Los filósofos del lenguaje
determinaron hace mucho tiempo que existe una dimensión, la
dimensión performativa que permite analizar no tanto la verdad de un
enunciado (“La vaca es un animal herbívoro”) sino su fuerza y
su efecto. La dimensión performativa incluye en el análisis, pues,
las circunstancias de enunciación: el momento en que alguien toma la
palabra, la relación entre los interlocutores, el tipo de acto
discursivo (juramento, amenaza, pedido, orden) y el modo en que
transforma la realidad.
El mero hecho de casarse transforma la
realidad jurídica de una persona a partir de la mera aceptación
(ante testigos y ante magistrados) de un contrato civil: “Sí,
acepto”. La mayoría de las personas probablemente ignoren la letra
chica de ese contrato societario en el que están jugando su vida
futura. Los prolongados, onerosos y sinuosos juicios de divorcio
demuestran el candor en el que reposaba ese compromiso pero también
el valor supremo de la palabra empeñada. Deshacer la “aceptación”
despreocupada de las consecuencias demanda un esfuerzo gigantesco. En
suma: es tan fácil entrar como difícil salir. Y la puerta de salida
será siempre diferente de la puerta de entrada.
A veces, la fuerza de un enunciado no
se reconoce por su forma gramatical. Si le digo a alguien: “¿Te
podés callar la boca?” no estoy haciendo una pregunta sino
pronunciando una orden. Para que esa orden sea eficaz la relación
entre los interlocutores debe ser tal que quien recibe la orden la
interprete como tal y la obedezca. De modo que hablar, más allá de
la verdad de los enunciados, involucra toda una gestualidad, supone
el gesto del hablante (soberano o súbdito, en principio).
Uno de los más célebres promotores de
la pragmática (esa rama de la lingüística que estudia,
precisamente, las situaciones en la que los enunciados tienen lugar),
John Langshaw Austin, escribió: “Un enunciado performativo
resultaría, por ejemplo, huero y vacío de un modo particular
si quien lo pronunciara fuera un actor sobre un escenario”.
Si puede hablarse (no tan
metafóricamente) del teatro de la política es porque muchas
veces en su seno se pronuncian enunciados insostenibles en su fuerza
performativa.
Tomemos el caso enunciativo de la
cuarentena. Ya decir “cuarentena” dice algo sobre quien pronuncia
la palabra. Quienes dicen ASPO, sin lugar a dudas, aceptan un
compromiso total e inquebrantable con el mandato de Aislamiento
Social Preventivo y Obligatorio. Quienes dicen “cuarentena”
guardan una relación de distancia en relación con ese acto de
discurso (mandato, decreto, ley, resolución) y quienes dicen
“encerrona” están directamente en contra.
De modo que, en principio, no es seguro
que un soberano esté en condiciones de dar determinadas órdenes
salvo que esté seguro de que éstas serán cumplidas por sus
súbditos. A cien días de cuarentena, resulta evidente que la
mayoría de la población del AMBA (otro compromiso con un enunciado
que aquí acepto por mera economía) ya no está cumpliendo los
parámetros de ASPO correspondientes a la etapa que vivimos.
Las razones
pueden ser muchas y variadas, pero eso aquí no importa. La
“Stay-at-home order” (como se ve, el “quedate
en casa” no es un invento argentino, ni mucho menos) sólo puede
pronunciarse si va a funcionar como tal.
Antipáticos como nos
resultan los regímenes de Trump o Bolsonaro, lo cierto es que ellos
como soberanos comprendieron, tanto como López Obrador, que esa
orden no tenía sentido porque no iba a ser obedecida. Entre
nosotros, el gigante Berni insistió muchas veces en lo mismo: sólo
se puede ordenar algo cuyo cumplimiento pueda verificarse.
No hace falta ser un filósofo
del lenguaje para dominar estas finezas. Berni lo hace desde un
conocimiento pragmático de la situación de gobierno en la que se
encuentra: ¿quiénes serán los encargados de velar por el
cumplimiento de esa orden soberana? Ante quien quiera oirlo, él ha
dicho: no tenemos nafta, ni neumáticos, ni repuestos para los
patrulleros. Las fuerzas de seguridad están agotadas y, en muchos
casos, en aislamiento sanitario. De modo que habrá que apelar al
acuerdo (imaginario) entre el soberano y su súbditos para que ese
acto de discurso se sostenga como tal. Pero, por supuesto, tampoco
hay que ser ministro de seguridad, presidente o gobernador para saber
cómo funcionan los actos de discurso, basta con saber algo de
teatro.
