El look del cielo**publicado en Brando, I: 1 (Buenos Aires: septiembre de 2005)
Por Daniel Link La historia de las religiones está plagada de debates sobre las imágenes. Los cristianos de Roma defendieron siempre la representación de la divinidad, que el cristianismo oriental (con sede en Constantinopla) luchó por erradicar porque la consideraba una costumbre pagana (y en eso coincidía con las demás religiones monoteístas). Conocemos el resultado de ese combate: la destrucción de Constantinopla y el triunfo de la iconografía con su galería de santos, mártires, profetas, vírgenes y funcionarios de la Iglesia como objetos de adoración o fuente de placer y, también, como indicación de que había ahí modelos concretos a seguir. No exactamente el Olimpo (ese modelo de familia disfuncional, con su corte de dioses mayores y menores a los que se sumaban diosecillos ínfimos de los lagos y los ríos, semidioses, héroes y monstruos) sino una comunidad de buenos y justos que atravesaba los tiempos y las patrias para confortar allí donde hiciera falta.
Después, mucho después, llegó el star system, que algunos consideran un nuevo Olimpo y otros, un nuevo santoral. En todo caso, se trata de imágenes que nos interpelan (desde el fondo de los tiempos) y en relación con las cuales (quién lo duda) se hicieron y deshicieron diferentes modelos de masculinidad.
Se sabe que el star system comienza con el cine sonoro (porque el cine mudo era todavía territorio de experimentaciones formales variopintas que hoy sólo pueden tolerar los poetas, los académicos y los melancólicos). Antes del sonoro, apenas existe Rodolfo Valentino, el más ambiguo de todos los hombres del cine y el que pudo, gracias al romanticismo reconcentrado de su look, sobreponerse a todas las burlas de sus detractores y convertirse en el ícono de lo que un buen amante puede aspirar a ser: mitad hombre y mitad mujer, Valentino fue el primero en proponer el beso como sexo total y definitivo. Disfrazado (mal) de gaucho o (mal) de árabe en su rol más memorable (El Sheik, 1921), Valentino es la supernova y el big-bang, el momento a partir del cual empezarán a aparecer astros diferentes (distintos estilos indumentarios, distintas estrategias de seducción, distintas profundidades para cautivar los corazones femeninos). En Valentino está todo, hasta la muerte joven (murió a los 31 años de peritonitis, cuando apenas había terminado de rodar El hijo del Sheik). Cuentan que a su funeral concurrió una misteriosa dama vestida de negro con un ramo de flores acompañado de una tarjeta que decía "De Benito" (por Mussolini, claro). Tal vez la anécdota no sea tan cierta como sí lo fueron los intentos de suicidio de algunas mujeres cuando se enteraron de la desaparición del primer gran ícono que el cine nos legó.
A fines de la década del 30 comienza a cristalizar un sistema (podríamos decir) de posiciones que las nuevas generaciones actorales no harán sino intentar ocupar (la mayoría de las veces, sin demasiado éxito: Brad Pitt, un muñeco de plástico que sólo puede conmover a las niñas).
Está, por ejemplo, el lugar de James Stewart, que en 1939 desempeñó su segundo rol protagónico y el primero que arrancará suspiros (cuyos ecos todavía se oyen) allí donde hubiera una mujer en la platea. En Mr. Smith va a Washington, dirigida por Frank Capra, Stewart representa a Jefferson Smith (ver foto), un senador idealista que defiende los valores de la Constitución contra viento y marea. La estatura, la elegancia levemente desgreñada y la finura de los movimientos de Stewart convencieron a Capra de que era el cuerpo indicado para un rol que originalmente había sido diseñado para Gary Cooper, quien por esa época estaba trabajando con el director en la trilogía sobre John Doe.
En Conoce a John Doe (1941), la tercera de las películas de la serie, se entiende por qué Capra prefirió cambiar el cuerpo de Smith: Gary Cooper es el modelo exacto del hombre común que llega a desempeñar un papel en los dramas de la historia por la solidez de sus valores morales, lo que se nota, naturalmente, en el look que impone, menos fundado en la elegancia ligera (por ese rasgo Jimmy Stewart pudo brillar incluso como comediante) que en la intensidad física y en la despreocupación por la apariencia (el hombre común lleva con dignidad la ropa de calle y a veces no tiene tiempo para afeitarse).
