sábado, 25 de julio de 2020

Sánguches de realidad

Por Daniel Link para Perfil

La televisión argentina es vergonzosa casi siempre, pero en los últimos días ha sobrepasado su límite de ignominia. Si cada país tiene la televisión que se merece, habrá llegado la hora de pensar en una refundación televisiva sobre nuevas bases.
Confinados durante los últimos cuatro meses, hemos mirado televisión, cómo no. Los talk shows del mundo -Ellen DeGeneres, Jimmy Fallon, Graham Norton el único que seguimos)- se adaptaron a los rigores del distanciamiento.
En Buenos Aires todo siguió más o menos igual, con competencias, discusiones y payasadas en estudio que, naturalmente, precipitaron los contagios y la “activación de los protocolos” en todos los canales. Los periodistas y entretendedores no dudaron en seguir escupiéndose las mismas imbecilidades a la cara. Y después, libraron todo al funcionamiento de las plataformas de videoconferencias, con los lamentables resultados del “no se te escucha” y el “te llamamos de nuevo”. En momentos de tanta preocupación por “la vida”, nadie pensó que “el vivo” es el enemigo mortal de la eficacia.
Graham Norton, por su parte, tuvo que hacer lo mismo, pero ninguno de sus entrevistados tuvo nunca una luz inadecuada, e incluso puso guionistas para enhebrar las diferentes partes de su show. En la misma BBC, dos monstruos de la pantalla, David Tennant y Michael Sheen (acompañados de sus esposas y con la presencia de Judi Dench propusieron en Staged una deliciosa reflexión sobre el actuar y el vivir en tiempos de confinamiento). Pensaron algo, en lugar de entregarse a la inmediatez de las propias carencias, como acá, donde lo único que importaba era si habría Bailando.
Luego la TV tocó los límites de lo intolerable cuando salió masivamente a defender al asesino Jorge Adolfo Ríos, que remató a un ladrón tirado en el suelo. La justicia decidirá su pena, pero que mató, mató. Con esa vida se fue nuestra paciencia al Bernisagge televisivo.




domingo, 19 de julio de 2020

La edad de oro

Siglo XX: GRANDES EXITOS VI

Entre los muchos progresos que el siglo XXI ha realizado respecto de su precedente, no se cuenta el de haber podido construir clásicos literarios de la misma envergadura que los del siglo XX, por su potencia estética, su osadía de pensamiento o su radicalidad política. El almuerzo desnudo de William Burroughs no es sólo un radical experimento de fuga de la literatura sino el texto que surge como efecto de una virología.

Por Daniel Link para Perfil

Hay que empezar por pensar lo que Burroughs no es. El gran arte pop, del que Williams Burroughs (1914-1997) es un contemporáneo, fue un fenómeno acotado a un territorio, la costa Este de los Estados Unidos, más allá del cual hay otros que definen lo beatnik, entendido como la fuga, la huida a través de la carretera hacia el Oeste, atravesando todo el territorio norteamericano, por un lado, y por el otro, la fuga hacia Oriente (Marruecos, India) y, también, América Latina. Las caravanas beatnik: las novelas y peliculas de camino, San Francisco (la constitución de la primera metrópoli gay de los Estados Unidos), el flower power, las huidas hacia México y otros paises latinoamericanos en busca de “la droga” (el pexote, etcétera) y la Iluminación.
Hacia mediados de la década del cincuenta, los más prominentes miembros de la beat generation sumaron sus excéntricas energias a la vanguardia poética californiana, conocida como San Francisco Renaissance, una de cuyas centrales de operaciones fue la libreria City Lights, cofundada en 1953 por el poeta Lawrence Ferlinguetti y que dos años después ya editaba libros, el más famoso de los cuales sigue siendo Aullido de Allen Ginsberg. En 1967, el barrio Haight Ashbury convocó a diez mil jóvenes de clase media de todos los Estados Unidos, reunidos en un "Verano de amor" atravesado por cuotas iguales de deseo sexual y de flujos de energia liberados por drogas alucinógenas. Muchos de los que fueron a pasar un verano orgiástico decidieron asentarse: hicieron casa, plantaron sus banderas, establecieron sus negocios y empezaron a realizar sus intercambios.
En 1979 el grupo Village People lanzó un disco sencillo que pasó sin pena ni gloria, Go West, que en 1992 los Pet Shop Boys lo lanzaron como cover y con el cual acostumbraban cerrar todas sus presentaciones en vivo. Entre las diferencias entre la versión de Village People y la de Pet Shop Boys se destacan la progresión de cuerdas tomadas del Canon en Re Mayor de Johann Pachelbel y una estrofa nueva, según la cual "Ahi donde el aire es gratis/ seremoslo que queramos ser/ y si además nos alzamos/ encontraremos nuestra tierra prometida".
Deberíamos entender la literatura beatnik y la vida beatnik como experiencia ligada con el viaje, la revuelta juvenil y el abandono (de si). Hay que tener eso en cuenta cuando se lee El almuerzo desnudo (1959).
El proceso de publicación de Naked Lunch (escrita en Tanger en los años previos) debe mucho al mito, pero si hay que creerlo la novela fue “compuesta” según el método del "cut-up" de inspiración vanguardista. Todavía en Tanger, Paul Bowles manifestó su asombro ante el libro que estaba escribiendo Burroughs, cuyas páginas estaban tiradas por el suelo sin ton ni son. El primer ordenamiento fue responsabilidad de Jack Kerouac. Luego, el editor Maurice Girodias le dio a Burroughs diez días para preparar el manuscrito antes de la composición de las pruebas de imprenta. Burroughs envió el original, distribuyendo las partes sin ningún orden preconcebido. Cuando el libro se publicó, declaró que era mejor que la versión original. Los derechos internacionales a la obra se vendieron poco después y Burroughs usó el anticipo de 3.000 dólares de Grove Press (equivalentes a 26.000 dólares actuales) para comprar drogas (probablemente sea otro mito, pero el gesto importa más que la verdad). Naked Lunch fue portada de la revista Life en 1959, como hito de la creciente producción beat.
En el (extrañísimo) “Prólogo” que Burroughs agrega
al libro se habla de “la Enfermedad”: la adicción a la heroína, bajo cuyos efectos fue integramente escrita la “novela” Naked Lunch. Fuera de la Enfermedad (asociada con el consumo de opiácios) quedan los demás consumos de drogas recreativas sobre los que Burroughs es decididamente tajante, no constituyen Enfermedad, sino un tipo de agenciamiento diferente: “Todos los que utilizan alucinógenos los consideran sagrados —hay cultos del peyote y la bannisteria, cultos del hachís y de los hongos («los hongos sagrados de México permiten al hombre ver a Dios»)—, pero nunca nadie ha sugerido siquiera que la Droga sea sagrada”.

