por Alessandro Baricco para Substrack vía Perfil
1. Es difícil precisarlo ahora, pero hubo un día, reciente, en que
Gaza dejó de ser el nombre de una tierra para convertirse en la
definición de una frontera: la línea roja que muchos elegimos como
frontera infranqueable. Desde ese día, luchar junto a Gaza dejó de ser
una opción política que pudiera legitimarse o cuestionarse.
Se
convirtió en un movimiento mental en el que una determinada humanidad
tomó distancia de otra, afirmando su propia idea de la Historia y
exigiendo la devolución del mundo a quienes se lo robaban.
Ya
no importaba lo que uno pudiera pensar sobre el conflicto entre Hamas e
Israel, ni los prejuicios que uno pudiera tener sobre los judíos o el
terrorismo: todo se apagó como una vela en una casa en llamas, ya que
Gaza se convirtió en mucho más que una situación geopolítica sobre la
que tomar posición: hoy es el nombre de una determinada manera de estar
en el mundo.
Los primeros en comprenderlo, me pareció, fueron los jóvenes,
aquellos de entre 15 y 25 años. Era extraño verlos desplegar esas
banderas palestinas, saliendo de repente de su letargo político. Es
decir, era difícil hablar con estos chicos de Salvini, Meloni, incluso
de Trump. No parecían interesados. El cambio climático y la identidad de
género: esas eran las cosas que los apasionaban. De repente, un día, te
los encuentras en la plaza, cuatro gatos locos, con esa bandera de una
tierra lejana de la que, objetivamente, no sabían casi nada. Hoy, cuando
cientos de miles de personas en todo el mundo salen a las calles con
esa bandera, tenemos que admitir que esos chicos estaban un cuarto de
hora por delante del resto: y ahora es muy importante entender cómo se
anticiparon a los demás y qué salto conceptual dieron con una velocidad a
la que nadie más fue capaz.
2. Hay una falla, y
vivimos justo encima de ella. A un lado, la tierra emergente del siglo
XX, con sus valores, sus principios y su trágica historia. Y al otro, un
continente, a menudo sumergido, que se separa del siglo XX, impulsado
por la revolución digital, motivado por el desprecio, por los horrores
del pasado, y dirigido por una nueva inteligencia. Donde se produce la
fractura, la tierra tiembla. El siglo XX no cede, y el nuevo continente
continúa desgarrándose. No tengo grandes dudas sobre cómo terminará: el
siglo XX irá a la deriva, continente casi deshabitado, destinado a ser
estudiado en libros y museos.
Pero en estos últimos meses nos
vimos obligados a recordar una verdad incómoda, que tal vez habíamos
reprimido: no hay nada más peligroso que un animal moribundo.
Tras
sus últimos estertores, el siglo XX comenzó a abandonar la resistencia
serena que había defendido con firmeza y, presentiendo su fin, comenzó a
asestar golpes violentos, volviéndose extremadamente agresivo. Lo hizo
reviviendo uno de sus rasgos de identidad más fuertes: la creencia en
que la guerra es una solución y el sufrimiento civil un precio aceptable
para financiar el conflicto entre las élites. Tanto la agresión rusa
contra Ucrania como la guerra entre Hamas e Israel tienen su origen en
el siglo XX. Las ondas expansivas de fenómenos como el imperialismo y el
colonialismo, que fueron sellos distintivos del pensamiento de los
siglos XIX y XX, aún se pueden sentir. Los relatos que quedaron sin
resolver tras la Segunda Guerra Mundial o la Guerra Fría son fácilmente
reconocibles. Y el catálogo de productos con los que el siglo XX se
vendió durante mucho tiempo queda al descubierto: el culto a las
fronteras, la centralidad de las armas y los ejércitos, la religión del
nacionalismo. Todo es un mismo paquete: el último aliento del animal
moribundo. La larga ola de un desastre.
3. Ante
todo esto, al principio fue difícil de entender. Parecían temblores
sísmicos, como si el suelo se moviera. Era el momento en que tenía
sentido tomar partido o trazar una línea entre el bien y el mal. Lo
hicimos, cada uno según sus propias convicciones. Luego llegó Gaza.
Entonces,
instintivamente, sentimos que, en realidad, solo había una línea, y era
la que trazaba el acuífero sobre el que nos balanceábamos. Un mundo
moribundo a un lado, un nuevo continente al otro. Parecía urgente decir
de qué lado estábamos. Y Gaza nos ayudó a hacerlo, porque es una
síntesis nítida y cristalina de una enorme grieta: es donde un terremoto
entero tiembla solo una vez, en un solo lugar, en un solo momento.
