Juan Goytisolo hubiera ganado el
prestigioso premio pero, todavía más: no sabía que no lo había ya
ganado en alguna edición previa, porque, justo es decirlo, Juan
Goytisolo es el novelista más importante del siglo XX español:
Señas de identidad (1966) y Reivindicación del conde don
Julián (1970), ambas publicadas en México, dado que en ese
momento Goytisolo y la España franquista sostenían una política de
cero tolerancia mutua, alcanzarían para colocarlo en ese alto
sitial, pero también están Juan sin Tierra (1975), Makbara
(1980), Paisajes después de la batalla (1982) o Las
virtudes del pájaro solitario (1988) para subrayar las
cualidades de una obra al mismo tiempo luminosa y sombría que
merecía, desde hace décadas, el Cervantes y todos los demás
premios que se quisieran otorgarle (ha ganado ya el Premio Europalia,
el Octavio Paz, el Juan Rulfo, el Premio Nacional de las Letras
Españolas, el Premio de las Artes y las Culturas, el Premio
Formentor, si es que esa nómina tiene algún sentido).
En los fundamentos del Cervantes, el
jurado ha destacado «su capacidad indagatoria en el lenguaje y
propuestas estilísticas complejas, desarrolladas en diversos géneros
literarios; por su voluntad de integrar a las dos orillas, a la
tradición heterodoxa española y por su apuesta permanente por el
dialogo intercultural».
Heterodoxia es, en efecto, una palabra
que le cuadra bien a los gestos y posiciones de Goytisolo, con los
cuales no siempre se puede estar de acuerdo (deploro personalmente su
idealización del Islam). Disidencia es otra de ellas, puesta como
denominación de sus eruditos y festivos ensayos sobre la literatura
española de los Siglos de Oro, y más allá: Disidencias
(1996).
Juan Goytisolo nació en el seno de una
familia burguesa extremadamente conservadora cuyos retoños son todos
nombres inevitables de la historia literaria española (José
Agustín, Juan y Luis):
“La fobia visceral de mi padre a los homosexuales -cuyo símbolo
execrable encarnaba su suegro- alcanzaba a veces extremos morbosos:
había referido con gran satisfacción a José Agustín -y éste
se había apresurado a repetírmelo- que Mussolini mandaba fusilar
sin contemplaciones «a todos los maricones». Aunque por aquellas
fechas yo no tenía la más remota sospecha de mi sexualidad
futura, la noticia, en vez de exaltarme, me llenó de malestar”,
se lee en sus
memorias
Coto vedado (1985).
Al principio Juan Goytisolo cultivó el
realismo social. En 1956 se instaló en París, donde trabajó para
Gallimard como lector de español y desde donde patrocinó a los
escritores del boom latinoamericano, con quienes se sentía más
hermanado que con sus compatriotas, tanto por sus preocupaciones
políticas como por sus inquietudes estéticas, dos caras de la misma
moneda. Más tarde se instaló en Marruecos y desde entonces su vida
transcurrió entre París y Marrakech, donde aprendió los rituales
de una sexualidad sin nombre (porque en el Corán podrá o no haber
camellos, pero lo que sin duda no hay son homosexuales, no importa
qué conductas que se desempeñen en la cama ni que los hombres vayan
por la vida con los dedos entrelazados) junto con las nostalgias de
alguien que no tiene patria.
Para Goytisolo el nacionalismo español
es algo así como el Mal Elemental
(“Cuando los Reyes Católicos acaban con el último reino moro de
la Península y decretan la expulsión de los judíos asistimos al
primer acto de una tragedia que, durante siglos, va a determinar, con
rigurosidad implacable, la conducta y actitud vital de los
españoles” se lee en España
y los españoles)
y, por eso, en Reivindicación
del Conde Don Julián
se coloca del lado del
gobernador de Ceuta que ayudó a los musulmanes para que entraran en
Hispania y acabaran con la hegemonía visigoda en la península:
“Tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a
ti”.
El
heterodoxo elige, antes que la unidad y la identificación en los
mitos, los flujos migratorios, el multiculturalismo, y la extranjería
radical; disiente de las clases y las categorías, incluso las que
pretenden dar nombre a las sexualidades disidentes: “Creyendo
encontrar, inocentemente, comprensión y asistencia entre los
núcleos minoritarios que, al amparo de la actual y, digámoslo
bien claro, engañosa liberalización de nuestras costumbres,
florecen actualmente en los márgenes y zonas periféricas de la
sociedad, he entrado en contacto con diversas agrupaciones,
colectivos y unidades móviles de feministas, gayos, lesbianas,
pedófilos, S & M, fist fuckers, etc. sin obtener de ellos el
menor apoyo a mi causa. Ni los Maricas Rojos ni el Frente de
Liberación Fetichista ni los Grupos de Choque de las Tortilleras
Revolucionarias han querido aceptar y hacer suyos mis justas
reivindicaciones y agravios” (Paisajes
después de la Batalla).
No
sorprenden, pues, las declaraciones de Goytisolo al diario El
País
desde su casa de Marrakech cuando se enteró de este último
reconocimiento, el Cervantes: ““Cuando me dan un premio siempre
sospecho de mí mismo. Cuando me nombran persona non
grata
sé que tengo razón”.
Ni
exterior ni interior a las naciones, las ideologías, las identidades
y los nombres de los comportamientos sexuales, Juan Goytisolo (o
mejor dicho, su palabra, que es lo único que debe interesarnos) es
una línea de fuga respecto de lo que él mismo ha llamado el
“nacionalcatolicismo”, pero también respecto de toda mirada
autocomplaciente. Desde esa incomodidad de un lugar liminar, incivil,
de tránsito permanente, que se deja leer en toda su obra (hoy más
inclinada al poema que a la novela), Juan Goytisolo nos convoca para
resistir a todo uso fascista del lenguaje y todo uso heteronormativo
de la sexualidad. Aunque, como se lee en el final de Reivindicación
del Conde Don Julián,
“el sueño agobia tus parpados y cierras los ojos”, “lo
sabes, lo sabes: manana sera otro día, la invasion
recomenzara”.