lunes, 7 de marzo de 2005

Marcos y Álvaro

Marcos es profesor de gimnasia pero el abanico de sus intereses es tan amplio que cada día nos enteramos de algo nuevo. Sabemos, por ejemplo, que como cosa secundaria da clases de esgrima. En el cumpleaños de Ariel le preguntamos a Carlos, un amigo suyo que practica ese deporte en el mismo club donde Marcos dicta sus clases de "esgrima de bastón" (Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires) si lo conocía. Nos contestó que no porque, si bien son pocas las personas que se entregan a los rigores de la espada y el florete, él se ejercita en otra variedad (sobre las que, justo es decirlo, sé muy poco; ya me pondré al tanto). Nuestro vecino tiene una cicatriz en la cara producto de su propio entrenamiento (lo que, lejos de afearlo, le agrega ese no se qué de criminalidad o aventurerismo que solemos asociar con las clases bajas). A él le pregunté si lo conoce a Rafael, el primo de Andrés, el hijo de Guido, que supo reportar en la selección argentina de esgrimistas y llegó a ganar alguna medalla en juegos panamericanos (o cosa así). Lo conocía de nombre pero no personalmente, lo que es lógico, porque Rafael vive desde hace años en Cambridge, donde da clases en la Harvard Business School.
Yo pensaba que la esgrima, por sus características, era un deporte que podía practicarse más allá de los estrechos límites de la juventud, pero parece que en eso también me equivocaba y, como todos los demás, los esgrimistas se convierten en otra cosa después de los 35 años. Marcos lo sabe pero no se hace problema porque no pretende practicarlo competitivamente, sino por el puro placer y la elegancia de los movimientos que induce.