4.
Muchos, al tomar partido, se alinearon con el continente que se está
desintegrando. Una vez más, quisiera aclarar un concepto que me parece
valioso. Nada garantiza que la civilización que estamos construyendo
sea, en última instancia, mejor que la que la precedió; pero podemos
afirmar con cierta certeza que nació para desmantelar los esquemas que
hicieron posible el desastre del siglo XX (dos guerras mundiales, los
campos de exterminio, la bomba atómica, la Guerra Fría, la edad de oro
del totalitarismo; quiero recordar). Se puede pensar lo que se quiera
sobre la llamada revolución digital, pero sería insensato no admitir
que, consciente o inconscientemente, derrumbó los búnkeres estructurales
y culturales sobre los que el siglo XX había podido construir su propio
desastre: a través de lo digital, elegimos un mundo inmensamente más
fluido, más transparente, en el que muros y fronteras pierden su
consistencia; aceptamos el riesgo de liberar toda la información y las
opiniones poniéndolas en circulación casi sin precaución; aceleramos el
tiempo, creando de hecho una mesa de juego en constante cambio,
impidiendo que las ideas se anquilosaran o se convirtieran en mitos;
dificultamos enormemente la creación de espacios protegidos donde la
Historia pudeira suceder, al abrigo de miradas indiscretas; e hicimos
más impenetrable el ejercicio del dominio por parte de cualquier élite.
Ninguna de estas acciones está exenta del riesgo de tener consecuencias
dramáticas: pero si las tomamos, es por una razón que nunca debemos
perder de vista: nos parecía urgente intentar vivir de otra manera, para
no morir igual que nuestros padres.
Y estaba claro que el
meollo del asunto residía precisamente allí donde guerra, violencia y
armas formaban un meollo primitivo del que queríamos borrar todas las
huellas. Si existía una forma traumática pero definitiva de recordarnos
todo esto, Gaza lo era. Nos recordó a muchos que ya vivimos en un mundo
diferente –con nuestras mentes, con nuestros gestos cotidianos–, un
mundo diferente donde Gaza no es posible. Es más: no estamos dispuestos a
aceptar que el animal moribundo recupere el centro del tablero, nos
traiga de vuelta y secuestre nuestras visiones. Más allá de la compasión
instintiva y dolorosa que inspira Gaza, el verdadero insulto es
sentirse despojado –violenta, arrogante y ferozmente– de algo demasiado
preciado: el futuro que deseamos. ¿Quién podría entender esto mejor que
los niños?
5. Entonces, en una protesta callejera,
surgen todo tipo de motivaciones y resentimientos, está de más decirlo.
Pero sigo convencido de que la esencia del apoyo a la causa de Gaza
reside en una clara elección de bandos respecto a esta historia de dos
civilizaciones opuestas, que en Gaza se enfrentan con la mayor
evidencia. Soy consciente, además, de que este no es un apoyo
mayoritario, por sorprendentemente masivo que sea. Pero entra en juego
otro fenómeno que me sorprendió y que solo había vislumbrado
parcialmente: la tremenda resistencia del siglo XX. Si intento
explicarlo, me viene a la mente esto: hay una enorme porción del tejido
económico, político, intelectual y social que supo jugar el juego del
siglo XX, pero aún no es capaz de jugar el de la nueva civilización.
Entonces se agazapa entre los pliegues del animal moribundo. Permítanme
dar un ejemplo muy concreto: hay mucha gente que sabe cómo ganar dinero
en el hábitat del siglo XX y que aún no sabe cómo hacerlo en la
civilización digital. Un ejemplo fácil: los medios de comunicación. Me
refiero a los grandes medios tradicionales del pasado. Los periódicos
impresos, por ejemplo, otros animales moribundos (y lo digo con
tristeza). La ligereza con la que a menudo avivan los vientos de guerra
delata un instinto de refugiarse en los tonos e ideas que durante mucho
tiempo les han asegurado cierta centralidad y, por lo tanto, sólidas
ganancias. Comprensible, pero extremadamente peligroso. No menos
transparente es la voluptuosidad con la que élites intelectuales enteras
–para quienes la lucidez debería ser un deber– se dejan seducir e
hipnotizar por el animal moribundo y lo vuelven a colocar en el centro
del juego. No parece estar a su alcance articular visiones, ni siquiera
análisis, aplicables al mapa del nuevo mundo: siguen creando partidas
refinadas en un tablero de ajedrez que deberían ser los primeros en
destruir. Lo hacen con una voluptuosa propensión a la autodestrucción.
