Lo conocí en una rave, en Costanera Sur (1999). Nos reunió, en el mismo banco de piedra, la saturación de música tecno y el hastío, que seguramente no tenía la misma raíz en cada uno de nosotros. El primer equívoco fue casi instantáneo: cuando no entendía lo que yo decía (pese a mis modulaciones exageradas, lentas, casi insultantes -lo sé ahora-) me preguntó si era extranjero. Contesté que sí, en la esperanza de que la extranjería nos fuera, a ambos, más soportable que el sistema de clases o las abismales diferencias de edad (que constituyen otras clases): él tenía, qué se yo, 18 años. Por supuesto, le pregunté por los tatuajes apenas perceptibles en el fondo negro de la noche. Eran muchos: en los brazos, las piernas, los tobillos. Lo que eran, él me lo contaba. Y me contaba también que cada seis meses, como mucho, agregaba un tatoo a su cuerpo magro. No llegamos a discutir por qué lo hacía. No había en su cabeza, seguramente, palabras para explicar algo que, por definición, escapa a las gramáticas usuales de la carne.
Que haya o no haya cuerpos, ese ha sido siempre el problema (pero también el misterio) de las religiones y las artes. Sujeto al trabajo, el cuerpo es una cosa. Sujeto al deseo, el cuerpo es otra. Y no haría falta más que el trabajo o el deseo para comprender los cuerpos, volverlos visibles y otorgarles sentido. Y sin embargo, hay otros cuerpos sujetos a otros regímenes de visibilidad y de significación: son los cuerpos tatuados, que por el solo hecho de convertirse en un mero soporte de otras marcas (¿de escritura? ¿de pintura? ¿de diseño?), escapan a las lógicas sociales de la fabricación de cuerpos.
¿Qué hace un marcado con su cuerpo? Por fortuna hay libros e investigaciones que nos muestran y nos dicen algo de lo que pasa por los cuerpos y las mentes de tatuados y tatuadores. Biografía de la piel[1] de Paula Croci y Mariano Mayer es una investigación de dos años (dirigida por María Moreno) alrededor del sentido del tatuaje y lo que agrega (o quita) al cuerpo. Andi Nachon y Diego Sasturain (hermano, él mismo, de un tatuador profesional) publicaron, antes, El libro del tatuaje. Historia, arte y técnica[2]. Son los primeros intentos argentinos para pensar un arte "milenario" y "marginal". Sí, el tatuaje es una marca de pertenencia (a tal tribu, a tal grupo, a tal ideología, a tal comunidad soñada). Sí, el tatuaje es el registro de una historia porque el tatuado elige el registro de momentos conmemorativos. Sí, el tatuaje es un desafío a los poderes del tiempo y de la muerte (el delirio del tatuado es la conservación, en un museo, de su piel).
Pero sobre todo el tatuaje es una resistencia a esas gramáticas sociales de la carne. El tatuado sabe que el dibujo tiene límites: las manos, la cara, las superficies de la sociabilidad laboral no deben marcarse porque esa marca saca al cuerpo del mercado. ¿Y qué deseos podría alguien sostener en relación con un cuerpo que se plantea no como gozoso, sino como el mero soporte de una escritura secreta, de un lenguaje imposible de ser articulado sin pensar en Dios o en el Demonio? Ni laboral ni sexual, ni masculino ni femenino, el cuerpo tatuado es el límite de la clasificación.
Y sin embargo, como todo, el tatuaje también puede ser moda, distinción, la marca pública de un cierto riesgo controlado. Ese expansivo dragón que, en una playa, destella desde un biceps tenso y trabajado. Esa araña minúscula que se desliza dentro de una bikini y cuyo rastro hay que imaginar por todo el cuerpo. Sí, esas pieles permanecen sujetas al trabajo, y también al deseo, y también a la lógica de los signos de la moda. No hay disidencia allí, no hay goce, no hay secretos. Lo único que queda es la distancia irónica y es la distancia lo que vuelve al tatuaje un objeto interesante. En el cuerpo argentino, recuerda a la tortura y la picana. En los cuerpos de los otros, hasta puede ser objeto de codicia: querer comprar la piel tatuada, guardarla, verla como a un cuadro (Escrito en el cuerpo).
Pero el verdadero sentido del tatuaje no es estético, ni económico, ni sexual, porque en definitiva el verdadero tatuado sustrae a la circulación social su piel marcada para siempre: es él y es él doblemente porque es el único que sabe, aún cuando no vea lo que su piel muestra.
Kafka (que odiaba toda marca corporal) inventó una máquina para tatuar, estatal y condenatoria. "En la colonia penitenciaria" cuenta el funcionamiento de ese aparato que graba sobre el cuerpo del condenado la sentencia que él no conoce y que comprende sólo en el momento en que va a morir. El tatuaje es otra cosa: no hay Estado ni hay condenado en la interioridad de la práctica del tatuaje. Es el tatuado, él, consigo mismo. Y es sólo él y para él que se decide el destino de esa piel, como un límite entre dos que no se conocen. Es el tatuado el único que sabe (el dolor y el sentido que ha puesto sobre sí). Y es el tatuaje, como un balbuceo, lo único que queda.
Nosotros, lo dicen ellos, somos extranjeros.
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