sábado, 25 de octubre de 2025

La mala educación

Por Daniel Link para Perfil

Hoy vuelo a los Estados Unidos, de modo que mañana no voy a acudir a las elecciones legislativas. Como mi voto ha sido siempre para la izquierda, no significará nada en la batalla de monstruos de final abierto (King Kong vs. Godzilla, Alien vs Predator, lo que quieran). Estaré atento a las novedades del domingo.

Mientras tanto, no deja de preocuparme mi estancia en el país del Norte, donde arrastrado el Ejecutivo por el delirio de nuestros gobernantes, nos ha hecho blanco móvil del odio del común de los norteamericanos. Mis amigas de Chicago me dicen, a propósito de mi destino final: “En South Bend hablaría con acento caribeño… Ojo que si suenas mexicano - o sencillamente hablas español- te paran y te piden documentos… y si te escuchan argento o venezolano, ¡son los mismos vecinos los que te delatan!”

Es la persistencia del siglo XX: antes, yo imaginaba una experiencia kafkiana en los controles migratorios. Ahora, anticipo una experiencia brechtiana en las ciudades.

Creo que no será para tanto. Después de todo el americano del Midwest no tiene el oído tan entrenado como para identificar argentinos. Llegado el caso, diré que soy uruguayo o paraguayo.

Más grave es dejar el lugar donde se vive pendiente de un hilo, que puede cortarse en nuestra ausencia. Creo que desde 2001 no había una sensación de fragilidad semejante.

Pero esta vez hay que recordar la pareja marxiana tragedia-farsa. Lo de hoy cae del lado de la farsa y despierta la carcajada en todo el mundo. Para nosotras, la vergüenza. Toda la cadena o serie: Libra, Karina, Coimera, Expert, Rescate, Carry Trade, Gobernabilidad, “Libre”, Caputo, Conan nos arrojan del lado del bufón del capitalismo financiero.

Una vez más, Brecht. La ficcional Mahagonny es una ciudad emblema del capitalismo ordenado alrededor de la timba (financiera, diríamos hoy), fundada por prófugos de la justicia. Siempre sostuvimos la equivalencia (pedagógicamente pertinente) entre Mahagonny y Las Vegas. Hoy, en cambio, esa relación parece desactualizada. La mescolanza nunca vista antes entre gobierno y crimen organizado compite con las payasadas y fortunas que se hacen y se transfieren a la sombra de un electorado hambreado, harto de promesas incumplidas y atónito ante la decadencia de la clase política. Ahora parece que vamos a entregar uranio a cambio de un puñado de dólares.

Hubiera querido estar presente en el momento de definitiva disolución de Argentina. Pero los compromisos laborales tienen esos caprichos. Volveré a juntar pedazos. Y a repetir: con una buena educación....

 

martes, 21 de octubre de 2025

Último llamado

Los pasajeros con destino a O'Hare embarcan por puerta 10

 



 

 

 

sábado, 18 de octubre de 2025

Pensamientos sobre el aborto

Por Daniel Link para Perfil

En estos días se están presentando muchos libros sobre Pasolini (el de Eduardo Grüner, el de Diego Bentivegna) como homenaje a cincuenta años de su asesinato. A mí me toco presentar, ayer, el más incómodo. Pasolini sobre el aborto recopila todos los textos que el Amadísimo dedicó al asunto hacia mediados de la década del setenta, traducidos y editados por Guillermo Piro y con una cuidada introducción de Laura Klein.  

Subrayemos esto que dice Laura: lo que Pasolini discute no es la interrupción voluntaria del embarazo en si, sino las condiciones para pensar el aborto, es decir: las condiciones para pensar cualquier objeto o relación socialmente significativos. La consigna “mi cuerpo, mi decisión” le fue al Amadísimo (y a nosotras mismas) intolerable porque supone un decisionismo liberal que abstrae a los individuos de los colectivos de los que forman parte.