Si es cierto que el texto podría leerse como un protocolo de la experiencia de la heroína, hay en ese libro suficientes datos que lo alejan de esa inmediatez o que la convierten en una opción formal (por lo tanto estética y, en definitiva, política).
La pregunta que Naked Lunch nos formula con una radicalidad desconocida hasta ese entonces no es tanto si ese libro participa o no de la literatura, sino qué sería una literatura (entendida como un sistema de normas, valores y funciones) de la cual puede participar un libro como ése. En este punto, habría que preguntarse si podemos evaluar un libro tan radical como Naked Lunch a partir de antiguas ideas de belleza o a partir de antiguas ideas morales (incluidas las ideas de la vanguardia). Hay una tensión infinita y una distancia también infinita entre, por ejemplo, la escritura de Lolita y su política de la transgresión y la escritura ascética de Naked Lunch, sobre todo teniendo en cuenta la experiencia literaria que patrocinan, el tipo de juicio que demandan de nosotros y el tipo de monstruosidad que convocan.
¿Qué significa el título
Naked Lunch? Burroughs dijo: “No tengo un recuerdo preciso de haber escrito las notas publicadas ahora con el título de El almuerzo desnudo. El título fue sugerido por Jack Kerouac. Hasta mi reciente recuperación no comprendí lo que significaba exactamente lo que dicen sus palabras: Almuerzo desnudo: un instante helado (“a frozen moment”) en el que todos ven lo que hay en la punta de sus tenedores.
Ese “instante helado” puede considerarse como el equivalente a la
polaroid de Warhol. Más allá de esa analogía y de lo que quiera decir para la conciencia del adicto recuperado (Junkie: Confessions of an Unredeemed Drug Addict fue
la primera novela publicada por Burroughs con el seudónimo William Lee en 1953), “almuerzo desnudo” connota orgía, festín (de hecho, alguna traducción optó por “Festín desnudo” y así se llamó en castellano la horrenda adaptación al cine perpetrada por Cronenberg).
Para nosotros, hoy, William Burroughs es sobre todo un inventor de cualidades de vida (la enfermedad, el virus). Inventa la noción de heavy metal, término que apareció por primera vez en la novela La máquina blanda (1962), donde el personaje Uranian Willy es descripto como "el Heavy Metal Kid" (posteriormente reutilizó el término en su novela Nova Express de 1964). Es también el inventor del Tejido Orgánico no Diferenciado (una variación del Cuerpo sin Órganos que mucho antes había propuesto Antonin Artaud como salida a las sociedades de control).
Y es sobre todo, y por eso conviene releerlo hoy mucho más que a Camus, el inventor de la “revolución electrónica”, donde hace funcionar la vida en relación con la lógica viral: “El virus de la mutación biológica está contenido en la palabra. Liberar a este virus de la palabra podria ser más peligroso que liberar la energia del átomo. Porque todo el odio todo el dolor todo el miedo toda la lujuria están contenidos en la palabra. Quizás tengamos aqui en estos tres grabadores [el simio macho, la hembra gimiente y Dios o la Muerte] el virus de la mutación biológica que antes nos dio la palabra y que desde entonces se ha escondido detrás de la palabra. Y quizás tres grabadores y algunos buenos bioquimicos puedan liberar esta fuerza”.
Si del virus no se sabe si está vivo o no, ni si es humano o no, lo mismo puede decirse del lenguaje, y Burroughs escribe como consecuencia de esa imposibilidad de decir, para liberar el virus y generar una mutación por contagio.
En su momento, parecía cosa de dandy o de drogado. Pero la mutación antropológica nos alcanzó, y ya nos abraza con sus tentáculos electrónicos.