Comparado con sus competidores del momento (Clark Gable, Spencer Tracy, James Cagney, Humphrey Bogart), Gary Cooper podía imprimir a un cuerpo hecho para dominar sensualmente (basta ver, en la foto, la fuerza que emana de sus manos) una cierta intransigencia infantil a la que las señoritas de entonces no pudieron permanecer indiferentes.
Y ya que su nombre ha aparecido, conviene detenerse en el misterioso caso de Clark Gable, famoso incluso antes de desempeñar el exitosísimo rol de Rhett Butler en Lo que el viento se llevó (1939). ¿En qué se fundaba su encanto? Para nosotros, que hemos proscripto definitivamente el bigote del universo de lo posible, resulta un ejercicio de ciencia ficción. Pero es probable que en la época impresionaran sus maneras (y su elegancia pesada) de "señor": ni la ambigüedad lúdica de Valentino, ni el dandysmo ligero de Stewart ni la ardiente intensidad de Cooper, sino la solidez del hombre elegante que mantiene la casa.
La fábrica de modelos masculinos no sólo funcionaba en relación con las mujeres (si bien es cierto que a ellas estaba destinado en primer término, porque fueron siempre las principales consumidoras de "pop culture"). Los hombres también miraban a los hombres en busca de modelos de identificación. Humphrey Bogart no era lindo, tenía una de las peores voces del cine, no se vestía precisamente bien y además era petiso. Y sin embargo... Es y será siempre el modelo del héroe cínico y eficiente (en El halcón maltés de 1941, como San Spade) o levemente sentimental, capaz de sacrificar el amor de su vida porque tiene ideales superiores. Por eso (además de la capacidad de delirio de los guionistas de la época), su sola presencia como Rick Blaine en Casablanca (1943) hizo que Ilsa Lund (Ingrid Bergman) pronunciara una de las frases más célebres de la historia del cine: "¿Eso que se oye son cañonazos o los latidos de mi corazón?".
Otro hombre que los hombres siempre admiraron por la mezcla exacta de simpatía arrolladora, cotidiana torpeza, contención, elegancia, fuerza y sencillez fue Cary Grant, uno de los astros de Hollywood más dúctiles. Parecía, además, incapaz de envejecer o de perder el pelo. Salvo por el hoyuelo en el mentón (que hoy no conmueve), se lo ve igual de enérgico y de apuesto en The Philadelphia Story (1940) y en North by Northwest (1959) de Hitchcock (donde le arrebató el papel de Roger Thornhill a Jimmy Stewart).
De todos modos, la década del cincuenta pedía ya más que la repetición de las posiciones clásicas (dandy ligero, hombre intenso, padre protector, solterón idealista y cínico), que eran las que Grant podía ocupar. Se avecinaban los tiempos de la píldora anticonceptiva y de los antibióticos que habrían de acabar con la amenaza de las temibles enfermedades venéreas. Hacía falta carne, energía animal, fuerza bruta, Kowalksi.
En Un tranvía llamado Deseo (1951), la adaptación de la pieza de Tennessee Williams (uno de los más grandes escritores norteamericanos de todos los tiempos), Marlon Brando puso su cuerpo y sus extraordinarias dotes actorales al servicio de Stanley Kowalski, un hombre que es capaz de abusar sexualmente de su cuñada desquiciada mientras su mujer da a luz a su primer hijo en el hospital. Y sin remordimientos. La gracia de Brando, sin embargo, no se aprecia tanto en su dorada juventud (cuando tenía un sex appeal que ni antes ni después de él ningún astro cinematográfico ha alcanzado) sino en su madurez. En El último tango en París (1972) es un hombre mayor, torturado por el suicidio de su esposa y en posición de combate contra el mundo. La fuerza que emana de su caracterización, sin embargo, alcanza para desear que, si hay que llegar a viejo, es mejor que sea de ese modo.
