"cuando tenés un problema es cuando tenés que ver la embergadura de tus equipos"
(anterior) jueves, 31 de agosto de 2017
miércoles, 30 de agosto de 2017
martes, 29 de agosto de 2017
sábado, 26 de agosto de 2017
Sí, se puede
Por Daniel Link para Perfil
Se puede seguir diciendo “qué barbaridad” ante cada atentado que, más allá de los muertos, refuerza el carácter policíaco de las sociedad contemporáneas, se puede salir cada mañana con una sonrisa a la calle, ignorando los cuerpos de los que duermen ahítos de paco, vino rancio o desesperanza en los umbrales de las casas, se puede seguir sin preocupación auténtica el enrarecimiento climático y el derretimiento de los hielos polares, se puede marcar en un mapa, con curiosidad de entomólogo, las migraciones desesperadas de hombres, mujeres y animales, se puede seguir reclamando una solución que tal vez nos sea dada para la inflación, el desempleo, la falta de horizontes, se puede seguir pidiendo mano dura contra los crímenes de pobreza y se puede seguir apostándolo todo a una educación que, sin embargo, se degrada día a día, se puede seguir añorando melancólicamente la época de los grandes discursos y relatos, se puede mirar televisión reprimiendo las ocasionales arcadas ante la grosería, la misoginia y la homofobia, se pueden contabilizar las unidades de energía consumida en humo, en polvo, en nada y pagar con obediencia civil la factura a fin de mes, se puede concurrir voluntariamente a los tribunales para reconocer una violación a unas reglas del tránsito completamente caprichosas y aceptar la pena, se puede seguir comprando muebles hechos con pedazos de selva desmontada, se puede seguir confiando en que la justicia burguesa restablezca alguna vez los valores que se dicen perdidos desde hace rato y se puede seguir soñando con una hipoteca que reinstale la burbuja vertiginosa de 2008 que algunos países nunca conocieron.
Se puede seguir confiando en los bancos y la bancarización de la vida cotidiana, se puede reemplazar, por supuesto que se puede, la solidaridad por la mera expectativa compungida, se pueden comprar dólares con cuentagotas con la ilusión de que servirán para algo, se puede encender la radio para escuchar las voces que no tienen nada para decir pero que no pueden callar porque son el soporte agónico de una siguiente tanda comercial, un ruido negro, negrísimo, que trae por contraste el recuerdo del ruido blanco que fue el arrullo de la infancia. Se puede aceptar el desbaratamiento y el abaratamiento de la lengua, se pueden aceptar los lugares comunes, enhebrados uno tras otro, como un collar de cuentas de fantasía, se puede, se puede. ¿Quién dijo que no se puede?
Mejor que apostar a lo que se puede, es apostar a lo imposible y que es, por eso mismo, necesario: la construcción del bien común, la aspiración a la felicidad total, de todos, de todas y de todes, la algarabía de un día nuevo que anuncia que los cuerpos podrán circular libremente entre fronteras, grupos y clases y que el mundo no se está muriendo de puro conformismo y de tristeza.
Se puede seguir diciendo “qué barbaridad” ante cada atentado que, más allá de los muertos, refuerza el carácter policíaco de las sociedad contemporáneas, se puede salir cada mañana con una sonrisa a la calle, ignorando los cuerpos de los que duermen ahítos de paco, vino rancio o desesperanza en los umbrales de las casas, se puede seguir sin preocupación auténtica el enrarecimiento climático y el derretimiento de los hielos polares, se puede marcar en un mapa, con curiosidad de entomólogo, las migraciones desesperadas de hombres, mujeres y animales, se puede seguir reclamando una solución que tal vez nos sea dada para la inflación, el desempleo, la falta de horizontes, se puede seguir pidiendo mano dura contra los crímenes de pobreza y se puede seguir apostándolo todo a una educación que, sin embargo, se degrada día a día, se puede seguir añorando melancólicamente la época de los grandes discursos y relatos, se puede mirar televisión reprimiendo las ocasionales arcadas ante la grosería, la misoginia y la homofobia, se pueden contabilizar las unidades de energía consumida en humo, en polvo, en nada y pagar con obediencia civil la factura a fin de mes, se puede concurrir voluntariamente a los tribunales para reconocer una violación a unas reglas del tránsito completamente caprichosas y aceptar la pena, se puede seguir comprando muebles hechos con pedazos de selva desmontada, se puede seguir confiando en que la justicia burguesa restablezca alguna vez los valores que se dicen perdidos desde hace rato y se puede seguir soñando con una hipoteca que reinstale la burbuja vertiginosa de 2008 que algunos países nunca conocieron.
Se puede seguir confiando en los bancos y la bancarización de la vida cotidiana, se puede reemplazar, por supuesto que se puede, la solidaridad por la mera expectativa compungida, se pueden comprar dólares con cuentagotas con la ilusión de que servirán para algo, se puede encender la radio para escuchar las voces que no tienen nada para decir pero que no pueden callar porque son el soporte agónico de una siguiente tanda comercial, un ruido negro, negrísimo, que trae por contraste el recuerdo del ruido blanco que fue el arrullo de la infancia. Se puede aceptar el desbaratamiento y el abaratamiento de la lengua, se pueden aceptar los lugares comunes, enhebrados uno tras otro, como un collar de cuentas de fantasía, se puede, se puede. ¿Quién dijo que no se puede?