 

sábado, 18 de julio de 2020

La voz (queer) del cielo latinoamericano

Manuel Puig o el prodigio de ser popular y a la vez vanguardista 
por Daniel Gigena para La Nación

Manuel Puig (1932-1990), quizás el gran novelista argentino, supo unir vanguardia y popularidad. Esa lección, en un país donde la literatura perdió lectores de manera significativa, no es menor. Tanto Graciela Goldchluk, a cargo del archivo de Manuscritos de Manuel Puig y especialista en su obra, como el escritor Ricardo Piglia, señalaron que Puig empezó a escribir "después" de Borges, sin asumir su legado. A diferencia de otros narradores, como Juan José Saer o Rodolfo Walsh, él lisa y llanamente lo ignoró. Goldchluk cuenta que durante un encuentro con estudiantes alemanes, cuando le preguntaron si hablaba con su padre, Puig respondió: "No, porque yo no le entendía el código para nada". Mientras que el autor de Ficciones construía su prestigio mediante un sistema de referencias legitimadas (de Cervantes a Poe), el escritor nacido en Coronel Villegas experimentaba con los géneros desechables de la cultura de masas para poner en marcha su maquinaria narrativa.

(continúa)
 

Tema del sabio y del héroe

por Daniel Link para Perfil

Hace unas semanas (o varios meses, quién sabe) escuché al Dr. Fernán Quirós referirse a si mismo como “nosotros, los líderes” (ese predicativo retuvo mi atención a tal punto que no estoy seguro del resto pero creo que continuaba diciendo: “tenemos que llevar tranquilidad”). Con el correr de las horas (o los años) acepté que el Dr. Quirós es, efectivamente, un líder de nuestro tiempo, y que lo seguirá siendo durante los tiempos de la Neue Tranquilität que se avecina.
Ya se oyen las desgarraduras del encierro, la Patria se despereza para reorganizarse, surgen los cuatrocientos noventa protocolos que debemos a los sabios de Quirós. Nos dicen que se avecina una nueva fase. ¡Estamos listos para salir al ruedo! Y ya las masas corean: “¡Santa trazabilidad, Fernán!, Holly distance!”.
Como yo soy un poco afásico, hemos decidido complementar los protocolos metropolitanos para la próxima fase con nuestras propias normas y gadgets. Por lo general, usamos con regularidad un frasco con vinagre, un termómetro y un oxímetro-saturómetro que tenemos a mano. Pero con la apertura habrá que tomar precauciones adicionales.
Por fortuna hay un héroe de nuestro tiempo al cual recurrir. Hemos instalado en la casa donde pasamos la cuarentena y donde ejercitaremos la Neue Normalität un reflector que apunta al cielo. Lo hemos probado, tarareando con ritmo de twist: “tararararara-rarara-rarará-¡Berni!”, Y bajamos la palanca.
La Berniseñal funciona a las mil maravillas. Un héroe armado montado en su moto se imprime contra la noche sola. ¿Vendrá? ¿Acudirá a desatar los nudos, a proveer al desprovisto, a ordenar lo desordenado y a despertar a quien duerme?
Lo imaginamos descolgándose de los techos con su bernisoga, o saltando desde un bernicóptero. Sabemos que con él vigilándonos podremos dormir tranquilos. Y con los protocolos de los sabios de Quirós podremos vivir tranquilos.
¿Qué más podríamos pedir? 

