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Por Daniel Link para Perfil
Vivimos tiempos de carnaval. El sábado
pasado mi hijo menor me convocó para ayudarlo a pintar su casa y
mejorar el aspecto de su jardín. Al atardecer, emprendimos el
regreso, porque teníamos una cena programada, pero olvidamos la
pesadilla de los corsos barriales. Todas las avenidas de Buenos Aires
se cortan para que unas comparsas lamentables toquen sus tambores
(pom-po-po-pom/ pom-po-po-pom) y unas menguadas hordas de muertos
vivos se muevan sacudiendo sus brazos alternativamente desde el torso
hacia afuera en un ritmo monocorde de tribu arrasada mayormente por
el paco.
Volver a casa a bañarnos fue una
odisea y sigo sin entender a qué funcionario se le ocurrió que un
espectáculo semejante ameritara la cancelación de toda posibilidad
de circulación. No me refiero solamente a los vehículos, sino
también a la circulación social, a la circulación de los cuerpos,
porque sabido es que el carnaval siempre fue la suspensión de los
órdenes, las jerarquías, la mescolanza y la transgresión de todo
lo establecido (“por cuatro días locos que vamos a vivir”): el
carnaval, como toda fiesta, es antiestatalista.
Puesto el Estado a “revitalizar el
carnaval” el resultado es penoso, porque lo que se nota es sobre
todo el odio a la incertidumbre carnavalesca. Si hubiera, como
antaño, uno o dos corsos urbanos, las muchedumbres acudirían (o no:
tampoco se puede postular la diversión obligatoria) a ellos y el
espectáculo de la disolución de las clases y las categorías sería
algo muy diferente que el subrayado actual de las diferencias entre
un barrio y otro (¿pero qué diferencia puede haber entre el corso
de avenida Independencia y el de avenida San Juan, separados por tres
cuadras?). Los corsos barriales patrocinados por el Estado, que corta
las avenidas para que sus patéticos desarrollos tengan algún efecto
memorable (el embotellamiento) en el común de los mortales, son el
índice de un miedo ciego y subnormal al populismo más ramplón y a
cualquier forma de sofisticación cultural.
Participo de algunos de los más
roconocibles estigmas de la clase media: la ilusión del ascenso
social, la confianza en la educación y en el mérito, el laicismo,
la contracción al trabajo, la actitud crítica ante el progreso y
los procesos de modernización (que sin embargo sigo con interés),
cierta sofisticación estética (las instalaciones de Alejandro
Cesarco, el proyecto TOCAME EL ROK de Roberto Jacoby, la película en
3D de Ang Lee, Oruro, Copacabana), el cultivo de la limpieza, una
curiosidad ilimitada por lo diferente y un apoyo irrestricto a las
causas más liberales, lo que involucra una cierta ligereza a la hora
de abrazar programas politicos partidarios.
Cuando escucho (en la televisión,
mayormente) una condena tout court de los valores
pequeñoburgueses que me consitituyen como sujeto social, siento un
leve malestar y una sensación de extrañamiento muy grande: ¿de
dónde vienen esas críticas y en qué clase se reconocen esos que
dicen abominar de los comportamientos y los valores de la clase
media?, ¿es que tan alienado en mis propias condiciones de
existencia estoy que no soy capaz de evaluar correctamente las
contradicciones que me constituyen?
La clase media ha dado lo mejor de este
país (los mejores escritores: Arlt, Borges, Puig, Aira; los mejores
artistas, los mejores músicos, los mejores periodistas, las mejores
leyes, los mejores... carnavales). Y sin embargo, hoy se la desprecia
como si se tratara del lugar donde la mala conciencia se hace carne,
sencillamente porque la clase media es difícil de contentar o,
incluso, de manejar electoralmente.
En vez de evaluar las propias
limitaciones políticas en lo que se refiere a la capacidad de
seducir a un electorado volátil, se le achaca a esa porción nada
desdeñable de la civilidad un amor antipatriótico por los dólares,
los dispositivos electrónicos importados, las novelas bien escritas,
las ideas económicas sólidas y las fiestas exóticas.
Descalificada como si se tratara de un
yuyo que hay que extirpar de raíz, basta que la clase media exprese
públicamente su aversión a un funcionario cualquiera para que sea
acusada de fascista (olvidando, por cierto, que el fascismo es una
forma del Estado y no de la conciencia). Un poco por eso, la
cancillería argentina se inclina a establecer relaciones carnales
donde la clase media es una falta: Irán, Angola, cada vez más
Venezuela y cada vez menos Brasil.
Es cierto que una clase media amenazada
en sus condiciones de existencia puede abrazar un derechismo ominoso,
pero mucho más derechista es odiar a esa clase cuyos fundamentos se
dinamitan cotidianamente.