Ella, una de las mujeres más lindas de la historia del cine, una belleza pesada que ha conocido todos los excesos, está sentada en un bar de mala muerte en una playa seguramente latinoamericana, como si estuviera en alguna
piazza esperando su capuchino, perdida, ignorante de lo que sucede, sin saber la profundidad moral de su hundimiento. La acompaña un hombre. O mejor dicho: ella acompaña a un hombre. Su trabajo es acompañarlo y -lo sabremos al final de la truculenta pieza de Tennessee Williams
Súbitamente el último verano- servirle de pantalla para sus cacerías homosexuales. Presa como está de una vida falsa, ella no ve las manos de la miseria, pidiendo (reclamando) detrás de una alambrada. Elige no mirar esos cuerpos deshechos de rencor, pero no puede no oírlos gritar, aunque no los comprenda. Hay una tensión en su cara y en la mano apoyada sobre su pecho y esa tensión expresa como ningún otro signo los dramas de la conciencia que el Arte del siglo xx utilizó como motor. De algún modo, ella comienza a comprender el papel que juega en la tragedia de ese hombre, hasta dónde sería capaz él de llegar para satisfacer sus apetitos y el valor de un par de monedas en un país subdesarrollado. Lo que ninguno de los dos ha calculado -es 1959, y
Súbitamente el último verano comparte estrellato fotográfico con el ascendente Fidel Castro- es el furor de esos cuerpos al borde de la humanidad, fuera de cuadro. Esos que terminarán por matar al hombre a pedradas y devorarán sus restos, en un acto que relaciona canibalismo, lucha de clases y deseo tan melodramáticamente como ninguno de los herederos de la imaginación barroca y el extraño sentido del humor de Tennessee Williams -Almodóvar, Fassbinder- se hubieran atrevido a postular. La tragedia envuelve a esa mujer atrapada en una red de mentiras ajenas. El pecado de todos los personajes involucrados en el drama es precisamente la frivolidad: haber quedado presos en un sistema de convenciones ajenas, de los otros. Sólo un milagro (la verdad) salvará a la bella de la cárcel o la lobotomía. A los otros, no los salva ni Castro.
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