miércoles, 15 de julio de 2020

lunes, 13 de julio de 2020

Neue Normalität




Lockdown

por Daniel L. Link para Five on the fifth

I teased the window open a few millimeters, my eyes on the green LED indicator mounted on the sill. That's as far as I could get it open without the perimeter light switching to red. The breeze rushed through the tiny gap, making the lace curtain flutter, then billow, bringing with it the acrid odors of burned wood and plastic, and more. The fires had been out for hours, but the piles of ash and twisted metal still smoldered, still sent pillars of gray and black smoke into a leaden sky.
"It stinks, Mama." Rosalie's fingers tugged at my shirt, leaving two tiny dots of sweat on the fabric.
"I know, sweetie. Hang in there. It always gets better after a few days."
"I don't want to wait a few days. Make it stop now."
"You know I can't do that, honey."
It was five steps to the window. I crossed the distance, my legs growing heavier with each step. The breeze had gone, and the curtain hung slack, obscuring the scene beyond. Rosalie followed behind me, her own steps tentative.
"Just close the window."
"That wouldn't do any good. You know that."
As I reached for the curtain, Rosalie touched me, making me jump. Her eyes went from me to the window then back to me. I squatted down to her level.
"Are you sure you want to see?"
The struggle between her fear and curiosity played out across her face. She held her breath and her lips became a tight line. My daughter gave me a heartbreaking nod and I flushed with a mix of pride and terror that I wouldn't be able to protect her forever.
I pulled back the curtain, and together Rosalie and I looked out onto the street below, and the remains of the old three-story Colonial that had been the Ranberg house. The one next to it was gone, too, the Tuckers, but I couldn't see anything past that from the window.
"They were all in there?"
The hope in her eyes was a stab in my heart, an indictment on me as a mother.
"Of course, honey."
"Maybe Suzie got away."
She said it without conviction, the hope that she'd felt already gone. We stood there together, transfixed by the blackened ruin of our neighbor's home. The sodium-vapor streetlight didn't illuminate much, but I could make out the lump of metal that had once been the refrigerator, the skeleton of a bicycle, the burned-out husk of the car Nick had taken to work every day until the quarantine.
"What was that man saying?"
I had hoped she hadn't heard. She had been in bed when he came. Damn that big bell he clanged on.
"He was talking crazy."
"What did he say?"
"He said something that didn't make any sense." It's not real. None of it's real.
"But he was outside."
"Yes, he was."
"How did he get outside?"
"I don't know, baby."
When she tugged on my sleeve I took my eyes off the window. She looked up at me with a haunted expression no six-year-old should have.
"When can I go outside, Mama?"
"When this is all over."
"When's it going to be over?"
I didn't have an answer. Rosalie's brown eyes watched me as she waited, but then she took my hand and turned back to the window.
"It doesn't smell as bad here."
She was right. I closed my eyes and sniffed the night air, and I could almost believe it was only the smell of burning leaves. Standing there at the window, the cool air on my skin, my daughter's hand in mine, I wanted to keep my eyes shut forever and pretend.
"When are they going to come back?"
"Not for a while, I guess. They never come around again right away." That satisfied her. She dropped to her butt on the windowsill and let the air wash over her, and in that moment she looked older than her years. I sat on the floor beside her and she played with my hair. She'd twist a lock around a little finger, tight, trying to make it curl, always disappointed when she let it go and it hung limp again within seconds.
The fingers stopped and her breathing slowed. I scooped her up and carried her to bed. It wasn't her usual deep sleep. Her eyes fluttered open as I pulled the covers over her.
"Goodnight, baby." I kissed her brow.
Her eyes popped open and she squirmed into a sitting position. "When are they going to come after me?"
I lowered her back in the bed and stroked her cheek. "Hush now, girl. Don't talk like that. They're never going to come after you."
"Why not?"
"Because you're not sick."
"Suzie wasn't sick."
"No, but her Daddy got sick." I smoothed her hair. "They had to take precautions."
"What if you get sick?"
"That's not going to happen." My hand went unconsciously to the insulin port in my stomach, an inch to the right of my bellybutton.
I lay beside Rosalie and hugged her to me, unable to get enough contact between us. She wriggled close and fell asleep in minutes. I'm not sure when sleep came, but I woke up exhausted, shaking in the aftermath of dreams I couldn't remember.
The smell had gotten worse overnight, and when I closed the window it didn't get any better. The faintest wisps of smoke were still rising from the ashes of the Ranberg place. I wanted to do something to take Rosalie's mind off the day before, but I couldn't focus long enough to think of anything. I decided to start with breakfast.
A quick check of the shelves and the fridge told me it was time to do some shopping. I punched the screen on my tablet and checked off the items I needed. When the order was finished, I grabbed my skillet and waffle iron and put on my apron.
The groceries would be a few minutes arriving, so I tuned in to the news. The screen came to life with the all-too-familiar scene that was playing out all over the world. The broadcast was from New York, and the men wore bright green suits instead of the yellow the men here wore, but the fires were the same, and the burning bodies. The ticker across the bottom of the screen gave tally of the statewide dead, listing them in alphabetical order. Virginia - 2186, West Virginia - 1889, Wisconsin - 1108, Wyoming - 245, Alabama, 1660, and on in a never-ending loop that climbed as steadily as the columns of smoke outside.
"Why are you watching that?"
I spun, surprised, feeling like I'd been caught at something. The screen took a second to shut off, only going dark when I slapped the remote against my hand to bring it back to life.
"Morning, baby." I smoothed my apron and forced a smile. "How did you sleep?"
"You said it’s only good for bringing you down."
"It is. It's just a bunch of bad news."
"Then why watch it?"
Rosalie was at that age when she had questions about everything. I knew that it meant she was intelligent, that she was trying to learn about the world around her. She was getting too good at asking the right questions, though, and I was running out of ways to avoid answering.
"I keep thinking one day they'll have some good news for us."
"Like a cure?"
The buzz of the bell snapped us both to attention.
"Groceries." A little laugh escaped me. "Somebody's making waffles."
She grinned and ran to the door.
The green light flashed once I punched in the code, the hiss of air filling the space as the steel door opened inward. I couldn't see any of the man's features through the mask. It wasn't the usual that covered only the mouth and nose, but a full-on breathing mask that started at his forehead and ended at his chin. He wore thick yellow gloves that looked comical, like the ones some people wore when washing their dishes.