Mejor que apostar a lo que se puede, es apostar a lo imposible y que es, por eso mismo, necesario: la construcción del bien común, la aspiración a la felicidad total, de todos, de todas y de todes, la algarabía de un día nuevo que anuncia que los cuerpos podrán circular libremente entre fronteras, grupos y clases y que el mundo no se está muriendo de puro conformismo y de tristeza.
miércoles, 23 de agosto de 2017
Correspondencia
Queridxs, dear friends, liebe alle
disculpen
la molestia. Hace más de tres semanas, "desapareció" el activista
Santiago Maldonado en un ataque de la Gendarmería Nacional a la
comunidad mapuche Lof Cushamen. Siguiendo la iniciativa de Amnesty
International, el Observatorio Argentino junta firmas de académicxs y
trabajadorxs de la cultura exigiendo informaciones al gobierno
argentino. Vean aquí nuestro texto, gracias por distribuirlo y por
aportar su firma:
More
than 3 weeks ago, the activist Santiago Maldonado "disappeared" on the
hands of the Argentine National Police during an attack on the Mapuche
community of Lof Cushamen. Following a call from Amnesty International,
the Observatorio Argentino is collecting signatures from academics and
cultural workers around the world asking the Argentine government to
take responsibility. Please read our text here, thanks in advance for
signing and sharing:
seit
einem Angriff der Nationalen Gendarmerie auf die Mapuche-Community Lof
Cushamen vor über drei Wochen ist in Argentinien der Aktivist Santiago
Maldonado "verschwunden". Einem Aufruf von Amnesty International
folgend, sammelt das Observatorio Argentino Unterschriften, um von der
argentinischen Regierung Aufklärung über Santiagos Verbleib und
Schicksal einzufordern. Bitte lest unseren Text hier, Danke im voraus
für Eure Unterschrift und die Weiterverbreitung!
Abrazos
Jens
Jens Andermann
martes, 22 de agosto de 2017
Por lo que sigue del mundo (último capítulo de Ahora)
Vía Artillería inmanente
Eso que en nosotros aspira a forjar las cadenas interiores que nos oprimen,
Eso que hay en nosotros tan enfermo que se aferra a tan precarias condiciones de existencia,
Eso que está tan agotado por la miseria, las necesidades y los golpes que cada día el mañana parece más lejano que la luna,
Eso que encuentra grato el tiempo pasado bebiendo cafés latte con fondo de jungle en los cafés para hípsteres mientras surfea en su MacBook, el domingo de la vida aliada con el fin de la historia,
Espera soluciones.
Ciudades en transición, economía social y solidaria, VI República, municipalismo alternativo, renta universal, la película Mañana, migración hacia el espacio, mil nuevas cárceles, expulsión del planeta de todos los extranjeros, fusión hombre-máquina… Ya sean ingenieros, directivos, militantes, políticos, ecologistas, actores o simples charlatanes, todos aquellos que pretenden ofrecer soluciones al desastre actual en realidad no hacen sino una cosa: imponernos su definición del problema con la esperanza de hacernos olvidar que obviamente ellos mismos forman parte de él.Como decía un amigo: «La solución al problema que ves en la vida es un modo de vivir que hace desaparecer el problema».
Nosotros no tenemos programa ni soluciones que vender. Destituir, en latín, también es decepcionar. Todas las esperas están por decepcionar. De nuestra experiencia singular, nuestros encuentros, nuestros logros, nuestros fracasos, extraemos una percepción evidentemente partidaria del mundo, que la conversación entre amigos afina. Quien experimenta como justa una percepción es lo bastante grande para extraer las consecuencias, o al menos una especie de método.
Por muy renegada que esté, la cuestión del comunismo sigue siendo el meollo de la época. Aunque solo sea porque el reino de su contrario —la economía— jamás ha sido tan consumado. Las delegaciones del Estado chino que anualmente van a poner flores en la tumba de Marx en Londres no engañan a nadie. Desde luego, uno puede eludir la cuestión comunista. Uno puede acostumbrarse a sortear cada mañana los cuerpos de los sintecho o de los migrantes en la calle de camino a la oficina. Uno puede seguir en tiempo real el derretimiento de los hielos polares, la subida de los océanos o las migraciones enloquecidas, en todos los sentidos, de animales y hombres. Uno puede seguir fraguando su cáncer cada vez que ingurgita una cucharada de puré. Uno puede decirse que la recuperación, un poco de autoridad o el ecofeminismo vendrán a resolver todo esto. Continuar así es pagar el precio de reprimir en nosotros el sentimiento de vivir en una sociedad intrínsecamente criminal y que no pierde ocasión de recordarnos que formamos parte de su pequeña organización de delincuentes. Cada vez que entramos en contacto con ella —por el uso de cualquiera de sus artefactos, el consumo de la más mínima mercancía o el trabajo que hacemos para ella—, nos hacemos sus cómplices, contraemos un poco del vicio que la fundamenta: el vicio de explotar, de saquear, de socavar las condiciones mismas de toda existencia terrestre. Ya no hay sitio para la inocencia en ningún rincón de este mundo. No nos queda más que elegir entre dos crímenes: el de participar en él o desertarlo con el fin de derribarlo. Si la caza al criminal y la sed de castigo y de juicio son tan desenfrenadas en nuestros días, es solo para procurar por un instante a los espectadores un sucedáneo de inocencia. Pero como el alivio dura poco, hay que recomenzar incesantemente a condenar, castigar, acusar, para resarcirse. Kafka explicaba así el éxito de la novela policíaca: «En la novela policíaca se trata siempre de descubrir secretos que están ocultos tras acontecimientos extraordinarios. En la vida, es exactamente al revés. El secreto no está agazapado en un segundo plano. Bien al contrario, se presenta desnudo delante de nuestras narices. Por eso no lo vemos. La banalidad cotidiana es la mayor historia de bribones que existe. A cada segundo nos codeamos, sin reparar en ello, con millares de cadáveres y de crímenes. Es la rutina de nuestra existencia. Y para el caso en que, a pesar de nuestra habituación, no obstante todavía haya algo que nos sorprenda, disponemos de un maravilloso calmante, la novela policíaca, que nos presenta todo secreto de la existencia como un fenómeno excepcional y merecedor de acabar en los tribunales. Así pues, la novela policíaca no es ninguna tontería, sino un sostén de la sociedad, un peto almidonado que disimula bajo su blancura la dura y cobarde inmoralidad que, por otra parte, se hace pasar por buenas costumbres». Se trata de saltar fuera de la fila de los asesinos.