Más allá de mis malestares personales o mis desacuerdos, el libro va encontrando su lógica a medida que leemos las (a veces disparatadas) contribuciones de Pasolini a un debate mal planteado. El libro no nos interpela (no puede interpelarnos) como un libro sobre la legalización del aborto (discusión ya saldada). Si bien plantea su pertinencia, su necesidad, su regulación, su legalidad, su colocación respecto de la vida y de la muerte, lo que nos toca en las intervenciones del Amadísimo es que nos pregunta cuáles son las condiciones de posibilidad y las herramientas para sostener un pensamiento sobre la interrupción del embarazo.

Pasolini sobre el aborto supone, pues, dos intervenciones mayores: un corte y una sutura. No sabemos bien si los argumentos de Pasolini se corresponden con los “estilos de pensamiento” de la época que habitó (muy distintos de la nuestra). En todo caso, la verdad de los enunciados del Amadísimo deben revisarse de nuevo (es lo que hace Laura Klein impecablemente). En tiempos de Pasolini todavía existía el temor a la sobrepoblación; hoy, en cambio, el tema demográfico dominante es la drástica disminución de la natalidad.

Eso, en cuanto al corte. El punto de sutura, muy delicado y admirable, radica en la noción de reserva conceptual o suspensión, que no permite leer los faltantes, los descuidos, los puntos ciegos y las preguntas sin resolver del pensamiento pasoliniano. El recurso a la reserva o suspensión nos permite encontrar vías alternativas para discutir un pensamiento más allá de la mera identificación imaginaria (Pasolini es misógico / Pasolini es edípico / Pasolini es católico / Pasolini es puto).

Pasolini nos dice que en la interrupción del embarazo resuenan los problemas éticos de la responsabilidad y el consentimiento. Él dice: el problema del aborto es el problema del coito. Se puede inferir que de lo que está hablando es de un coito ejercido sin responsabilidad, sin evaluar las consecuencias que involucra. Fue el argumento principal de Fogwill, quien también se manifestaba contrario al aborto. Es como si Pasolini dijera: estos prefieren abortar antes que ponerse un forro.

Se le ha reprochado a Pasolini su poca referencia a las mujeres. Laura se detiene en este punto. Yo creo que el asunto es estratégico y por eso Pasolini repone al varón y su responsabilidad (en el coito él estaba ahí, insiste). Sabe que, a lo largo de los siglos, se ha atribuido a las mujeres una capacidad seudosoberana de dañar a los embriones, a los niños y al futuro. Han sido identificadas como blancos no solo de la optimización biopolítica, sino también de las medidas de la soberanía legal (y con la precariedad del acceso al aborto fuertemente inmiscuida en ambos extremos).

La ética que interroga la posibilidad del cálculo biopolítico no prescinde de la responsabilidad y del consentimiento y admite que, incluso, puede haber errores (porque una no ha elegido las condiciones en las que debe elegir) y, con certeza, hay pérdidas incalculables (tanto en la “vida” como en la “muerte”).

Pasolini acierta al proponer que el aborto es el gemelo de lo queer porque los dos apelan a una ética que se resiste al cálculo biopolítico. Ahí está, creo, la utilidad de este libro, que repone un pensamiento que ahora podemos reconocer como un instaurador de discursividad.

Asuntos a tener en cuenta en relación con cualquier pensamiento sobre el aborto: cálculo biopolítico, sustentabilidad ambiental, soberanía, control poblacional, derechos reproductivos, subjetividades disidentes e imperialismo. La vida (o la muerte) de la especie, por un lado, la vida (o la muerte) de las comunidades, por el otro. Dicho en dos palabras: biopolítica y tanatopolítica. Las figuras que hay que manipular: la vida potencial, el Niño Imaginario, la Madre Imaginaria, el Padre (siempre, el Padre).

La rebelión de las masas

Dice La Nación:

 


 

 

 

 

lunes, 13 de octubre de 2025

Gaza

por Alessandro Baricco para Substrack vía Perfil

1. Es difícil precisarlo ahora, pero hubo un día, reciente, en que Gaza dejó de ser el nombre de una tierra para convertirse en la definición de una frontera: la línea roja que muchos elegimos como frontera infranqueable. Desde ese día, luchar junto a Gaza dejó de ser una opción política que pudiera legitimarse o cuestionarse.