Un fragmento inédito de Brecht1
parece sugerir que consideraba que todas las frases, no sólo las
evidentemente performativas como las del lenguaje teatral, podían y
debían ser tratadas del siguiente modo:
- ¿A quién beneficia la frase?
- ¿Quién la reclama para su beneficio?
- ¿Qué pide?
- ¿Qué acción práctica se corresponde con ella?
- ¿Qué clase de frases resultan de ella? ¿Qué clase de frases la sustentan?
- ¿En qué situación se pronuncia? ¿Quién la pronuncia?
Si aplicamos esas preguntas (que
constituyen ya una pragmática completa) al enunciado ASPO, en
cualquiera de sus variantes, obtendríamos una grilla variada de
respuestas. Como no es mi intención polemizar elijo las que son
indiscutibles: el enunciado “ASPO-Quedate en casa” beneficia, en
primer término, a los grupos de alto riesgo en situación de
pandemia (por su edad, estado de salud y de sistema inmunológico,
etc.). Beneficia, en segundo término (por orden de aparición, no de
jerarquía) a los trabajadores de la seguridad y la sanidad que son
quienes más en contacto están con el virus. Beneficia, en tercer
término, al gobierno, que teme no tanto por la cantidad de víctimas
sino por la reacción del electorado ante esos números alarmantes y
ante las injusticias que inevitablemente sucederían ante un sistema
de salud saturado. Y beneficia, en cuarto término, a los actores
principales del “fascismo tele-sanitarista” que son los
sedicentes periodistas y panelistas de la televisión, que combinan
sus opiniones personales con avisos publicitarios de “escudos
virales” de venta libre, canales de compra on-line, velocidades
cibernéticas, planes de salud y seguros de vida.
Hay un programa en la televisión
argentina (seguramente el fenómeno se replica en todos los países,
no se trata de poner en la mira a ningún grupo en particular, ni a
ningún partido) particularmente gracioso. Invitan a un columnista
estrella, que se refiere a los infectólogos como “podólogos” y
reservan la tanda de publicidad y PNTs para el final de su
exposición. El mismo actor cómico que actúa de periodista ha
subrayado su duda respecto del alcance y eficacia del ASPO y dice en
la frase siguiente: “Quedate en casa. Tomá antitusivo X”.
Hay un rizo raro, pues, en la orden
“Quedate en casa”, que la vuelve un enunciado huero y vacío de
un modo particular, porque beneficia indudablemente a quien la
pronuncia y, muy en segundo lugar, a una porción muy pequeña de
quienes deberán obedecerla.
Por supuesto, siguiendo las preguntas
que Brecht nos invita a formularnos, habrá muchos que la reclamen
para su propio beneficio: son quienes coincidan imaginariamente con
el lugar de enunciación de quien pronuncia la orden.
Quedan totalmente excluidos del
beneficio: ls niñs, ls educadors, ls universitaris (docentes y
alumnado). Dejo de lado otrs excluids, creo que con ests alcanza.
Entre
los muchos daños que la pandemia ha producido entre nosotros, uno de
los más graves afecta al pacto educativo, completamente
distorsionado y librado a la buena voluntad de sus actores que,
además de sus propias limitaciones (quién no las tiene) deben
enfrentarse a la hostilidad de la sociedad telemática en su
conjunto.
Hago
mías las palabras de la lingüista María Luisa Silva, quien
ha salido en defensa de las maestras que dan clases televisión (las
que escribieron “hervívoro” o
“sepillo”). “Nadie se privó de juzgar, de condenar, de exhibir
el error haciendo gala de cierto saber” escribió en las redes
María Luisa Silva. Pero hay que tener en cuenta que “en la
ortografía se intersectan instancias complejas, que suponen
dinámicas que incluyen procesos de control social, procesos de
normalización histórico-políticos y procesos individuales de
desarrollo cognitivo”. Que los medios se burlen de esas maestras no
puede extrañarnos: después de todo, atacan a una institución (la
escuela) que precisamente enseña a desconfiar de los medios
(escritos, dicho sea de paso, con los codos).