Es un fenómeno doloroso.
De hecho, los choques de
civilizaciones se deciden en gran medida por la capacidad narrativa, es
decir, por la eficacia con la que algunos logran convertir una masa
nebulosa de hechos en una historia convincente y, por tanto, en
realidad.
Que tantos narradores talentosos estén trabajando a
estas horas para darle oxígeno a una narrativa tan agotada como la del
siglo XX –ella y su desolada épica guerrera– es algo que suele provocar
reacciones muy duras.
6. Si las cosas fueran
aunque solo sea remotamente como he intentado describir, es obvio que
Europa tendría un papel fundamental en este momento histórico. Es cierto
que nuestro continente es muy antiguo y, por lo tanto, está
necesariamente sumido en la nostalgia. Pero también es cierto que somos
el siglo XX, y por lo tanto nadie lo conoce como nosotros: donde el
siglo XX fue tragedia y donde fue asombro, allí estuvimos, más que
nadie. Sabemos exactamente dónde están las trampas, dónde están los
errores y dónde está el truco. Solo necesitamos un mínimo de claridad
para comprender cómo funciona el animal moribundo, y por eso, nada
debería estar más lejos de nosotros que temerle: solo hay una cosa que
deberíamos hacer, y seríamos capaces de hacer: acabar con él.
Quisiera
ser claro: esto no significa rendirnos ciegamente a la civilización
digital; significa usarla para escapar de nuestros errores para siempre.
Pero
no es eso lo que estamos haciendo. Escuchar la palabra “rearme”
filtrarse en las mentes más representativas del continente es una
vergüenza, intelectualmente incomprensible. Verse obligado a escuchar el
tono viril con el que prometen defender cada centímetro de nuestra
querida tierra europea es inaceptable. Más bien, deberíamos decir, con
una suavidad completamente diferente, que defenderemos cada centímetro
de la civilización que imaginamos, y no lo haremos con armas, sino con
la obtusa paciencia con la que los animales buscan el agua y los ríos el
mar.
7. También está Trump, observa alguien. Y
sobre todo, la América trumpiana. Es cierto. Pero ahí, para ser sincero,
no entiendo mucho; me faltan los elementos. Creo que habría que vivir
mucho tiempo en Estados Unidos, en estos años, para entenderlo. Desde
lejos, solo percibo la urgencia de no confundir el trumpismo –como
ciertos populismos europeos– con otro manotazo de animal moribundo. No
es tan sencillo. Hay una encrucijada de corrientes difícil de analizar.
Sin duda, hay una regresión instintiva a los patrones de pensamiento del
siglo XX, tan rudimentarios como útiles en tiempos de confusión. El
regreso al culto a los muros y las fronteras es un claro ejemplo. Pero
esta regresión no ocurre en su forma pura, como lo habría hecho en el
siglo XX, sino que viaja constantemente diluida en sustancias que
parecen derivar de una cierta química típica de la nueva civilización:
sospecha de las élites, individualismo de masas, incluso cierta
inclinación a interpretar la realidad con los patrones formales del
juego, desplazando el centro de gravedad de las cosas a una superficie
vagamente lúdica y desconfiando de la profundidad como código para leer
lo real. Por supuesto, el ensamblaje es difícil de digerir debido a su
tendencia a virar hacia lo vulgar, lo arrogante, lo adolescente y lo
simplemente imbécil. Pero las revoluciones, inevitablemente, producen
contramovimientos espectaculares cuyo diseño no siempre se puede
controlar. La Revolución Francesa de 1789, por ejemplo, una revolución
que cambió la mitad del mundo, rebotó en una acrobacia túrgida cuyo
kitsch está espléndidamente resumido en la pintura de Ingres de Napoleón
como emperador. Vale la pena echarle un vistazo.
Diecisiete años pasaron entre la toma de la Bastilla y ese cuadro.
Los mismos años que pasaron entre el lanzamiento del primer iPhone y la
victoria de Trump en las elecciones presidenciales de 2024. (Sí, sé que
la comparación le encantaría al viejo Donald. Disculpen. Pero la idea
queda clara).
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(Traducción: Guillermo Piro)