Se convirtió en un movimiento mental en el que una determinada humanidad tomó distancia de otra, afirmando su propia idea de la Historia y exigiendo la devolución del mundo a quienes se lo robaban.

Ya no importaba lo que uno pudiera pensar sobre el conflicto entre Hamas e Israel, ni los prejuicios que uno pudiera tener sobre los judíos o el terrorismo: todo se apagó como una vela en una casa en llamas, ya que Gaza se convirtió en mucho más que una situación geopolítica sobre la que tomar posición: hoy es el nombre de una determinada manera de estar en el mundo.

Los primeros en comprenderlo, me pareció, fueron los jóvenes, aquellos de entre 15 y 25 años. Era extraño verlos desplegar esas banderas palestinas, saliendo de repente de su letargo político. Es decir, era difícil hablar con estos chicos de Salvini, Meloni, incluso de Trump. No parecían interesados. El cambio climático y la identidad de género: esas eran las cosas que los apasionaban. De repente, un día, te los encuentras en la plaza, cuatro gatos locos, con esa bandera de una tierra lejana de la que, objetivamente, no sabían casi nada. Hoy, cuando cientos de miles de personas en todo el mundo salen a las calles con esa bandera, tenemos que admitir que esos chicos estaban un cuarto de hora por delante del resto: y ahora es muy importante entender cómo se anticiparon a los demás y qué salto conceptual dieron con una velocidad a la que nadie más fue capaz.

2. Hay una falla, y vivimos justo encima de ella. A un lado, la tierra emergente del siglo XX, con sus valores, sus principios y su trágica historia. Y al otro, un continente, a menudo sumergido, que se separa del siglo XX, impulsado por la revolución digital, motivado por el desprecio, por los horrores del pasado, y dirigido por una nueva inteligencia. Donde se produce la fractura, la tierra tiembla. El siglo XX no cede, y el nuevo continente continúa desgarrándose. No tengo grandes dudas sobre cómo terminará: el siglo XX irá a la deriva, continente casi deshabitado, destinado a ser estudiado en libros y museos.

Pero en estos últimos meses nos vimos obligados a recordar una verdad incómoda, que tal vez habíamos reprimido: no hay nada más peligroso que un animal moribundo.

Tras sus últimos estertores, el siglo XX comenzó a abandonar la resistencia serena que había defendido con firmeza y, presentiendo su fin, comenzó a asestar golpes violentos, volviéndose extremadamente agresivo. Lo hizo reviviendo uno de sus rasgos de identidad más fuertes: la creencia en que la guerra es una solución y el sufrimiento civil un precio aceptable para financiar el conflicto entre las élites. Tanto la agresión rusa contra Ucrania como la guerra entre Hamas e Israel tienen su origen en el siglo XX. Las ondas expansivas de fenómenos como el imperialismo y el colonialismo, que fueron sellos distintivos del pensamiento de los siglos XIX y XX, aún se pueden sentir. Los relatos que quedaron sin resolver tras la Segunda Guerra Mundial o la Guerra Fría son fácilmente reconocibles. Y el catálogo de productos con los que el siglo XX se vendió durante mucho tiempo queda al descubierto: el culto a las fronteras, la centralidad de las armas y los ejércitos, la religión del nacionalismo. Todo es un mismo paquete: el último aliento del animal moribundo. La larga ola de un desastre.

3. Ante todo esto, al principio fue difícil de entender. Parecían temblores sísmicos, como si el suelo se moviera. Era el momento en que tenía sentido tomar partido o trazar una línea entre el bien y el mal. Lo hicimos, cada uno según sus propias convicciones. Luego llegó Gaza.

Entonces, instintivamente, sentimos que, en realidad, solo había una línea, y era la que trazaba el acuífero sobre el que nos balanceábamos. Un mundo moribundo a un lado, un nuevo continente al otro. Parecía urgente decir de qué lado estábamos. Y Gaza nos ayudó a hacerlo, porque es una síntesis nítida y cristalina de una enorme grieta: es donde un terremoto entero tiembla solo una vez, en un solo lugar, en un solo momento.

