viernes, 28 de noviembre de 2014

Juan sin tierra

por Daniel Link para Soy


El llamado telefónico me desconcierta: una periodista de La Nación quiere saber qué pienso del Cervantes otorgado a Juan Goytisolo (Barcelona, 1931). A esas horas de la mañana, no sabía que Juan Goytisolo hubiera ganado el prestigioso premio pero, todavía más: no sabía que no lo había ya ganado en alguna edición previa, porque, justo es decirlo, Juan Goytisolo es el novelista más importante del siglo XX español: Señas de identidad (1966) y Reivindicación del conde don Julián (1970), ambas publicadas en México, dado que en ese momento Goytisolo y la España franquista sostenían una política de cero tolerancia mutua, alcanzarían para colocarlo en ese alto sitial, pero también están Juan sin Tierra (1975), Makbara (1980), Paisajes después de la batalla (1982) o Las virtudes del pájaro solitario (1988) para subrayar las cualidades de una obra al mismo tiempo luminosa y sombría que merecía, desde hace décadas, el Cervantes y todos los demás premios que se quisieran otorgarle (ha ganado ya el Premio Europalia, el Octavio Paz, el Juan Rulfo, el Premio Nacional de las Letras Españolas, el Premio de las Artes y las Culturas, el Premio Formentor, si es que esa nómina tiene algún sentido).

En los fundamentos del Cervantes, el jurado ha destacado «su capacidad indagatoria en el lenguaje y propuestas estilísticas complejas, desarrolladas en diversos géneros literarios; por su voluntad de integrar a las dos orillas, a la tradición heterodoxa española y por su apuesta permanente por el dialogo intercultural».

Heterodoxia es, en efecto, una palabra que le cuadra bien a los gestos y posiciones de Goytisolo, con los cuales no siempre se puede estar de acuerdo (deploro personalmente su idealización del Islam). Disidencia es otra de ellas, puesta como denominación de sus eruditos y festivos ensayos sobre la literatura española de los Siglos de Oro, y más allá: Disidencias (1996).

Juan Goytisolo nació en el seno de una familia burguesa extremadamente conservadora cuyos retoños son todos nombres inevitables de la historia literaria española (José Agustín, Juan y Luis): “La fobia visceral de mi padre a los homosexuales -cuyo símbolo execrable encarnaba su suegro- alcanzaba a veces extremos morbosos: había referido con gran satisfacción a José Agustín -y éste se había apresurado a repetírmelo- que Mussolini mandaba fusilar sin contemplaciones «a todos los maricones». Aunque por aquellas fechas yo no tenía la más remota sospecha de mi sexualidad futura, la noticia, en vez de exaltarme, me llenó de malestar”, se lee en sus memorias Coto vedado (1985).

Al principio Juan Goytisolo cultivó el realismo social. En 1956 se instaló en París, donde trabajó para Gallimard como lector de español y desde donde patrocinó a los escritores del boom latinoamericano, con quienes se sentía más hermanado que con sus compatriotas, tanto por sus preocupaciones políticas como por sus inquietudes estéticas, dos caras de la misma moneda. Más tarde se instaló en Marruecos y desde entonces su vida transcurrió entre París y Marrakech, donde aprendió los rituales de una sexualidad sin nombre (porque en el Corán podrá o no haber camellos, pero lo que sin duda no hay son homosexuales, no importa qué conductas que se desempeñen en la cama ni que los hombres vayan por la vida con los dedos entrelazados) junto con las nostalgias de alguien que no tiene patria.

Para Goytisolo el nacionalismo español es algo así como el Mal Elemental (“Cuando los Reyes Católicos acaban con el último reino moro de la Península y decretan la expulsión de los judíos asistimos al primer acto de una tragedia que, durante siglos, va a determinar, con rigurosidad implacable, la conducta y actitud vital de los españoles” se lee en España y los españoles) y, por eso, en Reivindicación del Conde Don Julián se coloca del lado del gobernador de Ceuta que ayudó a los musulmanes para que entraran en Hispania y acabaran con la hegemonía visigoda en la península: “Tierra ingrata, entre todas espuria y mezquina, jamás volveré a ti”.

El heterodoxo elige, antes que la unidad y la identificación en los mitos, los flujos migratorios, el multiculturalismo, y la extranjería radical; disiente de las clases y las categorías, incluso las que pretenden dar nombre a las sexualidades disidentes: “Creyendo encontrar, inocentemente, comprensión y asistencia entre los núcleos minoritarios que, al amparo de la actual y, digámoslo bien claro, engañosa liberalización de nuestras costumbres, florecen actualmente en los márgenes y zonas periféricas de la sociedad, he entrado en contacto con diversas agrupaciones, colectivos y unidades móviles de feministas, gayos, lesbianas, pedófilos, S & M, fist fuckers, etc. sin obtener de ellos el menor apoyo a mi causa. Ni los Maricas Rojos ni el Frente de Liberación Fetichista ni los Grupos de Choque de las Tortilleras Revolucionarias han querido aceptar y hacer suyos mis justas reivindicaciones y agravios” (Paisajes después de la Batalla).

No sorprenden, pues, las declaraciones de Goytisolo al diario El País desde su casa de Marrakech cuando se enteró de este último reconocimiento, el Cervantes: ““Cuando me dan un premio siempre sospecho de mí mismo. Cuando me nombran persona non grata sé que tengo razón”.

Ni exterior ni interior a las naciones, las ideologías, las identidades y los nombres de los comportamientos sexuales, Juan Goytisolo (o mejor dicho, su palabra, que es lo único que debe interesarnos) es una línea de fuga respecto de lo que él mismo ha llamado el “nacionalcatolicismo”, pero también respecto de toda mirada autocomplaciente. Desde esa incomodidad de un lugar liminar, incivil, de tránsito permanente, que se deja leer en toda su obra (hoy más inclinada al poema que a la novela), Juan Goytisolo nos convoca para resistir a todo uso fascista del lenguaje y todo uso heteronormativo de la sexualidad. Aunque, como se lee en el final de Reivindicación del Conde Don Julián, “el sueño agobia tus parpados y cierras los ojos”, “lo sabes, lo sabes: manana sera otro día, la invasion recomenzara”.

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