En un país tan bonapartista como el
nuestro, convendría recordar algunas de las obsesiones de Napoleón.
En noviembre de 1799, ya con el poder en sus manos, hizo promulgar
una nueva Constitución, basada en “los verdaderos principios del
gobierno representativo, sobre los sagrados derechos de propiedad, la
igualdad y la libertad”, para anunciar enseguida que “la
Revolución ha terminado”. El primer artículo de la constitución
del 28 Floreal del año XII (18 de mayo de 1804) decía simplemente:
“El gobierno de la República se confía a un Emperador”. El
ciclo revolucionario de 1789 había concluido con el Consulado,
cuerpo colegiado del que Napoleón participaba. Le bastó reducir los
tres cónsules a uno para, posteriormente, proclamar el Imperio
hereditario como garante de la república. Una monarquía plebeya,
bien argentina. Entre los muchos dislates que la posteridad guardó
como sus “frases célebres” hay una de triste carrera. Napoleón
sostenía que “Hay una clase de hombres que ha hecho a Francia más
daño que los revolucionarios más furiosos: los frasistas e
ideólogos”.
Ni
la izquierda ni la derecha se salvaron de semejante condena al
registro de lo imaginario o ideológico, condena que hoy vuelve de la
mano de la peor pesadilla: la derecha confesional que considera que
la verdad, al mismo tiempo natural y religiosa, tiene un solo
enemigo: la “ideología de género”.
Como
el joven Marx había caído en una tentación semejante (la ideología
como una conciencia falsa del mundo y de las relaciones en el mundo),
muchas veces es difícil contestar a las bestias. Que lean, en
principio, El
18 Brumario de Luis Bonaparte,
donde Marx, ya maduro, demuestra que lo imaginario cumple una función
específica en el desarrollo de los procesos históricos.
La
perspectiva de género es, en efecto, una ideología, porque propone
la posibilidad de imaginar mundos, relaciones y potencias del ser no
necesariamente actuales. Cumple un papel decisivo en los procesos de
transformación de las sociedades que, hasta ahora, no se han
convertido en más injustas o más violentas por las perspectivas de
género sino por otra cosa: la fuerza bruta y la ignorancia, en
primer término.
Que
alguien suponga más cantidad de verdad en los cuentitos complicados
de las religiones monoteístas que en esa plaga, la horoscopía (que
azota incluso las páginas de este diario), sólo puede sostenerse en
una ignorancia que se regocija como tal. Sólo como ejemplo: las
funciones que se reservaron a las mujeres en los relatos de los
grandes libros dogmáticos de las religiones tuvieron una función
histórica. Pero en modo alguno pueden aplicarse en nuestras
sociedades, no guardan ninguna “verdad” esencial, salvo la del
Tiempo. Confiar en esas “frases” es como pretender que un
Emperador sea el guardián de la República. Cosas de chicos brutos.