Pocas cuestiones han sido tan mal planteadas como la del comunismo. La cosa no viene de ayer. Está ya en toda la Antigüedad. Abrid el Libro de los salmos y lo veréis. La lucha de clases data al menos de los profetas de la Antigüedad judaica. Lo que el comunismo tiene de utopía lo encontramos ya en los apócrifos de la época: «La tierra será común a todos y ya no habrá ni muros ni fronteras… Todos vivirán en común y la riqueza se volverá inútil… Y ya no habrá pues ni pobres ni ricos, ni tiranos ni esclavos, ni grandes ni pequeños, ni reyes ni señores, sino que todos serán iguales».
La cuestión del comunismo ha sido mal planteada, para empezar, porque se ha planteado como cuestión social, es decir, como cuestión estrictamente humana. A pesar de esto, nunca ha cesado de trabajar el mundo. Si continúa recorriéndolo, es porque no procede de una fijación ideológica, sino de una experiencia vivida, fundamental, inmemorial: la experiencia de la comunidad, que revoca tanto los axiomas de la economía como las bellas construcciones de la civilización. No hay jamás comunidad como entidad, solo como experiencia. Y se trata de la experiencia de la continuidad entre seres o con el mundo. En el amor, en la amistad, experimentamos esa continuidad. En mi presencia serena, aquí, ahora, en esta ciudad familiar, ante esta vieja Sequoia sempervirens cuyas ramas agita el viento, experimento esa continuidad. En este motín en el que nos mantenemos juntos en el plan que nos hemos fijado, en el que los cánticos de los camaradas nos dan valor, en el que un street medic saca del apuro a un desconocido herido en la cabeza, experimento esa continuidad. En esta imprenta en la que reina una vieja Heidelberg de cuatro colores de la que se ocupa un amigo, mientras yo preparo los pliegos, otro amigo pega y un tercero guillotina este pequeño samizdat que hemos concebido juntos, en este fervor y este entusiasmo, experimento esa continuidad. No hay yo y el mundo, yo y los demás, hay yo, con los míos, en este pequeño pedazo del mundo que amo, irreductiblemente. Ya hay bastante belleza en el hecho de estar aquí y en ningún otro lugar. No es un signo menor de los tiempos que un guardabosques alemán, y no un hippie, arrase al revelar que los árboles se «hablan», «se quieren», «se cuidan los unos a los otros» y saben «acordarse» de lo que han atravesado. A esto lo llama La vida secreta de los árboles. Con decir que hay incluso un antropólogo que se pregunta sinceramente ¿Cómo piensan los bosques? Un antropólogo, no un botánico. Al tomar al sujeto humano aislado de su mundo, al arrancar a los mortales de todo lo que vive a su alrededor, la modernidad no podía más que concebir un comunismo exterminador, un socialismo. Y este socialismo no podía contemplar a los campesinos, los nómadas y los «salvajes» más que como un obstáculo que hay que barrer, como un fastidioso residuo al pie de la contabilidad nacional. Ni siquiera podía ver el comunismo del que eran portadores. Si el «comunismo» moderno ha podido soñarse como fraternidad universal, como igualdad realizada, ha sido extrapolando insolentemente el hecho vivido de la fraternidad en el combate, de la amistad. Pues ¿qué es la amistad si no la igualdad entre los amigos?
Sin la experiencia, aunque sea puntual, de la comunidad, nos morimos, nos desecamos, nos volvemos cínicos, duros, desérticos. La vida es esa ciudad fantasma poblada por maniquíes sonrientes, y que funciona. Nuestra necesidad de comunidad es tan imperiosa que, tras haber arrasado todos los vínculos existentes, el capitalismo ya no carbura más que con la promesa de «comunidad». ¿Qué son las redes sociales, las aplicaciones de citas, si no esa promesa perpetuamente incumplida? ¿Qué son todas las modas, todas las tecnologías de la comunicación, todas las love songs, si no un modo de mantener el sueño de una continuidad entre los seres en la que al final todo contacto queda obstruido? Esta promesa frustrada de comunidad redobla oportunamente su necesidad. La vuelve incluso histérica, y hace trabajar cada vez más rápido la máquina de hacer dinero de quienes la explotan. Mantener la miseria y ofrecer un desenlace posible es el gran resortedel capitalismo. En 2015, solo la plataforma de vídeospornográficos PornHub fue visitada 4392486580 horas, o sea dos veces y media el tiempo que el Homo sapiens lleva sobre la Tierra. Hasta la obsesión de esta época por la sexualidad y su derroche de pornografía hacen manifiesta la necesidad de comunidad en el extremo mismo de su privación. Cuando Milton Friedman dice que «el mercado es un mecanismo mágico que permite unir cotidianamente a millones de individuos sin que necesiten amarse, ni siquiera hablarse», describe el resultado ocultando el proceso que ha conducido a tantas personas al mercado, ese mediante el cual el mercado las sujeta, y que no es solo el hambre, la amenaza o el afán de lucro. Friedman se ahorra también confesar las devastaciones de toda naturaleza que permiten establecer algo así como «un mercado»y presentarlo como natural. Lo mismo ocurre cuando un marxista pontifica: «La enfermedad, la muerte, las penas de amor y los imbéciles persistirán después del capitalismo. Lo que no existirá ya será esa paradójica pobreza masiva que acarrea la producción abstracta de riquezas. Ya no volveremos a ver un sistema fetichista autónomo ni una forma social dogmática» (Robert Kurz). La cuestión del comunismo se plantea, en cada una de nuestras existencias ínfimas y únicas, también a partir de lo que nos pone enfermos. A partir de lo que nos hace morir a fuego lento. A partir de nuestros fracasos amorosos. A partir de eso que nos vuelve hasta tal punto extranjeros los unos a los otros que, a guisa de explicación de todas las desgracias del mundo, nos complacemos con la estúpida idea de que «la gente es imbécil». Negarse a ver esto equivale a llevar nuestra insensibilidad en bandolera. Algo que se ajusta bien al tipo de virilidad macilenta y miope requerida para convertirse en economista.
