por Daniel Link para Perfil
A veces, las multitudes lo emocionan cuando marchan y se manifiestan con
un objetivo, cuando celebran o lamentan un determinado episodio y se
transforman en algo así como una conciencia comunitaria o una
sensibilidad compartida. Pero lo más frecuente es que las multitudes le
provoquen claustrofobia. Cuando cortan una calle y el tránsito se vuelve
“caótico” y la ciudad “colapsa” (como gustan de titular los periódicos)
prefiere no salir de su casa o, si no le queda más remedio, caminar.
Los taxis y colectivos quedan atrapados en un mar de metal y cemento
incandescentes y los subterráneos se convierten en trampas
claustrofóbicas en las que miles de personas resignadas se apiñan de la
peor manera.
No sabe qué lo enoja más, si la incapacidad de los
administradores de la ciudad para diseñar un sistema de transporte
eficiente o el cinismo para negar las condiciones infrahumanas en las
que se vive.
Hace unos días tuvo la ocurrencia de seguir con el
subte hasta Constitución para visitar la nueva estación de cabecera. La
obra no estaba terminada, las escaleras mecánicas no andaban, en los
andenes la gente casi no podía moverse entre el tren y la pared.
Salió
a la calle casi sin aliento y caminó hasta su casa pensando en 300 mil
personas amontonadas para escuchar una o varias canciones, algunas de
los cuales incluso gastaron dinero para ello.
Las sociedades de
masas son así, le diría algún sociólogo complaciente. Argentina es así,
le diría algún historiador que conociera los procesos de
hiperconcentración urbana resultado de la distribución desigual del
trabajo, la salud y la educación. Buenos Aires es así, podría decir
cualquier habitante resignado a una ciudad cada vez más inhabitable y
administrada al mínimo.
En un par de años, como mucho, vuelve a
hacerse esa promesa, se mudará al campo, donde ninguna amenaza
destituyente podrá alcanzarlo y donde amasará una nueva relación con el
paisaje.
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