El pintor de la vida moderna
Yo era una chica moderna
César Aira
Interzona
Buenos Aires, 2004
128 págs.
Por Daniel Link Yo era una chica moderna es una de las obras maestras que César Aira nos entrega cada tanto (las anteriores fueron
Cumpleaños y
El tilo; de muy inferior resultado, al menos para mí, son esos ejercicios a la ?disneylandia? que se llaman
Mil gotas y
La princesa primavera, la primera publicada en Buenos Aires y la segunda en México, ambas durante 2004, de acuerdo con el aceleradísimo régimen de edición al que Aira nos tiene acostumbrados).
Hay que hacer un poco de historia para comprender cabalmente la densidad literaria de
Yo era una chica moderna (lo que podría llamarse ?densidad existencial? saltará a la vista de cualquier lector más o menos sensible y tiene que ver con las posibilidades de la amistad, el amor, la familia y la diversión en las ciudades contemporáneas). Por ejemplo: lo que en el contexto de la literatura argentina llamamos Bustos Domecq es el encuentro de dos fuerzas estéticas diferenciales: Borges y Bioy Casares, por un lado, como representantes de la literatura ?culta? argentina y el arte pop (o ?neodadaísmo?, como preferiría decir el mismo Aira) por el otro.
Yo era una chica moderna también podría describirse como el choque entre dos flujos de energía: César Aira, por un lado; Belleza y Felicidad, por el otro. La tapa del libro está ilustrada con un acrílico de Fernanda Laguna (?Vos y yo?, 2000), fundadora de la galería Belleza y Felicidad y animadora infatigable de la escena plástica argentina; pero además B & F aparecen en la parábola que un comisario pronuncia frente a la discoteca ?más chica del mundo?, en una de las tantas vueltas de la peripecia loca que Aira ha imaginado en este libro fascinante y necesario: ?La Belleza y la Felicidad, como diría el comisario Cipolleti? (cuyo nombre, como tantos otros en el libro, prácticamente se sobreimprime al de otro personaje realmente existente: Rafael Cipollini, crítico de arte y coeditor de la revista de artes visuales
ramona).
No se trata de un ejercicio de identificación mimética o narcisista (hacia los que Aira, por otro lado, es completamente desafecto), sino de un ejercicio simultáneo de identificación y distancia. Porque César Aira, con toda la importancia que tiene para las nuevas generaciones de escritores argentinos, es exterior al núcleo más duro de B & F. En todo caso, llega a él con una estética ya formada, que le permite explorar lo más reconocible de esa estética para ponerlo, después, en otra parte.
Yo era una chica moderna puede leerse como un homenaje a Fernanda Laguna, Cecilia Pavón y Gabriela Bejerman; pero también puede leerse como una sátira de esas primeras personas a las que ellas nos acostumbraron. O, en todo caso, es como si Aira dijera en qué dirección habría que disparar los cañones montados por B & F.
Sangre de amor correspondido de Manuel Puig fue leída siempre como un ?experimento fallido? precisamente porque Puig no pudo convencer a sus lectores de que sus diálogos no eran inventados (como se sabe, fueron grabados y luego traducidos). En otras palabras, una falla que afecta a la distancia que permanece entre autor y personaje. Como si Puig no hubiera alcanzado a vaciar del todo la categoría del autor, como se proponía hacerlo desde la primera de sus novelas.
Por el contrario,
Yo era una chica moderna, que podría haber fracasado en el mismo terreno, triunfa precisamente por el exacto equilibrio que se plantea entre la voz de Aira y la voz de B & F. Si muchos creerán estar leyendo en
Yo era una chica moderna una transcripción (o a lo sumo una parodia) de la voz de Fernanda Laguna (o cualquiera de nuestras ?chicas modernas?), lo cierto es que la novelita aparece dominada por un complicado juego de identificaciones y distancias. Salvo por el uso de la palabra ?pibe? (que viene por completo de otra época y otro registro), todo lector puede pensar que el primer capítulo de
Yo era una chica moderna es, entre otras cosas, un ejercicio perfecto de escucha y de mímesis literaria (?Yo era una chica moderna, que salía mucho. Salía para mantenerme al tanto de lo que pasaba, y además porque me gustaba?). Pero la frase con la que se inicia el segundo capítulo (?Lo que nos había extraviando a Lila y a mí esa noche era la extensión sin accidentes del aburrimiento?) es ya otra cosa: lo que señala el límite lingüístico de B & F o, para decirlo de otro modo, la combustión que provoca el choque entre dos fuerzas estéticas sino antagónicas, por lo menos diferentes: ese enunciado excede por completo (por su sintaxis, por su significado) lo que B & F ha producido literariamente.
