Por Daniel Link para Perfil
Y sí, hermanes, quélevamohacé,
Borges está siempre ahí, es lo más a mano para explicarnos el
vértigo que nos domina. “Soy de un país vertiginoso donde la
lotería es parte principal de la realidad” dice (y al hacerlo hace
coincidir nuestra voz con la suya) el narrador de “La lotería de
Babilonia”, relato que ha sido leído como una alegoría del
fascismo (la movilización total), de la democracia (la posibilidad
de sustraerse a la fatalidad, a los dictados de las determinaciones),
del peronismo (“los agentes de la Compañía usaban de las
sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos.
Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada
cual, disponían de astrólogos y de espías” y “Los escribas
prestan juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar.
También se ejerce la mentira indirecta.”)
Como esas cabezas forman hoy para
nosotros parte de la misma Hidra, bien puede pensarse que el cuento
cifra una postulación metafísica sobre Argentina.
He aplicado la interpretación
babilónica a mi propio presente. La tirada de dados me favoreció
con una primera dosis de la vacuna AstraZeneca (su versión indiana).
No es que confíe más en su potencia de inmunización respecto de la
de, digamos, Sputnik. Eso supondría alguna razón, completamente
reñida con el azar. En este caso: AstraZeneca me permitirá
atravesar fronteras una vez que complete mi esquema de vacunación,
mientras que (por lo menos hasta ahora) Sputnik no.
¿Para qué someterme a una suerte
inaudita? Tengo compromisos laborales allende los límites de la
patria que debería atender, pero un nuevo giro de la rueda de la
fortuna podría arrojarme a costas desconocidas.
Hoy conocemos un nuevo capricho de la
lotería. En las siguientes semanas, sólo 600 personas por día de
las miles que se han ido por diferentes razones (no haría falta
invocar ninguna para viajar a donde uno se le dé la gana) podrán
volver al suelo patrio. El número de desterrados crecerá
exponencialmente hasta que en cada puerto aéreo del mundo haya una
pequeña colonia habitando en carpas y aguardando la próxima suerte,
una ficha imposible de prever dado el carácter completamente
sobrehumano de la inteligencia que la fragua. ¿Seré parte de esos
campamentos precarios cuyo objetivo último se nos escapa salvo como
ejercicio de un poder subjetivo? “El pueblo logró que la Compañía
aceptara la suma del poder público. (Esa unificación era necesaria,
dada la vastedad y complejidad de las nuevas operaciones.)”
Esas operaciones, indiscernibles para
el común de los mortales, afectan no sólo a la posibilidad de
movimiento, sino también a los ingresos personales y a nuestra
relación con el fisco. “La Compañía, con modestia divina, elude
toda publicidad. Sus agentes, como es natural, son secretos; las
órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no
difieren de las que prodigan los impostores.”
Cada mañana es imprescindible que cada
uno de los empleados de la Compañía (que es el único empleador del
país, incluso cuando parezca haber otros) controlemos la danza de la
fortuna (expresada en relaciones de cambio) para conocer cuántas
monedas podremos ahorrar de nuestro salario o cuántas deberemos
robar en la calle.
En un resultado de la lotería, se
determinó el monto de la contribución que deberían realizar los
inscriptos en el registro de artesanos y practicantes de las artes
liberales. Un segundo resultado hizo que ese monto fuera retroactivo.
La turbamulta elevó su voz destituyente. Un tercer resultado negó
los anteriores (todo sucedió en el transcurso vertiginoso de media
fase lunar) y transformó a los que antes eran deudores en acreedores
del fisco.
“La Compañía (así empezó a
llamársela entonces) tuvo que velar por los ganadores, que no podían
cobrar los premios si faltaba en las cajas el importe casi total de
las multas. Entabló una demanda a los perdedores: el juez los
condenó a pagar la multa original y las costas o a unos días de
cárcel. Todos optaron por la cárcel, para defraudar a la Compañía”,
etcétera.
Por la sola fatalidad de ser argentino,
“he conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre”.