4. Muchos, al tomar partido, se alinearon con el continente que se está desintegrando. Una vez más, quisiera aclarar un concepto que me parece valioso. Nada garantiza que la civilización que estamos construyendo sea, en última instancia, mejor que la que la precedió; pero podemos afirmar con cierta certeza que nació para desmantelar los esquemas que hicieron posible el desastre del siglo XX (dos guerras mundiales, los campos de exterminio, la bomba atómica, la Guerra Fría, la edad de oro del totalitarismo; quiero recordar). Se puede pensar lo que se quiera sobre la llamada revolución digital, pero sería insensato no admitir que, consciente o inconscientemente, derrumbó los búnkeres estructurales y culturales sobre los que el siglo XX había podido construir su propio desastre: a través de lo digital, elegimos un mundo inmensamente más fluido, más transparente, en el que muros y fronteras pierden su consistencia; aceptamos el riesgo de liberar toda la información y las opiniones poniéndolas en circulación casi sin precaución; aceleramos el tiempo, creando de hecho una mesa de juego en constante cambio, impidiendo que las ideas se anquilosaran o se convirtieran en mitos; dificultamos enormemente la creación de espacios protegidos donde la Historia pudeira suceder, al abrigo de miradas indiscretas; e hicimos más impenetrable el ejercicio del dominio por parte de cualquier élite. Ninguna de estas acciones está exenta del riesgo de tener consecuencias dramáticas: pero si las tomamos, es por una razón que nunca debemos perder de vista: nos parecía urgente intentar vivir de otra manera, para no morir igual que nuestros padres.

Y estaba claro que el meollo del asunto residía precisamente allí donde guerra, violencia y armas formaban un meollo primitivo del que queríamos borrar todas las huellas. Si existía una forma traumática pero definitiva de recordarnos todo esto, Gaza lo era. Nos recordó a muchos que ya vivimos en un mundo diferente –con nuestras mentes, con nuestros gestos cotidianos–, un mundo diferente donde Gaza no es posible. Es más: no estamos dispuestos a aceptar que el animal moribundo recupere el centro del tablero, nos traiga de vuelta y secuestre nuestras visiones. Más allá de la compasión instintiva y dolorosa que inspira Gaza, el verdadero insulto es sentirse despojado –violenta, arrogante y ferozmente– de algo demasiado preciado: el futuro que deseamos. ¿Quién podría entender esto mejor que los niños?

5. Entonces, en una protesta callejera, surgen todo tipo de motivaciones y resentimientos, está de más decirlo. Pero sigo convencido de que la esencia del apoyo a la causa de Gaza reside en una clara elección de bandos respecto a esta historia de dos civilizaciones opuestas, que en Gaza se enfrentan con la mayor evidencia. Soy consciente, además, de que este no es un apoyo mayoritario, por sorprendentemente masivo que sea. Pero entra en juego otro fenómeno que me sorprendió y que solo había vislumbrado parcialmente: la tremenda resistencia del siglo XX. Si intento explicarlo, me viene a la mente esto: hay una enorme porción del tejido económico, político, intelectual y social que supo jugar el juego del siglo XX, pero aún no es capaz de jugar el de la nueva civilización. Entonces se agazapa entre los pliegues del animal moribundo. Permítanme dar un ejemplo muy concreto: hay mucha gente que sabe cómo ganar dinero en el hábitat del siglo XX y que aún no sabe cómo hacerlo en la civilización digital. Un ejemplo fácil: los medios de comunicación. Me refiero a los grandes medios tradicionales del pasado. Los periódicos impresos, por ejemplo, otros animales moribundos (y lo digo con tristeza). La ligereza con la que a menudo avivan los vientos de guerra delata un instinto de refugiarse en los tonos e ideas que durante mucho tiempo les han asegurado cierta centralidad y, por lo tanto, sólidas ganancias. Comprensible, pero extremadamente peligroso. No menos transparente es la voluptuosidad con la que élites intelectuales enteras –para quienes la lucidez debería ser un deber– se dejan seducir e hipnotizar por el animal moribundo y lo vuelven a colocar en el centro del juego. No parece estar a su alcance articular visiones, ni siquiera análisis, aplicables al mapa del nuevo mundo: siguen creando partidas refinadas en un tablero de ajedrez que deberían ser los primeros en destruir. Lo hacen con una voluptuosa propensión a la autodestrucción. Es un fenómeno doloroso.