Además, lo que propone
Yo era una chica moderna es algo así como una teoría del campo estético en una ciudad como Buenos Aires: de allí los anacronismos deliberados que hacen coincidir el comienzo del siglo XXI con los años sesenta del siglo pasado: casi como si se tratara de subrayar continuidades y rupturas o de interrogar por qué Buenos Aires sigue siendo una de las grandes capitales artísticas del mundo. No es Aira el primero en hacerse esa pregunta, pero lo que sí es seguro es que su enigmática presencia entre nosotros es una de las claves para explicar ese fondo permanente de imaginación que nos salva de todas las melancolías: sin su obra y la de pocos otros (pienso en Arturo Carrera, por ejemplo), nos aburriríamos mortalmente.
En la obra de Aira abundan las referencias a nuestra realidad más inmediata, tratados como pormenores lacónicos de larga proyección semántica: cartoneros, ?viejos putos?, albañiles, las últimas novedades del posestructuralismo. En
Yo era una chica moderna aparecen, como si nada, las ?empresas privatizadas? en una de las cuales la narradora trabaja. No hace falta decir mucho más (Aira lo sabe), porque en relación con eso ya está todo dicho y es el Estado, en todo caso, el que debe pronunciar palabras más o menos graves en relación con esas empresas, nunca el arte.
En el fondo hay un gesto balzaciano en el proyecto de Aira: contarlo todo, no dejar nada sin relato o sin explicación, porque, como termina diciendo
Yo era una chica moderna: ?Hay que mirar para adelante, y seguir intentándolo. Las cosas sólo salen bien por casualidad?. Es lo que hace de esta pequeña obra maestra algo bien distinto de ese texto monumental y al mismo tiempo sombrío que fue
Cumpleaños, donde parecía plantearse un camino sin salida posible. Diferencias de humores, pero también diferencias de contexto. Y diferencias en el uso de la primera persona.
Aira ha usado muchas veces la primera persona narrativa, pero no siempre el procedimiento significa lo mismo: en
Cumpleaños (su novela milenarista), tiende a identificar totalmente al narrador con lo poco que sabemos sobre su figura pública. En
Yo era una chica moderna, por el contrario, el procedimiento se acerca más al de
Cómo me hice monja: única garantía de la ficción más pura y más delirante.
Por supuesto, todo puede ser una alegoría sobre cualquier cosa porque Aira gusta mucho de las alegorías. Uno de sus últimos libros,
La princesa primavera, utiliza el mecanismo formal de la alegoría para exponer una teoría sobre la traducción y la literatura chatarra (y no mucho más).
Los dos payasos, recientemente reeditada, como han señalado muchos lectores, es una alegoría de su relación con Osvaldo Lamborghini: órdenes mudas, obediencia ciega y mucha desinteligencia. En
Yo era una chica moderna, Lamborghini también aparece, esta vez apenas maquillado bajo el nombre Osvaldo Lapergáudegui, para contar una historia que funciona como parodia del naturalismo sentimental (lo mismo que tanto se ha dicho del magistral texto ?El niño proletario?).
Tensión, entonces, entre la voz del autor y la voz del personaje-narrador. Tensión en relación con la primera persona. Pero también tensión entre la alegoría y el naturalismo (esas dos plagas de la literatura argentina). En esas tensiones se instala César Aira (y en este libro lo hace con gran comodidad) para regalarnos un episodio más de la vida moderna.