A esto los marxistas, o al menos muchos de ellos, añaden una cierta cobardía ante los menores problemas de la vida, que era ya la marca del Barbudo. Los hay incluso que organizan coloquios sobre la «idea del comunismo» que parecen hechos a propósito para que el comunismo se quede en una idea y no se moleste demasiado en entrar en la vida. Por no mencionar los conventículos en los que se pretende decretar quién es y quién no es «comunista».
Con la quiebra de la socialdemocracia europea frente a la Primera Guerra Mundial, Lenin decide remodelar el escaparate del viejo socialismo decrépito pintándole encima la bonita palabra «comunismo». Entonces la toma prestada, cómicamente, de los anarquistas, que entretanto la había convertido en su estandarte. Esta oportuna confusión entre socialismo y comunismo hizo mucho durante el pasado siglo para que esta palabra se convirtiera en sinónimo de catástrofe, matanza, dictadura y genocidio. Desde entonces anarquistas y marxistas juegan al pimpón con la pareja individuo-sociedad, sin inquietarse por que esta falsa antinomia haya sido forjada por el pensamiento económico. Rebelarse contra la sociedad en nombre del individuo o contra el individualismo en nombre del socialismo es darse contra un muro. La sociedad es siempre la sociedad de los individuos. Si desde hace tres buenos siglos individuo y sociedad no han cesado de afirmarse el uno a expensas del otro, es porque este dispositivo afinado y oscilante hace girar año tras año esa encantadora bobina llamada «economía». Ahora bien, al contrario de lo que nos pinta la economía, lo que hay en la vida no son individuos dotados de toda suerte de propiedades, de las que podrían hacer uso o de las que podrían deshacerse. Lo que hay en la vida son apegos, agenciamientos, seres situados que se mueven en todo un conjunto de vínculos. Al hacer suya la ficción liberal del individuo, el «comunismo» moderno no podía más que confundir propiedad y apego, y llevar la devastación allí mismo donde creía luchar contra la propiedad privada y construir el socialismo. En esto recibió buena ayuda de una gramática en la que propiedad y apego no se dejan distinguir. ¿Qué diferencia gramatical hay cuando yo hablo de «mi hermano» o de «mi barrio» y Warren Buffet dice «mi holding» o «mis acciones»? Ninguna. Y sin embargo, en un caso se habla de apego y en el otro de propiedad legal, de algo que me constituye por un lado y de un título que poseo por el otro. Solo sobre la base de tal confusión hemos podido figurarnos que un sujeto como la «Humanidad» podría existir. La Humanidad, es decir, todos los hombres arrancados de forma similar de lo que teje su existencia determinada y fantasmáticamente reunidos en un enorme trasto inencontrable. Al destrozar todos los apegos que constituyen la textura propia de los mundos con el pretexto de abolir la propiedad privada de los medios de producción, el «comunismo» moderno hizo efectivamente tabla rasa… de todo. Esto es lo que les ocurre a los que practican la economía, incluso criticándola. «No había que criticar la economía. ¡Había que salir de ella!», habría dicho Lyotard. El comunismo no es una «organización económica superior de la sociedad», sino la destitución de la economía.
La economía reposa por tanto sobre dos ficciones cómplices, la de la «sociedad» y la del «individuo». Destituirla implica situar esta falsa antinomia y sacar a la luz lo que esta pretende recubrir. Lo que tienen en común estas ficciones es hacernos ver entidades, unidades cerradas, cuando lo que hay son vínculos. La sociedad se presenta como la entidad superior que agrega todas las entidades individuales. Desde Hobbes y el frontispicio del Leviatán, siempre es la misma imagen: el gran cuerpo del soberano compuesto por todos los cuerpecillos minúsculos, homogeneizados, serializados, de sus súbditos. La operación de la que vive la ficción social consiste en pisotear todo lo que conforme la existencia situada de cada ser humano singular, borrar los vínculos que nos constituyen, negar los agenciamientos en los que entramos, para a continuación recuperar los átomos, bastante lisiados, así obtenidos y retomarlos en un vínculo completamente ficticio: el famoso y espectral «vínculo social». De modo que contemplarse como ser social es siempre aprehenderse desde fuera, relacionarse consigo mismo haciendo abstracción de uno mismo. La marca propia de la aprehensión económica del mundo es no captar nada si no es exteriormente. El cabrón jansenista de Pierre Nicole, que tanto influyó en los fundadores de la economía política, revelaba la receta ya en 1671: «Por corrompida que fuese esta sociedad interiormente y a los ojos de Dios, no habría cosa exteriormente más arreglada, ni más civil, ni más justa, ni más pacífica, ni más honesta, ni más generosa; y lo más admirable sería, que no estando animada, ni movida, sino por el amor propio, no aparecería este, y careciendo de caridad, no se vería por todas partes sino la forma y caracteres de la caridad». Ninguna cuestión sensata puede ser planteada sobre esta base, y mucho menos resuelta. Solo puede ser cuestión de gestión. No en vano, «sociedad» es sinónimo de empresa. Ya era el caso, por cierto, en la antigua Roma. Bajo Tiberio, cuando uno montaba un negocio, estaba montando una societas. Una societas, una sociedad, es siempre una alianza, una asociación voluntaria a la que uno se adhiere y de la que uno se retira de acuerdo con sus intereses. Se trata, en definitiva, de una relación,de un «vínculo» en exterioridad, un «vínculo» que no toca nada en nosotros y del que uno se despide indemne, un «vínculo» sin contacto, y en consecuencia no se trata en absoluto de un vínculo.