Ahora
bien: “¿por qué el “escándalo” de muches ciudadanes ante el
fallo ortográfico de docentes? ¿Qué es lo que escandaliza?
¿Escandaliza el error? O escandaliza que un grupo de docentes asuma
la responsabilidad profesional de exhibirse ante un público por
demás extenso, porque ese espacio ya no es su aula, su nido con sus
chicos sino un estudio, una pantalla, todas las casas de todes. Ahí
aparecerá con su cara, su cuerpo, su saber, sus movimientos y habla
más o menos fluidos o más o menos torpes para ayudar a chiques en
este contexto”.
Escandaliza,
en términos de Brecht,
la acción práctica que se corresponde con el cumplimento de una orden y
algunas frases que resultan de ella.
Atacar
el error (ortográfico o matemático) de una persona que está
haciendo una tarea para la que no está preparada (actuar ante la
televisión) es atacar a todo el sistema educativo en su conjunto e
ignorar las ventajas de la educación obligatoria (una de las cuales
es sacar a ls niñs del asfixiante ambiente parental, lo que se llama
“socialización”).
El arte
de injuriar es un acto de discurso que supone una supuesa
superioridad (de saber o moral) de quien injuria al otro, que no
puede defenderse. No importa la verdad del enunciado (ciertamente,
hay normas ortográficas y reglas matemáticas) sino la violencia de
la descalificación.
Además,
es dificíl sostener siquiera una parodia de educación universal e
igualitaria cuando los contextos en los cuales el aprendizaje se
desarrolla son tan desparejos.
Recién
ahora, después de tres meses de clases suspendidas, se están
distribuyendo (y está bien que así sea) herramientas tecnológicas
para que estudiantes de los niveles inicial y secundario puedan
acceder a ciertos contenidos.
Hasta
donde sé, los sindicatos docentes protestaron con vehemencia y con
razón ante la conversión inmediata de la educación presencial en
educación remota. Siguiendo a Brecht, la frase “Quedate en casa”,
a ls docentes nos pide mucho más que a otros sectores de
trabajadores.
Examino
el nivel que más conozco: universitario de grado y de posgrado. El
miércoles previo a la semana santa se nos informó que debíamos
comenzar las clases virtuales el lunes siguiente. Dedicamos ese fin
de semana largo a reformular la secuencia pedagógica de textos que
pensábamos dar a leer y a organizar algo parecido a una lógica de
aprendizaje remoto.
De
inmediato nos enfrentamos con varios escollos. La bibliografía
digitalizada (que tanto escándalo ha suscitado últimamente entre
personas incapaces de pensar la lectura más allá de la propiedad
privada) debía alojarse en servidores que, muchas veces, no admitían
el tamaño de los archivos. Tuvimos que duplicar las plataformas, con
el consiguiente desgaste que eso significa para estudiantes y
docentes. En segundo término, las reuniones sincrónicas no podían
programarse porque los programas al uso (el detestable zoom, por
ejemplo) no aceptan más que un número limitado de participantes,
inferior a nuestros inscriptos. Finalmente conseguimos cuentas
prestadas para poder armar reuniones de ese tipo en otras plataformas
(google meet).
Mientras
tanto, los aprendizajes funcionaron (y seguirán funcionando) de
manera asincrónica y a fuerza de esperanzas. ¿Qué se entiende de
lo que mando escrito? ¿Qué se ha leído previo a la clase?
Imposible saberlo. ¿Cómo evaluar la marcha de los aprendizajes?
Esos actos de discurso se vuelven, ellos también, huecos y vacíos.
Sólo se sostienen en una función, la función de contacto: ¿están
ahí? ¿nos oyen? Gracias por acompañarnos.
Luego,
un dato no menor: la presunción de que cualquier docente de
universidad (un cargo con dedicación exclusiva y toda la antigüedad
posible equivale a una jubilación de un administrativo medio y esos
cargos son poquísimos) cuenta con acceso a internet de alta
velocidad y ambientes adecuados al streaming en su casa es
completamente falsa pero, sobre todo, injusta. El “quedate en casa”
del docente es mucho más costoso que el de cualquier otro trabajador
del Estado.