He set two sealed sacks in the foyer, then a bucket with a blinking LED light on the lid. Last, he put the plastic cartridge that held my insulin. He gave a little wave that I thought was for me until I felt Rosalie by my side and saw her hand pressed against the Plexiglas divider. He closed the foyer door and was gone. The light on the divider turned red and the foyer filled with what looked like steam. It filled the eight-by-six vestibule until it was a pearlescent white and I couldn't see the groceries. The vents came on and in seconds the fog faded to a mist, then was gone. The light on the divider turned green and I pushed the button to raise it.
"Can I get it?"
"Of course, baby."
The trip from the door to the groceries was only a few steps, but it was as close to being outside as she'd come in years. It made me painfully aware of the life that she'd been robbed of, the normal childhood she'd never have. She bounded back in with one of the bags, leaving the other and the bucket for me.
"Who will I do my lessons with now that Suzie's dead?"
The question startled me, if not for the obvious sadness than for its bluntness, its lack of a euphemism. Only six years old, and dead was dead.
"We’ll check the registry. There are other kids to do your lessons with."
"But we won’t be neighbors."
"No, probably not."
“And I won’t be able to see her in the window.”
“I know.”
“Who will play with me if I’m the only little girl left?”
"Oh, sweetie." I dropped to a knee and hugged her tight to my chest.
"There's always going to be little girls in this world, and they all would love to play with you."
I thought of the news ticker, the numbers climbing every day, and wondered if I was lying.
We ate our waffles. I put a few blueberries on mine, but for Rosalie it was chocolate syrup and peanut butter. I made eggs and bacon and potatoes, and we ate until we couldn't anymore. It was two days' worth of my grocery allowance, but I couldn't help myself.
We listened to music while we cleaned up our dishes. An older song reminded me of a happier time and hit me with that bittersweet nostalgia that only music can. When we were finished I set Rosalie in the living room with a math and science lesson on her tablet. It was one of the individual lessons; I would wait a few days before trying to find her another study partner.
The food weighed heavy on my belly and I found myself in a malaise that wasn't altogether unpleasant. I was drifting off when I heard something and felt a vibration in my chest that started as a low rumble.
The place shook as the jets screamed past, the rumble becoming a pressure that made me feel like something was trying to tear its way out of me. The pressure released as the Doppler effect crested and the sound receded, and I shot to my feet and ran for the window. Rosalie was already there.
"Pick me up."
She was plenty big enough to do it herself, but I hoisted her onto the sill, holding tight to her shoulders even though the window was only open a crack. We tried to spot the jets, but the southern sky was empty, blue, and clear. I expected to see sets of contrails, evidence of their passing, but there was nothing.
"There."
Rosalie saw it first, stabbing a finger at a point so far away it was nothing but a black dot. I thought it would disappear, but it didn't. It grew larger, then split into two, then a third, and a fourth. They moved, silent and slow across the sky, their advance taking so long I wondered how they stayed aloft. When they got close, however, they seemed to pick up speed. One moment they were crawling along quiet as ghosts, the next that pressure started to build and they burned across the sky as hot and terrifying as last night's fires.
They flew over top of us and out of sight. We ran to the other side of the apartment and tried to spot them from the kitchen window, but the Smith place was in the way, and the sky over the empty lot where the Platt's had lived revealed nothing.
Rosalie's mouth opened wide enough for me to see the dark space where she'd lost her latest tooth. We stared at empty sky long after the thunder of their engines faded, waiting for them to come back. They didn't.
She turned from the window and made her way back to the kitchen, her steps slow and reluctant. "What were they doing here?"
"I don't know, baby."
I wondered for a moment if we were being invaded, but that didn't make sense. If we were attacked by another country, they'd surely start on the coasts, the big cities, and that would have made the news by now. The thought made me run to the television.
The top story was the only story, the same one that had been running for three years and had taken our personal freedoms one by one—our right to travel between countries, to have children, to marry. Then they took away the outside world. The ticker at the bottom showed the new numbers. California - 48,938, Colorado - 9,862, Connecticut - 4,005.
Two hours later the coverage changed, cameras focused not on a couple of burning houses but on an entire town, a country village built into the hillside that was an hour away when we were allowed to drive. It had all been flattened, every building a smoking ruin. The curve of the hill was familiar, but I wouldn't have recognized the blackened mass of bombed-out rubble if the caption under the feed wasn't there. 13,000 dead in Beldon. Contamination believed contained.
"They burned a whole town?" Rosalie was in the doorway, her tablet in hand. "That's a whole town?"
"We don't know all the details yet, sweetie."
She backed away from me, shaking her head. "They're going to kill us, too, aren't they?"
"No." I charged toward her, my voice low and cold. "That is never going to happen."
"You can't say that. You don't know."
"I do know, Rosie. I know that I'm never going to let anything happen to you."
"This happened because of that man, didn't it?"
I held her to me and rocked her and told her not to worry, but the image on the screen and the echo of the man's words made all my platitudes ring hollow. They're putting us in cages and deciding who lives or dies.
The voice on the TV went on to speculate how the destruction of the town was carried out. I turned it off, shivering. I didn't need to speculate. I'd seen those jets, and I imagined if I'd been looking close as they streaked by the second time, I would have noticed some missiles missing underneath those gray steel wings.
Rosalie wasn't her chatty self the rest of the day. The apartment felt too large without her voice and her laughter filling it up, hollow. I wanted her to talk, even if it meant more questions I couldn't answer.
The silence was instead broken by the sound of a bell. It rang once, then twice. By the third ring Rosalie and I were both at the window, looking down at the street below. We heard his shouts before we saw him.
"The government is lying to you."
The voice was closer than it had been last night. He couldn't be more than a block away.
"They're keeping you imprisoned until they've decided how many of us have to die."
We checked the dining room window, but he wasn't out there, and his voice was even further away.
"Don't just sit there like fools, waiting to die. Come with me. There are more of us every day."