La textura propia de toda sociedad estriba en que los humanos se han reunido en ella gracias a eso mismo que los separa: el interés. En la medida en que estos se encuentran en ella en cuanto individuos, en cuanto entidades cerradas, y en consecuencia de manera siempre revocable, se han reunido en ella en cuanto separados. Schopenhauer ofreció una sobrecogedora imagen de la consistencia propia de las relaciones sociales, de sus inimitables delicias y de «la insociable sociabilidad humana»: «Un grupo de puercoespines se apiñaba en un frío día de invierno para evitar congelarse calentándose mutuamente. Sin embargo, pronto comenzaron a sentir unos las púas de los otros, lo cual les hizo volver a alejarse. Cuando la necesidad de calentarse les llevó a acercarse otra vez, se repitió aquel segundo mal; de modo que anduvieron de acá para allá entre ambos sufrimientos hasta que encontraron una distancia mediana en la que pudieron resistir mejor. Así la necesidad de compañía, nacida del vacío y la monotonía del propio interior, impulsa a los hombres a unirse; pero sus muchas cualidades repugnantes y defectos insoportables les vuelven a apartar unos de otros. La distancia intermedia que al final encuentran y en la cual es posible que se mantengan juntos es la cortesía y las buenas costumbres».
El genio de la operación económica consiste en ocultar el plano en el que comete sus fechorías, ese en el que libra su verdadera guerra: el plano de los vínculos. De esta suerte derrota a sus adversarios potenciales y puede presentarse como plenamente positiva, cuando obviamente está animada por un feroz apetito de destrucción. Hay que decir que los vínculos se prestan bien a ello. ¿Qué hay más inmaterial, sutil, impalpable que un vínculo? ¿Qué hay menos visible, menos oponible, pero más sensible, que un vínculo destruido? La anestesia contemporánea de las sensibilidades, su despedazamiento sistemático, no es solo el resultado de la supervivencia en el seno del capitalismo; es su condición. No sufrimos en cuanto individuos, sufrimos por intentar serlo. Como la entidad individual no existe ficticiamente más que desde el exterior, «ser un individuo» exige mantenerse fuera de sí, extranjeros de nosotros mismos; exige en el fondo renunciar a todo contacto tanto con uno mismo como con el mundo y con los otros. Evidentemente, a todo el mundo le está permitido tomarlo todo desde el exterior. Basta con prohibirse sentir, y en consecuencia estar ahí, y en consecuencia vivir. Nosotros preferimos tomar el partido contrario, el del gesto comunista. El gesto comunista consiste en tomar las cosas y los seres desde el interior, en tomarlos por el medio. ¿A dónde conduce tomar al «individuo» por el medio o desde el interior? En nuestros días, conduce al caos. Un caos desorganizado de fuerzas, trozos de experiencia, jirones de infancia, fragmentos de sentido, propensiones contradictorias y en la mayoría de los casos sin comunicación entre ellas. Decir que esta época ha dado a luz un material humano en un estado lamentable es decir poco. Tiene una gran necesidad de ser reparado. Todos lo sentimos. La fragmentación del mundo encuentra un fiel reflejo en el espejo hecho pedazos de las subjetividades.
Que eso que aparece exteriormente como una persona no sea en realidad más que un complejo de fuerzas heterogéneas no es una idea nueva. Los indígenas tzeltales de Chiapas disponen de una teoría de la persona según la cual los sentimientos, las emociones, los sueños, la salud y el temperamento de cada cual están regidos por las aventuras y desventuras de todo un montón de espíritus que viven al mismo tiempo en nuestro corazón y en el interior de las montañas, y que se pasean. No somos hermosas completitudes egóticas, Yoes bien unificados. Estamos compuestos por fragmentos, rebosamos de vidas menores. En hebreo, la palabra «vida» es un plural, al igual que la palabra «rostro». Porque en una vida hay muchas vidas y en un rostro muchos rostros. Los vínculos entre los seres no se establecen de entidad a entidad. Todo vínculo va de fragmento de ser a fragmento de ser, de fragmento de ser a fragmento de mundo, de fragmento de mundo a fragmento de mundo. Se establece más acá y más allá de la escala individual. Agencia inmediatamente entre ellas porciones de seres que de golpe se descubren al mismo nivel, se experimentan como continuos. Esta continuidad entre fragmentos es lo que se siente como «comunidad». Un agenciamiento se produce. Es eso que experimentamos en todo verdadero encuentro. Todo encuentro recorta en nosotros un dominio propio en el que se mezclan indistintamente elementos del mundo, del otro y de uno mismo. El amor no pone en relación a los individuos, más bien opera un corte en cada uno de ellos, como si de pronto estuvieran atravesados por un plano especial donde se encuentran caminando juntos sobre cierta capa del mundo. Amar no es nunca estar juntos, sino devenir juntos. Si amar no deshiciese la unidad ficticia del ser, el «otro» no sería capaz de hacernos sufrir hasta ese punto. Si en el amor una parte del otro no se encontrase formando parte de nosotros, no tendríamos que guardarle luto cuando llega la hora de la separación. Si solo hubiera relaciones entre los seres, nadie se comprendería. Todo giraría sobre el malentendido. Por eso no hay ni sujeto ni objeto del amor; hay una experiencia del amor.