El cine clásico no tuvo oportunidad de investigar hasta qué punto los placeres de la carne van de la mano de la tortura espiritual. Los nuevos modelos de masculinidad (los que hacían suspirar a las chicas y asentir con la cabeza a los caballeros) fueron Gregory Peck, cuya moral inclaudicable lo ponía en problemas en Matar a un ruiseñor (1962), donde su personaje, Atticus Finch, es un abogado y padre soltero que se empeña en demostrar la inocencia de su cliente, un negro acusado de violar a una muchacha blanca. Ni tan carnal como Brando, ni tan sólido como Gable, ni tan ligero como Stewart, ni tan intenso como Cooper, Gregory Peck es (además de una síntesis de todos ellos) la versión "profunda" de Cary Grant: el que no resigna nada, pero que además piensa. Y, porque piensa, su vestuario y su peinado siempre tienden a desarreglarse sin llegar a ser el revoltijo que sólo Bogart pudo llevar con dignidad a lo largo de toda su carrera.
Las pasiones reconcentradas que nacen de la carne suelen consumirla. Si es cierto que la mayoría de los astros del cine clásico fueron siempre delgados, ninguno tanto (y ninguno tan torturado) como Montgomery Clift. Monty (que sufrió un accidente atroz que le desfiguró la cara) fue dueño de esa belleza volcada hacia adentro que ciertas mujeres siempre consideraron arrebatadora y ciertos hombres un poco inquietante. En De aquí a la eternidad (1953) se lo ve tan frágil (y tan moderno) que se entiende a la perfección uno y otro punto de vista.
Algunos pensarán que lo que viene después es ya pura decadencia. Yo creo que es la algarabía de la combinación libre de rasgos tomados del panteón de los clásicos: la fábrica de monstruos. En 1962, Sean Connery aparece por primera vez como James Bond en Dr. No. Es una mezcla perfecta de distinción y grasada (la copa de bodegón que tiene en la mano, la camisa robada del guardarropa de Travolta, el tostado excesivo y el anillo de compromiso). En 1977, Travolta se convierte en un nuevo Valentino como Tony Manero en Fiebre del sábado por la noche. Pocos años antes, Clint Eastwood representaba a Harry Callahan e Harry, el sucio (1971): ¿no era ésa una extraña síntesis del heroísmo épico de John Wayne con la reconcentrada complejidad existencial de Monty Clift y la incapacidad para lucir bien vestido de Bogart?
Cada tanto el cine revisa su pasado y se deja dominar por la sensibilidad retro y el revisionismo. En Butch Cassidy y the Sundance Kid (1969), Paul Newman y Robert Redford saquearon antiguos guardarropas para proponer dos íconos a la rebelión generalizada característica de los años sesenta. Como Ernesto Guevara, los personajes que representaron en la película elegían ir a morir en Bolivia, sólo que en este caso con las suelas de los zapatos impecables, como corresponde a dos dandys de la revuelta.
El mundo, naturalmente, sigue. Si una catástrofe planetaria terminara con todos nuestros archivos fotográficos habría que reconstruir el Olimpo o el santoral apócrifo del star system a partir de sus actuales exponentes: la delicadeza de Jude Law como una cita simultánea de Jimmy Stewart y de Monty Clift, la complejidad espiritual de Johnny Depp como un eco de Gregory Peck, la solidez de George Clooney como la repetición (sin bigote) de Clark Gable, la densidad carnal de Ewan McGregor como un reflejo europeo y pálido de Brando (y su desparpajo, un toque valentiniano).
No se trata de meras idealizaciones o identificaciones imaginarias con el pasado sino de una obsesión tal vez más violenta y más contemporánea: en un mundo donde la marea de estilos, significados y transformaciones radicales vuelven el suelo que pisamos un tembladeral, es inevitable que estemos obsesionados con mostrar (a través del vestuario, los ademanes, las horas de gimnasio y los avances químicos y quirúrgicos desconocidos para nuestros antepasados) un éste soy, y convencer(nos) de que ese éste es lo que nos permite inscribir, aquí y ahora, nuestro cuerpo (ese pobre soporte del pensamiento y los afectos) en relación con todo lo que existe.