De hecho, los choques de civilizaciones se deciden en gran medida por la capacidad narrativa, es decir, por la eficacia con la que algunos logran convertir una masa nebulosa de hechos en una historia convincente y, por tanto, en realidad.

Que tantos narradores talentosos estén trabajando a estas horas para darle oxígeno a una narrativa tan agotada como la del siglo XX –ella y su desolada épica guerrera– es algo que suele provocar reacciones muy duras.

6. Si las cosas fueran aunque solo sea remotamente como he intentado describir, es obvio que Europa tendría un papel fundamental en este momento histórico. Es cierto que nuestro continente es muy antiguo y, por lo tanto, está necesariamente sumido en la nostalgia. Pero también es cierto que somos el siglo XX, y por lo tanto nadie lo conoce como nosotros: donde el siglo XX fue tragedia y donde fue asombro, allí estuvimos, más que nadie. Sabemos exactamente dónde están las trampas, dónde están los errores y dónde está el truco. Solo necesitamos un mínimo de claridad para comprender cómo funciona el animal moribundo, y por eso, nada debería estar más lejos de nosotros que temerle: solo hay una cosa que deberíamos hacer, y seríamos capaces de hacer: acabar con él.

Quisiera ser claro: esto no significa rendirnos ciegamente a la civilización digital; significa usarla para escapar de nuestros errores para siempre.

Pero no es eso lo que estamos haciendo. Escuchar la palabra “rearme” filtrarse en las mentes más representativas del continente es una vergüenza, intelectualmente incomprensible. Verse obligado a escuchar el tono viril con el que prometen defender cada centímetro de nuestra querida tierra europea es inaceptable. Más bien, deberíamos decir, con una suavidad completamente diferente, que defenderemos cada centímetro de la civilización que imaginamos, y no lo haremos con armas, sino con la obtusa paciencia con la que los animales buscan el agua y los ríos el mar.

7. También está Trump, observa alguien. Y sobre todo, la América trumpiana. Es cierto. Pero ahí, para ser sincero, no entiendo mucho; me faltan los elementos. Creo que habría que vivir mucho tiempo en Estados Unidos, en estos años, para entenderlo. Desde lejos, solo percibo la urgencia de no confundir el trumpismo –como ciertos populismos europeos– con otro manotazo de animal moribundo. No es tan sencillo. Hay una encrucijada de corrientes difícil de analizar. Sin duda, hay una regresión instintiva a los patrones de pensamiento del siglo XX, tan rudimentarios como útiles en tiempos de confusión. El regreso al culto a los muros y las fronteras es un claro ejemplo. Pero esta regresión no ocurre en su forma pura, como lo habría hecho en el siglo XX, sino que viaja constantemente diluida en sustancias que parecen derivar de una cierta química típica de la nueva civilización: sospecha de las élites, individualismo de masas, incluso cierta inclinación a interpretar la realidad con los patrones formales del juego, desplazando el centro de gravedad de las cosas a una superficie vagamente lúdica y desconfiando de la profundidad como código para leer lo real. Por supuesto, el ensamblaje es difícil de digerir debido a su tendencia a virar hacia lo vulgar, lo arrogante, lo adolescente y lo simplemente imbécil. Pero las revoluciones, inevitablemente, producen contramovimientos espectaculares cuyo diseño no siempre se puede controlar. La Revolución Francesa de 1789, por ejemplo, una revolución que cambió la mitad del mundo, rebotó en una acrobacia túrgida cuyo kitsch está espléndidamente resumido en la pintura de Ingres de Napoleón como emperador. Vale la pena echarle un vistazo.