Hace unos días, leí en un blog que frecuento y que festejaba su primer aniversario: "Bueno, para ese entonces tenía un amigo que se llamaba Marcos, persona que, por razones que desconozco, se lo ha chupado el planeta tierra, gracias a Dios. Señor que, seguramente, enamorado corrió a los brazos de una mujer no correspondida, como ha de sucederle a cualquier idiota". Entendí perfectamente el resentimiento que puede leerse en esas líneas. Pero lo que pasó con Marcos es un poco diferente: no corrió a los brazos de una mujer, sino que volvió a los de un hombre, Álvaro. Y se ve que avergonzado (no intentamos tirar de la cuerda más de lo que una primera cena lo permitía, y además quedamos presos de otro hilo narrativo), abandonó su anterior círculo de relaciones.
La mudanza de Marcos y Álvaro a nuestro edificio fue decidida un poco por ese drástico cambio de intereses afectivos y otro poco por razones económicas.
La historia de Álvaro Bustos (que no es "exactamente" el primo de Marcos) ocupó casi toda la sobremesa (comimos cus-cus, que es la nueva estrella de nuestra cocina, y después lomo al horno con papas, batatas y manzanas asadas). Oriundo de la ciudad de Caucete, su familia es aparentemente víctima de la furia de los dioses y es por eso que su biografía está puntuada de una serie de catástrofes que, si bien es cierto que individualmente no impresionan, todas juntas parecen antes un argumento melodramático que una vida.
S. sostiene que no me cae bien Álvaro, pero está equivocado: lo que en todo caso me provoca una cierta inquietud es su aparente regodeo en la propia desdicha, como si el único modo de existencia posible fuera la contrariedad (en eso, se parece mucho a mi madre), además de que es de esas personas que nos vuelven supersticiosos, contra todos nuestros principios. S. sostiene también (porque dije que "no me parece que Álvaro sea un tipo como para Marcos") que lo digo porque Marcos me gusta. En eso, no se equivoca: si bien tengo muchas más afinidades intelectuales con Álvaro, el rencor que expresa contra el mundo me agobia un poco. Menos torturado, Marcos se coloca frente al mundo con una gracia por un lado envidiable y por el otro reconfortante. El placer que se deduce de su compañía, sin embargo, no es de índole erótica (lo considero un chico) sino puramente estético.
Álvaro Bustos nació en Caucete, de donde su familia es oriunda. Su abuelo, en algún momento de su vida, hizo alguna cosa mala y ahí empezó la lista de calamidades. Enfermo de los riñones, el abuelo de Álvaro debía someterse a las por entonces costosísimas sesiones de diálisis, que no se hacían sino en los grandes hospitales, lo que lo obligaba a viajar frecuentemente, acompañado de su mujer. Su prole (cuatro hijos separados con regularidad matemática por dos años de edad cada uno del otro) quedaba a cargo, durante largos períodos, de los empleados de la pequeña finca vitivinícola de la que era propietario, con lo cual terminaron adoptando el estilo de vida, los prejuicios y las supersticiones de los sectores populares.
A Álvaro le contaron (o lo inventó él, en todo caso resulta verosímil), las sesiones de espiritismo, los exorcismos caseros y las frecuentes peregrinaciones a la
Difunta Correa a las que la familia se entregaba con la ilusión de obtener una cura milagrosa para los padecimientos del abuelo, que se decía descendiente directo de esa muerta, y que aspiraba, por lo tanto, a un tratamiento de privilegio por parte de la Difunta.
Como yo recuerdo, durante mi infancia, haber concurrido al santuario (si encuentro alguna foto prometo publicarla), reconstruimos con Álvaro la desdichada historia de su antepasadísima: en 1835 un criollo de apellido Bustos fue reclutado en una leva para las montoneras de Facundo Quiroga y llevado por la fuerza a La Rioja. Su mujer, María Antonia Deolinda Correa, desesperada, decidió seguir a pie y con el fruto de su amor en brazos las huellas de la leva. Murió en el intento, agotada, deshidratada y ya sin esperanzas. Varios días después, unos arrieros encontraron el cadáver, que iba siendo víctima de los caranchos y otros animales carroñeros, y al niño vivo, alimentándose (inverosímilmente) del pecho de la madre, que fue enterrada en el cementerio Vallecito, en la cuesta de la sierra Pie de Palo. Que su marido (que no vuelve a aparecer en la historia) se llamara Bustos parece otra broma del destino antes que una corroboración de las doctrinas psicoanalíticas del siglo pasado.
Sucedió que el abuelo de Álvaro, porque no podía, una vez, cumplir la promesa hecha a la Difunta de ir caminando a pie, descalzo, hasta su santuario, ofreció a cambio una recompensa dineraria que fue aceptada por los administradores del Santuario, ya por entonces un próspero y mítico destino de peregrinación.
La Difunta, en cambio, parece haberse sentido menos conforme con el arreglo, porque al día siguiente de la espuria transacción desencadenó, el 15 de enero de 1944, a las 20 horas y 50 minutos, un terremoto de proporciones épicas como resultado del cual prácticamente todos los Bustos (con la sola excepción de la madre de Álvaro, que por circunstancias que no me fueron comunicadas no estaba acompañando a su familia en un viaje a la capital provincial) murieron aplastados por los escombros y hierros retorcidos de un silo cerealero. La cabeza del abuelo, limpiamente cortada por un alambre o algo semejante, no apareció nunca y el cuerpo debió ser enterrado sin esa pieza fundamental.
Álvaro dice que cada tanto sueña con esa cabeza, que viene del pasado a atormentarlo, pero yo sé que miente porque su descripción se parece demasiado a la de Mansilla. También cuenta (y esto me parece más creíble) que las dificultades con las que la Iglesia local se ha encontrado a la hora de pretender la canonización de la Difunta tienen que ver precisamente con su carácter vengativo, porque el mismo terremoto que convirtió a casi toda su familia en una papilla indescifrable terminó con la vida de 10.000 personas. Y es difícil de aceptar en un santo un comportamiento semejante.
Salvada por milagro, la madre de Álvaro, que entonces tenía apenas 6 años, fue a parar a un colegio católico regenteado por una congregación de monjas poco hábiles para lidiar con niñas traumatizadas. Cada tanto se escapaba del internado, con el secreto proyecto de volver a su casa familiar, donde se acostaba desnuda sobre la tierra a llorar la muerte de sus tres hermanos, sus padres, sus tíos y, seguramente, sus compañeros de juegos. Al principio, los cuidadores de la Finca (que fueron arruinándola paulatinamente en su propio benefecio) avisaban a la Congregación y la devolvían a su encierro. Pero en aquella época se ve que no era fácil administrar los servicios sociales y los departamentos de protección a la infancia y, después de la última escapada, la (entonces ya) joven quedó librada a su propia suerte. Volvió a su casa natal, donde una nueva generación se había hecho cargo de aquello que por derecho sucesorio le correspondía pero que por intervención de abogados y apoderados inescrupulosos había pasado ya a otras manos. Esta vez, la echaron sin miramientos, pero con la promesa de un resarcimiento futuro. La madre de Álvaro, fue a parar a la finca de uno de los tiranos de la localidad, que consideró que entre las obligaciones domésticas de la niña, además del tutelaje sobre las tareas escolares de sus hijos (se conoce que las monjitas algo le enseñaron), era fundamental que ella supiera satisfacer las demandas sexuales que su esposa (dama católica y antiperonista) le negaba sistemáticamente.

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