Los fragmentos que nos constituyen, las fuerzas que nos habitan, los agenciamientos en los que entramos, no tienen razón alguna para componer un todo armonioso, un conjunto fluido, una articulación móvil. En nuestros días, la experiencia banal de la vida consiste más bien en una sucesión de encuentros que poco a poco nos deshacen, nos desintegran, nos hurtan progresivamente todo punto de apoyo seguro. Si el comunismo tiene que ver con el hecho de organizarse colectivamente, materialmente, políticamente, es en la medida exacta en que esto significa también organizarse singularmente, existencialmente, sensiblemente. O bien hay que consentir en volver a caer en la política o en la economía. Si el comunismo tiene un objetivo, es la gran salud de las formas de vida. La gran salud se obtiene, en el contacto con la vida, mediante la paciente articulación de los miembros disjuntos de nuestro ser. Se puede vivir una vida entera sin experimentar nada, guardándose bien de sentir y de pensar. La existencia se reduce entonces a un lento movimiento de degradación. Desgasta y daña, en lugar de dar forma. Las relaciones, cuando se desvanece el milagro del encuentro, no pueden más que ir de herida en herida hacia su consumición. A la inversa, a quien rechaza vivir al lado de sí mismo, a quien acepta experimentar, la vida le da progresivamente forma. Se convierte, en el pleno sentido de la palabra, en forma de vida.
En las antípodas de esto están los métodos de construcción militantes heredados, tan sobradamente defectuosos, tan agotadores, tan destructivos, cuando quisieran construir tanto. El comunismo no se juega en la renuncia a uno mismo, sino en la atención al más mínimo gesto. Es una cuestión de plano de percepción, y en consecuencia de modo de hacer. Una cuestión práctica. Eso a lo que la percepción de las entidades —individuales o colectivas— bloquea el acceso es el plano en el que las cosas pasan realmente, el plano en el que las potencias colectivas se hacen y se deshacen, se refuerzan o se deshilachan. Es en este plano y solo en él en el que lo real, incluido lo real político, se vuelve legible y cobra sentido. Vivir el comunismo no es trabajar para que exista la entidad a la que uno se adhiere, sino desplegar y profundizar un conjunto de vínculos, es decir, en ocasiones cortar algunos. Lo esencial pasa en el nivel de lo ínfimo. Para el comunista, el mundo de los hechos importantes se extiende hasta donde la vista se pierde. Lo que la percepción en términos de vínculos viene a revocar positivamente es toda la alternativa entre lo individual y lo colectivo. Un «yo» que, en situación, suena justo puede ser un «nosotros» de una rara potencia. Del mismo modo, la felicidad propia de toda Comuna remite a la plenitud de las singularidades, a cierta calidad de los vínculos, al resplandor en su seno de cada fragmento de mundo: fin de las entidades, de su sobrevuelo, fin de los enclaustramientos individuales y colectivos, fin del reino del narcisismo. «El único y verdadero progreso —escribía el poeta Franco Fortini— consiste y consistirá en alcanzar un lugar más alto, visible, vidente, donde será posible promover las potencias y las cualidades de cada existencia singular». Lo que hay que desertar no es «la sociedad» ni «la vida individual», sino la pareja que conforman juntos. Nos hace falta aprender a movernos sobre otro plano.
Hay desagregación flagrante de la «sociedad», pero también hay, por su parte, maniobra de recomposición. Como en muchas ocasiones, es hacia el otro lado del Canal de la Mancha a donde hay que dirigir nuestra mirada para ver qué nos espera. Lo que nos espera es lo que ponen ya en obra los gobiernos conservadores en Gran Bretaña desde 2010: la «Big Society». Como su nombre no lo indica, el proyecto de «Gran Sociedad» del que aquí se trata consiste en un desmantelamiento terminal de las últimas instituciones que vagamente recuerdan al «Estado Social». Lo que resulta curioso es que esta pura reforma neoliberal enuncia así sus prioridades: «dotar de más poderes a las “comunidades” (localismo y descentralización), alentar a las personas a comprometerse activamente en su “comunidad” (voluntariado), transferir competencias del gobierno central hacia las autoridades locales, apoyar las cooperativas, las mutualidades, las asociaciones caritativas y las “empresas sociales”, publicar los datos públicos (open government)». La maniobra de la sociedad liberal, en el momento en que ya no pude ocultar su implosión, consiste en tratar de salvar la naturaleza particular, y particularmente poco apetitosa, de las relaciones que la constituyen multiplicándose al infinito en una pululación de mil pequeñas sociedades: los colectivos. Los colectivos en todos los géneros —de ciudadanos, de residentes, de trabajo, de barrio, de activistas, de asociaciones, de artistas— son el porvenir de lo social. También a ellos se adhiere uno como individuo, sobre una base igualitaria, en torno a un interés, y es libre de dejarlos cuando quiera. Tanto es así que comparten con lo social su textura aguada y ectoplásmica. Tienen la apariencia de ser simplemente una realidad borrosa, pero este carácter borroso es su marca distintiva. La compañía de teatro, el seminario, el grupo de rock, el equipo de rugby, son formas colectivas. Son agenciamiento de una multiplicidad de heterogéneos. Contienen a humanos distribuidos con diferentes posiciones, con diferentes tareas, que diseñan una configuración particular, con instancias, espaciamientos, un ritmo. Y contienen también todo tipo de no-humanos — lugares, instrumentos, materiales, rituales, gritos, estribillos. Esto es lo que hace de ellos formas, formas determinadas. Pero lo que caracteriza al «colectivo» en cuanto tal es justamente que es informe. Y esto hasta en su formalismo. El formalismo, que se propone ser un remedio a su ausencia de forma, es sólo una máscara o una astucia, y generalmente temporal. Basta con hacer acto de pertenencia al colectivo y con ser aceptado para formar parte de él al mismo título que todos los demás. La igualdad y la horizontalidad aquí postuladas transforman en el fondo toda singularidad afirmada en escandalosa o insignificante, y hacen de una envidia difusa su tonalidad afectiva fundamental. Son por tanto, como consecuencia, únicamente ambiciones inconfesadas, agitaciones entre bastidores, chismes ridículos. Los mediocres encuentran aquí un opio gracias al cual olvidar su sentimiento de insuficiencia. La tiranía propia de los colectivos es la de la ausencia de estructura. Es por esto que tienen tendencia a expandirse por todas partes. Cuando se es verdaderamente cool, en nuestros días, no se hace únicamente un grupo de música, se hace un «colectivo