La
mutación educativa compulsiva y generalizada parece reposar en el
presupuesto de que promover un proceso complejo de aprendizaje
(ligado con la lengua y la literatura, o la matemática y los
estudios sociales) equivale a la mera distribución de contenidos.
Pero si
quisiéramos insistir (como lo hacemos) en la necesidad de examinar
críticamente los materiales que constituyen nuestro objeto (letras,
sonidos, colores, paisajes, números o normas), lo cierto es que es
muy poco lo que podemos podemos hacer remotamente.
Somos
docentes porque no somos gestores culturales, ni apéndices inertes
de las multinacionales de la edición ni promotores de figuras
autorales ni propaladores de pnts.
En un
texto sobre estos asuntos publicado muy tempranamente (el 12 de
marzo), la Prof. Anna Kornbluth señaló el riesgo fundamental del
desafío al que nos mandan responder: “las doctrinas de shock
hacen de la
emergencia una nueva normalidad: convierten los esfuerzos temporales
en expectativas permanentes”.
Seguimos
adelante porque amamos la clase. Pero la queremos viva, la
necesitamos presente. Desde Valencia y Roma nos llegan las mismas
señales de alarma que desde Estados Unidos. Las instituciones
universitarias (verdaderas corporaciones) también se han visto
beneficiadas con el “Quedate en casa” porque pueden multiplicar
la matrícula para sus cursos de grado y de posgrado sin que eso
implique mayores inversiones en infraestructura educativa o en
salarios.
La
“nueva normalidad” pedagógica tendrá, también ella, sus
beneficiarios y sus excluidos. Ls docents hemos aceptado el pacto
imaginario con la orden “Quedate en casa” pero, a diferencia de
lo que sucede con los bancarios, los judiciales o los
monotributistas, no hemos recibido ninguna compensación por el
enorme esfuerzo que eso implica y ningún tipo de respaldo
institucional (en Valencia, en Roma o en Buenos Aires) para realizar
esa tarea para la que no estamos preparados como no lo están las
maestras que en la tele se ofrecen como chivos expiatorios de la
cuarentena educativa.
Mientras
tanto, el tiempo corre, vuelve sobre sus pasos, se detiene hasta
inmovilizarse. Nos resulta imposible concentrarnos en un objetivo y
descubrimos que no sabemos en qué día estamos. Fijamos una clase
virtual para un lunes que es feriado. Cuando nos damos cuenta del
error, ls alumns dicen que no importa, porque todos los días son más
o menos iguales.
Hace
unas semanas (¿o meses?), a uno de los docentes con los que trabajo
se le cortó la luz y por lo tanto internet durante una clase de
consulta. En mi casa también se corta el servicio y tengo que tener
preparado el teléfono para seguir con los datos cuando el wifi se me
escapa como arena mojada entre los dedos (cuando los datos se me
acaban, tengo que renovarlos pagando de mi propio bolsillo).
Por
supuesto, las clases virtuales son un desperdicio de tiempo perdido
en verificar el contacto: ¿se
me ve? ¿se me oye? Se te escucha entrecortado. Apaguen la cámara.
Tenés el audio prendido.
Luego,
ls alumns preguntan cualquier cosa (porque son muy jóvenes). El otro
día me preguntaron qué era un “gag”. Dije que eso no iba a
contestarlo. Al final contesté, porque ells no tienen la culpa de
haber llegado a un mundo sin memoria del cine mudo o del
Correcaminos.
Todo es
un gag, con la diferencia de que entre nosotros aparece saturado de
palabras. Es como la carrera de Aquiles y la tortuga, acompañada del
griterío de un relator deportivo ahíto de cocaína.
Hablar
ante una cámara (no digo “dar clases” porque no tiene nada que
ver con eso) es hablar en la televisión: ¿no lo tienen en cuenta
quienes se burlan de las maestras que cometen errores en vivo? Los
silencios se vuelven insoportables, parece que uno calla porque no
sabe qué decir y los gestos en primerísimo primer plano carecen
todo valor: son como automatismos corporales. No dan ni para gag.