A voice rang out above me. "You're the damn fool. You're going to get us all killed." I recognized Ada Webley, the old lady two floors up, the one who taught me the trick with the window. "Now get on out of here before I report you."
"Your threats can't hurt me, old woman. You report me, you know what will happen. Someone in Beldon reported me."
Ada's silence proved the emptiness of the threat. His answer was another clang on the bell.
"Come with me. Break out of those prisons."
Rosalie pointed as he came into view. "Down there."
He wore black and stuck to the shadows, but there was enough light from the streetlights to give him away. The bicycle he rode was silent, and he rode slow, his eyes darting from one lighted window to the next. When he came to ours, he stopped.
"You, ma'am. You have a child. Do you trust those charlatans with her life?"
Rosalie turned to me, his question mirrored on her face. I stepped back from the window.
"Hiding won't help you. It didn't help your neighbors."
I was shaking, so gripped with fear that I had to clench my teeth to keep them from chattering. "Go away."
He stepped closer, close enough to see his face in the light. He wore no mask, no gloves. Rosalie gasped. He was a plain man, but he was the first man she'd seen without a mask since the quarantine.
"I will go away, but I would prefer not go alone. They'll be back soon." He looked up at other windows, letting everyone get a good look. "They could be on their way now. I'll take you someplace safe, someplace they don't know about."
"There's nowhere they don't know about." I hadn't meant to speak, but the words poured out of me in a torrent of bitterness and frustration that I'd held back for too long. "I can't even leave without them knowing."
"You calm down now, dear." It was Ada again, her voice stern and full of warning. "You don't do anything that's going to get us all killed. All we have to do is stay inside and wait."
"Wait for what?" He turned in his seat. "What is it we're supposed to be waiting for?"
"A cure."
He laughed a mirthless laugh and rode a little further up the street, facing the next building. "Have you ever seen anyone get sick?"
"People are getting sick all the time." Ada sounded like she was trying to convince herself. "Look at the numbers on the news."
"But have you ever seen anyone who has it?"
Again, she had no answer. I thought of her upstairs, alone, at least seventy-five years old. What chance would she have if she ran away with this man? She had no choice but to wait, and to hope.
I stayed in the window, Rosalie squeezing my hand until our palms were thick with mingled sweat. He looked back at us once more before riding away.
"Think about it. I'll go to the end of the next block, then come back."
When he'd been gone a few minutes I pushed the window open a hair more. The green LED on the sill blinked a few times in warning, but it didn't turn red.
"Ada. Ada are you still there?"
"What do you want, child?"
"He's right. I have to think about my little girl."
No response came from above.
"I've never seen a sick person, not in real life. They don't even show them on the news anymore."
"What do you think? You think they just made all this up? For what?"
"They burned a whole town today, Ada."
She moaned, and the sound carried a lifetime's worth of remorse and fear.
"What would you do if you were me?"
I didn't expect her to answer, but to my surprise, she didn't hesitate.
"I'd run. I'd take my little girl and run."
It was what I wanted to do, but what would happen then? Could I doom a whole town to save myself and my daughter?
The man returned, and Rosalie let go of my hand and waved to him. He smiled a sad smile and waved back.
"Have you decided?"
“What about medicine?”
“I’ve told you, it’s all a lie.”
“No.” I fingered the port, the familiar two-inch reminder that my life was never entirely my own. “I take insulin. It comes with the shipments.”
“I can’t help you with that.” He spotted Rosalie and looked away. “I’m sorry.”
He waited while I packed bags. All the groceries, blankets and clothes I could stuff into three bags and a rolling suitcase. He assured me it would be enough. He stood in shadow on the street below while I talked Rosalie through it.
"You need to learn everything you can. Don't trust anyone. Be ready to run at the first sign of trouble."
"It's okay, Mama. Don't worry."
"There will be boys. Always watch out for boys. They can't be trusted."
Tears streamed down my face as I ripped the back off a picture frame, the collage of me and Rosalie. I stuffed them into a bag with her clothes and I worked my ring off my finger and dropped that in as well.
"Mama, why are you crying?"
"We don't have long, ma'am." The voice came through the window and broke the tension for a second.
"Almost ready."
The bags were too much for Rosalie to carry, so I put the backpack over her shoulders and dragged the rest to the foyer. She hunched under the weight, gripping my hand as I pressed the button that activated the vestibule door.
The light went red when we stepped in, but I didn't bother waiting for the decontaminating mist. We pushed through the door to the stairwell and a klaxon sounded, deafening in the small space. The door slammed shut behind us.
We ran down the steps and out the front door, the building's lights and siren sounding our escape for the entire town. All the faces that had been too afraid to appear in their windows were there now, staring down at me. The Smith kids, old Mr. Ledbetter, Dr. McCauley, my dentist. They had known me for years, had watched Rosalie grow, yet their eyes still burned with fury. They didn't scream or pound on the glass, but their silent accusation was somehow more damning. Ignoring them, I shoved Rosalie in the man's arms.
"They'll be here soon. Go!"
He wrapped his arms around Rosalie and I dangled one of the bags off the handlebar of his bike. The other was too big.
"Leave it. We'll have everything she needs."
I knelt and withdrew the photographs and the ring and shoved them at the man. "Make sure she gets these when she's old enough. Promise me."
"I promise."
There was a change in Rosalie's eyes when she understood. One moment she was limp in his arms, the next she was kicking and screaming along with the cries from the people above, her "Mama, no," mingling with their accusations.
"Go with him, baby." I kissed her as she flailed, my hand on her cheek, my thumb rubbing her tears away for the last time. "Mommy loves you."
Her screams faded as the man ran with her and the bag down the road, abandoning the bike. When I couldn't hear her anymore, I slumped against the wall, my legs failing to support me. When I got to my feet, I could feel the watching eyes on me as I picked up the bike and walked it back to the apartment building. The siren had stopped, but the lights still flashed out their signal.
I climbed the steps, past my apartment to the buzzer for the fourth floor. Across the plexiglas walled foyer, Ada opened her door and buzzed me in. I waited while the fog filled the chamber, trying to hold my breath. When it cleared, she opened her door and took me into her arms.
We sat in her living room, holding hands while I cried over my daughter, and she cried over whatever she was most afraid of losing, or had already lost.
"It's okay, child."
She kissed my brow and rocked me and we waited there together, listening for the sound of approaching jets. 