de músicos». Ídem para los artistas contemporáneos y sus «colectivos artísticos». Y puesto que la esfera del arte anticipa tan a menudo lo que va a generalizarse como la condición económica de todos, no nos sorprenderá escuchar a un investigador en management y «especialista en actividad colectiva» describir esta evolución: «Antes, se consideraba al equipo como una entidad estática donde cada uno tenía su papel y su objetivo. Se hablaba entonces de equipo de producción, de intervención, de decisión. Ahora, el equipo es una entidad en movimiento porque los individuos que lo componen cambian de papeles para adaptarse a su entorno, que a su vez es cambiante. El equipo es considerado hoy como un proceso dinámico». ¿Qué asalariado de las «profesiones innovadoras» ignora todavía lo que significa la tiranía de la ausencia de estructura? Así se realiza la perfecta fusión entre explotación y autoexplotación. Si todas las empresas no son todavía colectivos, los colectivos son desde ya empresas — empresas que no producen mayoritariamente nada, nada más que a sí mismas. Del mismo modo en que una constelación de colectivos podría sin duda tomar el relevo de la vieja sociedad, es de temer que el socialismo se sobreviva como socialismo de los colectivos, de los grupitos de gente que se obliga a «vivir junta», es decir: a hacer sociedad. En ninguna parte se habla tanto de «vivir-juntos» como en donde todo el mundo, en el fondo, se inter-detesta y en donde nadie sabe vivir. «Contra la uberización de la vida, los colectivos», titulaba recientemente un periodista. Los autoempresarios también necesitan un oasis contra el desierto neoliberal. Pero los oasis, a su vez, son aniquilados: quienes buscan en ellos refugio llevan consigo la arena del desierto.
Cuanto más se siga desagregando la «sociedad», más crecerá la atracción por los colectivos. Figurarán una falsa salida de ella. Este atrapa-tontos funciona tanto mejor cuando el individuo atomizado experimenta duraderamente la aberración y la miseria de su existencia. Los colectivos tienen vocación de reagregar a aquellos que este mundo rechaza, o que lo rechazan. Pueden incluso prometer una parodia de «comunismo», que inevitablemente termina por decepcionar y engrosar la masa de los asqueados de todo. La falsa antinomia que forman juntos individuo y colectivo no es, sin embargo, difícil de desenmascarar: todas las taras que el colectivo acostumbra achacar tan generosamente al individuo —el egoísmo, el narcisismo, la mitomanía, el orgullo, la envidia, la posesividad, el cálculo, la fantasía de omnipotencia, el interés, la mentira— se las encuentra peor, de forma más caricaturesca e inatacable en los colectivos. Nunca un individuo conseguirá ser tan posesivo, narcisista, egoísta, celoso, de mala fe y creer en sus propias tonterías de lo que puede un colectivo. Los que dicen «Francia», «el proletariado», «la sociedad» o «el colectivo» parpadeando los ojos, cualquiera que tenga el oído fino no puede más que escuchar que no dejan de decir «¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!». Para construir algo colectivamente potente hace falta comenzar por renunciar a los colectivos y a todo lo que acarrean de desastrosa exterioridad con respecto a uno mismo, al mundo y a los otros. Heiner Müller iba más lejos: «Lo que ofrece el capitalismo apunta a conjuntos colectivos, pero está formulado de tal manera que los hace estallar. Lo que ofrece en cambio el comunismo es la soledad absoluta. El capitalismo nunca ofrece la soledad, sino siempre solamente la puesta en común. McDonald’s es la oferta absoluta de la colectividad. Uno se sienta por todas partes en el mundo en el mismo local; se come la misma mierda y todos están contentos. Porque en McDonald’s son un colectivo. Incluso los rostros en los restaurantes McDonald’s se vuelven cada vez más similares. […] Existe el cliché del comunismo como colectivización. En absoluto; el capitalismo es la colectivización […]. El comunismo es el abandono del hombre a su soledad. Frente a tu espejo el comunismo no te dice nada. Ésa es su superioridad. El individuo es reducido a su existencia propia. El capitalismo puede siempre darte algo, en la medida en que aleja a la gente de sí misma» (Errores de impresión).
Sentir, escuchar, ver no son facultades políticamente indiferentes ni equitativamente repartidas entre los contemporáneos. Y el espectro de lo que unos y otros perciben es variable. Por lo demás, es de rigor, en las relaciones sociales actuales, permanecer en la superficie, temer que un invitado no sea presa de vértigo abismando su mirada en sí mismo. Si todo el circo social sigue durando es porque cada uno se mata manteniendo la cabeza fuera del agua cuando habría más bien que aceptar dejarse caer hasta tocar algo sólido. El nacimiento de lo que se volvió, en el curso del conflicto contra la ley Trabajo, el «contingente de cabeza» es el efecto de una visión. Algunos cientos de «jóvenes» vieron, desde las primeras manifestaciones, que los cuerpos sindicales desfilaban como zombis, que no creían una palabra de los eslóganes que vociferaban, que sus servicios de orden molían a golpes a los estudiantes de Liceo, que no había forma de seguir a aquel gran cadáver, que hacía falta por tanto a toda costa tomar la cabeza de la manifestación. Lo cual fue hecho. Y vuelto a hacer. Y vuelto a hacer. Hasta encontrar el límite en que el «contingente de cabeza» se repetía y no era ya un gesto en una situación, sino un sujeto contemplándose en el reflejo de los medios de comunicación, principalmente los alternativos. Era entonces el momento de desertar esta deserción que se estaba fijando, parodiándose. Y continuar moviéndose. Dicho esto, todo el tiempo en que se mantuvo vivo, este contingente de cabeza fue el lugar desde el cual las cosas se volvían claras, el lugar de una contaminación de la facultad de ver lo que pasaba. Por el simple hecho de que había lucha, de que determinaciones se enfrentaban, de que fuerzas se agregaban, se aliaban o se separaban, de que estrategias eran puestas en marcha, y de que todo esto se traducía en la calle, y no solamente en la tele, había situación. Lo real estaba de vuelta, pasaba algo. Uno podía estar en desacuerdo con aquello que pasaba, uno podía leerlo de modo contradictorio: al menos había legibilidad del presente. En cuanto a saber qué lecturas eran justas y cuáles falsas, el curso de los acontecimientos tenía tarde o temprano que decidirlo; y no era ya, entonces, un problema de interpretación. Si nuestras percepciones no estaban ajustadas, uno lo pagaba con macanazos. Nuestros errores no eran ya una cuestión de «punto de vista», se medían con puntos de sutura y con carnes con hematomas.