Diecisiete años pasaron entre la toma de la Bastilla y ese cuadro. Los mismos años que pasaron entre el lanzamiento del primer iPhone y la victoria de Trump en las elecciones presidenciales de 2024. (Sí, sé que la comparación le encantaría al viejo Donald. Disculpen. Pero la idea queda clara).

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(Traducción: Guillermo Piro)

 

 

 

 

domingo, 12 de octubre de 2025

Preguntan si

Daniel Link: “Hoy las humanidades son atacadas de una manera brutal”

por Mónica López Ocon para Tiempo argentino 

Luego de 40 años de ejercer la docencia en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires, Daniel Link coordina una licenciatura y un profesorado en Letras en la Universidad Nacional de Tres de Febrero capaces de dar respuesta a los temas actuales.

 

 

sábado, 11 de octubre de 2025

Fábrica de sueños

Por Daniel Link para Perfil

En un seminario sobre telenovelas latinoamericanas (que aquí llamamos teleteatros) se analizaron los rasgos del género, se historizaron sus manifestaciones, se postularon sus relaciones con las clases sociales, los gustos de época, las coloraturas de piel, los regímenes de visibilidad, se desmenuzaron sus relaciones con los discursos políticos.

Liliana Viola propuso pensar el ciclo en su agonía. Subrayó el hecho de que hay discursos e ideologías que han obturado la posibilidad de identificación con la matriz melodramática de la que los teleteatros provienen, agobiada por nuevos motivos (por ejemplo, el de la corrección política), que ella sintetizó en la publicidad de una tarjeta de crédito cuyo lema es “tarjeta salva galán”.

Acordé con ella, y propuse como figura gemela de ese lema los versos de Bizarrap-Shakira: “las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan”.

De esa escena transaccional han desaparecido los amores excesivos y los deseos socialmente condenables, que en los teleteatros funcionaban al mismo tiempo como señuelo y como utopía: deseá, soñá, que todo te será concedido después del embrollo de pruebas y el vértigo de los estereotipos. El deseo, en la versión melodramática, es más fuerte que todo veredicto social, y también más trágico en sus efectos.

Ahora, en cambio, todo se ha vuelto más contractual y, paradójicamente, más codificado. Ni el drama de Piel naranja o de Rosa de lejos pueden entenderse más allá de los marcos ficcionales que le dieron su fuerza.

Aquellos teleteatros, que sostenían un amor fuera de todo registro, un deseo al infinito, ya no son posibles: fueron el canto de cisne o el grito de batalla para una forma de entender el deseo que hoy nos ha sido arrebatada.

No en vano se nos informa que las tasas de natalidad han descendido brutalmente en los últimos diez años y, sobre todo, que la cantidad de relaciones sexuales ha disminuido drásticamente en las poblaciones jóvenes, que parecen entregarse a la indulgencia de la autosatisfacción cuando no a la transacción económica con una persona que vende ya no su cuerpo o su tiempo, sino su vida (su deseo) en las redes.

 

miércoles, 8 de octubre de 2025

El muerto que canta

 ¿Es verdad que el presidente de la Nación argentina cantó "Libre" en su última aparición circense? ¿Nadie le advirtió que, en la canción, el que canta está muerto?

Tiene casi veinte años y ya está

Cansado de soñar,

Pero tras la frontera está su hogar,

Su mundo, su ciudad.

Piensa que la alambrada sólo es

Un trozo de metal,

Algo que nunca puede detener

Sus ansias de volar.


Libre,

Como el sol cuando amanece,

Yo soy libre como el mar

Libre,

Como el ave que escapó de su prisión

Y puede, al fin, volar

Libre,

Como el viento que recoge mi lamento

Y mi pesar,

Camino sin cesar

Detrás de la verdad

Y sabré lo que es al fin, la libertad.