THE END

sábado, 11 de julio de 2020

La restauración

Por Daniel Link para Perfil

Uno de los muchos grandes defectos de Games of Thrones fue haber postulado una “Edad Media” sin catolicismo, como si se pudiera pensar un orden social sin el imaginario que le sirvió de fundamentación y de consuelo. Como el asunto narrativo se volvía insostenible sin el recurso religioso, en las últimas temporadas introdujeron un culto bastante fanático ante el cual hasta los soberanos debían rendir cuentas.
Pero la religión suscita las pasiones más apabullantes y más ominosas: la destrucción, la depuración, la aniquilación necesitaron siempre de ese componente irracional de la fe sin fisuras (o de su negación a rajatabla). La religión es siempre una religiosis (así como hay cuarentena y hay cuarentenosis).
En los últimos días nos hemos enterado de que una estatua de la Sirenita fue vandalizada: sobre ella se escribió la leyenda “Pez racista”. Quiero creer que la caracterización se refería principalmente al personaje de Disney (que toma el motivo de Andersen pero lo lleva hacia otro lado).
Yo, que alguna vez fui un sirenólogo febril y que he leído a Propp, a Bruno Bettelheim y a Greimas, he analizado mil veces los cuentos infantiles con una perspectiva crítica que destaca, por ejemplo, que “La Cenicienta” es el cuento del ascenso social, “Hansel y Gretel” es el cuento de la liberación respecto del poder maternal y “La sirenita” es el cuento de la desobedicencia al mandato paterno.
Puede comprenderse la ola de iconoclasia respecto de quienes promovieron un orden racista cuyo penúltimo mártir se llama George Floyd, pero es difícil colocar a la Sirena en ese mismo sitial de odio. “¿En qué sentido es racista la Sirenita?
En la historia de las ideas, la sirena era en principio un monstruo mitad mujer y mitad pájaro, víctima de la discrimación de los olímpicos (que despreciaban su canto). El catolicismo le agregó una segunda segregación al transformar la cola avícola en cola ictícola: la sirena medieval es ya la fuente del deseo sexual descontrolado y vicioso. Andersen excava en esa cantera y recupera a una Sirenita que desoyendo el mandato paterno, niega su condición física monstruosa (desclasificada) para humanizarse. Y Disney le da a la historia una vuelta de tuerca: la desobediencia no se paga con la muerte (Andersen), sino con la felicidad de un garche sostenido en el tiempo. ¿Qué debía haber hecho la sirena? ¿Obedecer al padre y salir de su cuarentena marítima sólo una vez al año para ver pasar los pájaros por el cielo?
El asunto parece trivial pero no lo es. Ciento cincuenta intelectuales (Chomsky, Margaret Atwood y Martin Amis entre ellos) acaban de publicar una carta donde deploran que, como rechazo del ultraliberalismo de derecha surja una posición igualmente autoritaria que, en nombre de valores progresistas, defienda la coerción, la censura y la persecución. La restauración del fanatismo religioso y nada más.


viernes, 10 de julio de 2020

La fiesta inolvidable

por Daniel Link para Soy



Sebastián Freire y yo firmamos contrato civil el 18 de marzo de 2011. Este año nos tocó “bodas de arcilla” y nos pareció que no queríamos caer en el barro, pero el que viene festejaremos nuestras bodas de aluminio (material maleable y resistente a la corrosión, ¡como nuestro matrimonio!).

El 18 empezó temprano, cambiándonos para el Registro Civil. Había, cómo no, atascos, y en un arranque de desesperación me bajé del auto, lo abandoné en medio de la calle y corrí hasta la calle Uruguay (vestido de blanco), dejando a mi marido con mi madre: que se arreglaran ellos. Yo no podía faltar a mi ceremonia. Mi apuro fue en vano. Una de las testigas, mi hija, llegó igualmente desesperada y el maquillaje arrasado por las lágrimas, cuando ya la jueza había empezado a hablar.

Cumplido el trámite societario, nos fuimos a Proa, donde la familia y ls más íntims habríamos de almorzar. En la vereda, mientras tanto, la araña de Louise Bourgeois se elevaba sobre sus patas. Intenté advertirle a mi marido (todavía no me canso de nombrarlo de ese modo) el funesto presagio que Maman representaba, pero estaba tan feliz que no quiso oirme.