Cuando
veo las charlas que dan mis colegas (para acompañarles en esa
pesadilla) a veces me pierdo en detalles insignificantes (uno de
ellos, que estaba hablando de Artaud y el ano, comenzó a rascarse el
ojo con violencia; no estoy seguro, pero creo que eso duró diez
minutos o doscientos).
Ya nos
han dicho que el segundo semestre funcionará del mismo modo,
remotamente: daremos seminarios en modalidad virtual. Nadie que no lo
haya hecho sabe el trabajo que da preparar una clase virtual y
contestar preguntas a través de foros, que están sólo a un paso de
la ignominia de las redes sociales. Yo di dos o tres seminarios en
modalidad remota para una alta escuela de estudios mexicana. Me
pagaban bastante bien, pero se me iba la vida. Ahora, acá, no nos
pagan más e incluso acabamos de recibir el baldazo de agua fría de
que recibiremos el aguinaldo en cuotas.
Casi
todo lo que había previsto Giorgio Agamben al comienzo de la
pandemia fue verificándose punto por punto, sobre todo sus
puntualizaciones sobre la muerte del estudiantado universitario, el
final de una forma de construcción de saber compartido. Pero ni él
ni Bifo, los dos autores cuyas consideraciones intempestivas fuimos
siguiendo al mismo tiempo con alarma y entusiasmo previeron el
cansancio y, todavía más, el agotamiento y la desesperanza. Incluso
hasta hace algunas semanas podíamos sostener alguna esperanza, pero
ahora ya sabemos que, si la hubiera, no la hay para nosotros.
Agotados,
desecados, extenuados, ahora querríamos ya no movernos nunca más,
ya no tener que escribir un solo informe, ya no rendir más cuentas
de lo hecho ni proyectar lo que haremos. No hay espacio para hacer
algo porque el espacio, junto con el tiempo, se ha reducido hasta su
mínima expresión y las órdenes son cada vez más difíciles de
cumplir.
Incluso
las imágenes se agotan: ya no soportamos vernos a nosotros mismos,
simulacros de vivientes, muertos-vivos conectados a máquinas,
gesticulando en primerísimo primer plano y preguntando: ¿se oye, se
ve? Y ya no: ¿se entiende?
Aceptamos el rol que nos cabe en la
situación de pandemia y cuarentena con el gesto de quien quiere
sostener un pacto de aprendizaje a toda costa, porque hablar es hacer
gestos, más allá del valor de verdad de lo que uno dice. La
política es la esfera de la gestualidad absoluta e integral de los
hombres (Agamben).
Y aceptamos el rol que nos cabe por
solidaridad con los grupos de alto riesgo, por solidaridad con los
trabajadores de la salud y de la seguridad. De ningún modo en
solidaridad con el fascismo tele-sanitarista, que hace negocios
pingües con el dolor de los demás y mucho menos con el soberano que
sólo quiere subrayar su capacidad para dar órdenes (aquí, en
Valencia, en Roma y en Nueva York).
Un
pensador chileno, Rodrigo Karmy, se hizo eco de nuestras
preocupaciones en los siguientes términos: “El Globo no es Mundo:
asistimos a una desmundanización del mundo y a una globalización
planetaria. Si en el mundo advienen otros, hay superficie rugosa y la
luminosidad es siempre opaca, en el globo no hay más otros, toda
superficie es lisa y la luminosidad redunda siempre transparente. La
aceleración del proyecto metafísico de la cibernética intenta
imponer al globo sobre el mundo, situando la cuestión más grave y
decisiva de todas: la destrucción de la posibilidad de habitar de
una vida singular o, si se quiere, de la vida ética”.
Por
eso, para nosotros, no se trata de la libertad, sino de encontrar una
salida. Una
salida ética que no implique un acto violento de discurso, represivo
o discriminador. Una salida que se sostenga en un acto de discurso
sin víctimas y sin verdugos, que realmente beneficie a quienes hagan
el gesto de adecuar su práctica a ese acto de discurso.
1“Representación
de frases en una nueva enciclopedia”, incluido
en Brecht on Theatre: The Development of An Aesthetic,
edición de John Willet, Londres, Hill and Wang, 1964, p. 106