Con su amor por banderas se marchó

Cantando una canción,

Marchaba tan feliz que no escuchó

La voz que le llamó,

Y tendido en el suelo se quedó

Sonriendo y sin hablar,

Sobre su pecho flores carmesí,

Brotaban sin cesar


Libre,

Como el sol cuando amanece,

Yo soy libre como el mar

Libre,

Como el ave que escapó de su prisión

Y puede, al fin, volar

Libre,

Como el viento que recoge mi lamento

Y mi pesar,

Camino sin cesar

Detrás de la verdad

Y sabré lo que es al fin, la libertad.

 

Nino Bravo cantó un himno cadavérico. Naturalmente, también cantamos ese himno durante los setenta. Pero para disimular su putrefacción, las estrofas narrativas en tercera persona, donde se cuenta la muerte del que canta, se perdían, nadie las recordaba. El acento estaba puesto en el “Yo soy libre”.

Después crecimos y supimos que el mar no era libre, sino que estaba atado a las determinaciones de la luna. Y supimos que el sol tampoco era libre, porque estaba subyugado por la lógica astronómica. Y del pájaro supimos, cuando leímos a los más sabios comentadores de Rilke, que el animal estaba preso de su propio aturdimiento, que no podía liberarse de la cárcel de su instinto (ese mismo al que nosotros habíamos renunciado para construir civilizaciones). De modo que de las comparaciones de Nino Bravo no nos quedaba sino la amargura de que ni muertos habríamos de ser libres.

Por fortuna, casi al mismo tiempo Joan Manuel Serrat nos regalaba la hipótesis de que no importa tanto el ser libres sino el trabajo “para la libertad”, el anhelo utópico, el principio esperanza (nos había enseñado Bloch: hic Rhodus, hic salta!).

 

 

sábado, 4 de octubre de 2025

La pata de mono

por Daniel Link para Perfil

Es feo andar pidiendo. Del pedigüeño se tienen las peores consideraciones. Pero es mucho peor aceptar sin preguntar nada. ¿A qué me estaré comprometiendo? Y si uno se considera un “representante” de otros es todavía peor: ¿a qué estará comprometiendo el beneficiario a aquellos a los que representa?

Se escuchan aquí y allá las mismas abstracciones ridículas de siempre, para justificar la aceptación de donativos: “Argentina”, “los argentinos”, “la patria”, “el futuro”, “la estabilidad”, “la nueva era”, “¡la seguridad!”, el PBI, la libertad. Cuánta hipocresía.

Cuando llega a mi portón alguien que necesita un paquete de arroz o de fideos para darle de comer a sus hijos (cosa que viene sucediendo mucho últimamente) se lo doy sin pensarlo dos veces, sin juzgar ni pedir nada a cambio, sin comprometer a la persona que pide.

Pero tomemos un caso sencillo, individual, emblemático, que revela la gravedad del paradigma de la aceptación ciega cuando lo que se acepta supone una concesión para nada compasiva.

Un cierto economista acepta un donativo de seis cifras en dólares de un señor que, ahora, está en prisión domiciliaria por causas ligadas con el narcotráfico y esperando la extradición para ser juzgado en los Estados Unidos. ¿Qué puede alegar el receptor de la dádiva? ¿“Yo no sabía”, “Pensé que lo hacía por mi bien y no por el de él mismo”?

Al aceptar miles o millones de dólares debería preguntarme por qué, para qué o “¿A quién beneficia?”, como proponía Brecht , quien, por otro lado planteó todas las variantes éticas de una decisión en las piezas gemelas El que dice sí y El que dice no. Salvo claro, que se haya puesto el propio interés por encima de los intereses más generales de un pueblo, un código penal o una constitución. Quien dice sí sin preguntarse sobre las consecuencias de su aceptación está ya entregado a cualquier desatino.

Hay que leer las historias antiguas (“La pata de mono” es una de ellas), donde los deseos que cumplen los genios son siempre una trampa. No es que haya que abrazar la ataraxia epicúrea o la apatheia estoica. Desear está bien. El problema es alguien atienda ese deseo.

 

jueves, 2 de octubre de 2025

De nuestros corresponsales en Roma

 



miércoles, 1 de octubre de 2025

Bullreich y el ser verdadero






 

Dice La Nación

 

 
Acá, el texto.