A las 5 nos volvimos a casa para “dormir una siesta”. Fue inútil: ya se avecinaba la festichola nocturna. Nos duchamos, recogimos nuestros smokings, el Sebastiano gigante que habría de presidir la ceremonia, luces, manteles, golosinas para ls invitads.

A las 7 estábamos ya atrincheradas en la sala de novias del segundo piso del Club Español (capricho lorquiano del que no nos arrepentimos). Mi hija esta vez llegó temprano porque su entonces novio habría de encargarse de verificar que ls convidads cumplieran con el código de vestimenta (blanco y negro riguroso: plateado valía, dorado no) y fotografiarles en la alfombra roja. Después llegaron las muchas bebidas, los djs con sus equipos, el mobiliario alquilado, y el tiempo se nos fue volando.

El escenario estaba preparado para que Mario Bellatin nos entregara los anillos con su garfio de fiesta después de que leyéramos nuestros votos y él validara nuestro compromiso. Atravesamos el salón repleto, precedidas por dos diosas bajadas del Olimpo (Marlene Wayar y Susy Shock), que tiraban plumas blancas y negras a diestra y siniestra. Éramos cisnes drogados en nuestra propia felicidad.

Después empezó la fiesta, cada vez más tribal a medida que los efectos de Dios entre nosotras se dejaba sentir. Las primeras en salir fueron las tortas, portando las idem con forma de pastillas: Viagra, Rivotril y Éxtasis. Los valses (que habíamos ensayado con Juana Molina) fueron tres, el primero de los cuales fue la versión de “Hermana Marica” cantada por Paco de Lucía.

Esperaban turno los gogo dancers, con cara de orto para evitar (inútilmente) los asedios de Fernando Noy. No se negaron, en cambio, a los avances de una subeditora de este diario, cuyo nombre callaremos porque ahora es madre.

Hacia las 4 de la mañana llegó Dany Nijensohn, hizo apagar todas las luces y bailamos con el solo resplandor que salía de nuestros cuerpos. En el tercer piso había una fiesta de disfraces aparentemente malograda y pronto ls invitads se mudaron a la nuestra. Era fácil reconocerles porque no cumplían con el código de vestimenta. Manchas de rojo, verdes esmeraldas atravesaban cada tanto el campo visual del que nuestrs invitados desaparecían, refugiads en oscurisimos rincones.

Creo que a las 7 de la mañana había que terminar todo. En todo caso, a esa hora caminábamos con un grupo de amigos por la Av. 9 de Julio. Yo abrazaba tan fuerte a nuestro Sebastiano de yeso que le quebré un brazo.

¿Lo haríamos de nuevo? Por la fiesta, por supuesto. Agenden: jueves 18 de marzo de 2021. Elijan el viernes posterior para home office. No se suspende por cuarentena.


sábado, 4 de julio de 2020

El Sol la cresta dora

Por Daniel Link para Perfil



La descomposición de los Estados imperiales tuvo como componente imaginario las rebeliones nacionalitarias que se sumaron a la debacle económica después de la Gran Guerra.

Néstor Perlongher, con esa sensibilidad tan particular de la loca troska, llamó Austria-Hungría (1980) a su primer libro de poemas, que recupera un escenario crepuscular de guerra (los soldados que vuelven del frente) y la sedición sexual de las maricas. El nombre de ese libro es preciso y premonitorio, recupera toda esa mitología que uno hace” que, en palabras del Propio Perlongher, “tiene que ver con un ahora, con un presente”.
Por supuesto, nuestra Imperio Austrohúngaro tiene su propia Sisi, que entre nosotros se llamó Evita (“Si Elizabeth de Baviera viviera sería montonera”, cantábamos en nuestra infancia, allá en los prados de Córdoba, el corazón católico chetoslovaco donde hace pocos días se quiso arriar la bandera argentina para reemplazarla por otra, lo que provocó la ira de un grupo de argentinos viejos y largos videos en las redes como partes de una batalla inconclusa.

Más hacia el Oeste, donde la Patria porvenir encuentra refugio contra el viento helado en la Cordillera de los Andes, el 30 de junio será recordado como la fecha del “Grito de la Corneja”, el puntapié inicial de la revolución chetoslovaca: “No nos gusta separarnos, pero nos están obligando”. Las batallas de Portezuelo del Viento, que vienen siendo desfavorables a los mendocinos, soliviantaron los ánimos independentistas, que se afirmó primero en el folklore y las tradiciones locales, y luego comenzó a trazar su propia diplomacia (ya reclaman “calificación de riesgo”, “acceso de crédito internacional”, “inversiones internacionales”, no perjudicadas por las políticas centrales del Imperio del Plata.

Por supuesto, las famosísimas y decisivas Guerras del Portezuelo alinearon a las provincias de Río Negro, Neuquén, Buenos Aires y La Pampa en un cerrojo tan humillante como el Tratado de Versalles. ¿Cómo no iba a brotar de allí el nacionalismo cheto, una música cheta, una ópera cheta, una educación cheta? “Llevamos lo cheto en el alma” y “la Chetia será nuestra bandera” son ya canciones que todos los jóvenes entonan.

Mientras tanto, el gobierno central, provisto ahora de verdaderas hipótesis de combate, reestructuró sus agencias de espionaje y sus fuerzas armadas, para aplastar a los sediciosos que, justo es decirlo, me conmueven un poco.