Deleuze decía de 1968 que se trató de un «fenómeno de videncia: una sociedad veía de un solo golpe lo que contenía de intolerable y veía también la posibilidad de otra cosa». A lo cual Benjamin añadía: «La videncia es la visión de lo que está tomando forma: […] percibir exactamente lo que sucede en el segundo mismo es más decisivo que saber por adelantado el futuro lejano». En las circunstancias ordinarias, la mayoría de la gente siempre acaba viendo, pero cuando es demasiado, demasiado tarde — cuando se ha vuelto imposible no ver y que ya no sirve de nada. La aptitud para la videncia no le debe nada a un vasto saber, que sirve bastante a menudo para ignorar lo esencial. Por el contrario, la ignorancia puede coronar la terquedad más banal con la ceguera. Digamos que la vida social exige de cada uno que no vea nada, o al menos que haga como si no viera nada.
No hay ningún sentido en compartir cosas si no se comienza por comunizar la aptitud de ver. Sin esto, vivir el comunismo se asemeja a un baile enfurecido en la oscuridad absoluta: nos golpeamos, nos herimos, nos producimos moretones en el alma y el cuerpo, sin siquiera quererlo y sin siquiera saber a quién, de manera justa, reprochárselo. Sumarse la capacidad de ver a unos y otros en cualquier dominio, componer nuevas percepciones y pulirlas al infinito, éste es el objeto central de toda elaboración comunista, el incremento de potencia inmediato que ella determina. Los que no quieren ver nada no pueden producir más que desastres colectivos. Hay que hacerse vidente, por uno mismo tanto como por los demás.
Ver es conseguir sentir las formas. Contrariamente a lo que una mala herencia filosófica nos ha inculcado, la forma no atañe a la apariencia visible, sino al principio dinámico. La verdadera individuación no es la de los cuerpos, sino la de las formas. Basta con examinar el proceso de ideación para convencerse de ello: nada ilustra mejor la ilusión del Yo individual y estable que la creencia de que yo tendría ideas, cuando lo que es cierto es que las ideas me vienen sin que siquiera sepa yo de dónde, de procesos neuronales, musculares, simbólicos tan enterrados que afluyen naturalmente al caminar, o cuando me quedo dormido y ceden las fronteras del Yo. Una idea que surge es un buen ejemplo de forma: en su enunciación entran en constelación sobre el plano del lenguaje algo infra-individual —una intuición, un destello de experiencia, un trozo de afecto— y algo supra-individual. Una forma es una configuración móvil que mantiene reunidos en sí, en una unidad tensa, dinámica, elementos heterogéneos del Yo y del mundo. «La esencia de la forma —decía el joven Lukács en su jerga idealista— siempre ha residido en el proceso por medio del cual dos principios que se excluyen absolutamente devienen forma sin abolirse recíprocamente; la forma es la paradoja que ha tomado cuerpo, la realidad de la experiencia vivida, la vida verdadera de lo imposible. Porque la forma no es la reconciliación sino la guerra, trasladada a la eternidad, de principios en lucha». La forma nace del encuentro entre una situación y una necesidad. Una vez nacida, afecta bastante más allá de sí misma. Se habrá visto, en el conflicto de la primavera de 2016, el nacimiento de una forma desde un punto perfectamente singular, perfectamente localizable. En el puente de Austerlitz, el 31 de marzo de 2016, un corajudo pequeño grupo avanzó hacia los antimotines y los hizo retroceder: había una primera línea de personas encapuchadas y con máscaras de gas con una pancarta reforzada, otras personas encapuchadas que las sujetaban en caso de intento de arresto y que formaban un bloque detrás de la primera línea, y detrás todavía y a los lados, otros encapuchados armados con palos que golpeaban a los policías. Tras aparecer esta pequeña forma, el video de su hazaña giró por las redes sociales. No dejó, en las semanas que siguieron, de hacer crías, hasta el acmé del 14 de junio de 2016 en que ya no fue posible contar a su progenitura. Puesto que en cada forma va algo de la vida propia, la verdadera pregunta comunista no es «¿cómo producir?», sino «¿cómo vivir?». El comunismo es la centralidad de la vieja pregunta ética, aquella misma que el socialismo histórico siempre tuvo por «metafísica», «prematura» o «pequeñoburguesa», y no la del trabajo. Es la destotalización general, y no la socialización de todo.
Para nosotros, el comunismo no es una finalidad. No hay «transición» hacia él. Es completamente transición: está en camino. Los diferentes modos de habitar el mundo nunca dejarán de cruzarse, de toparse y, por momentos, de combatirse. Todo estará siempre por ser reemprendido. No faltarán usuales leninistas para oponer a tal concepción, inmanente, del comunismo, la necesidad de una articulación vertical, estratégica, de la lucha. Y un instante después resonarán sin duda las grandes pezuñas de la «cuestión de la organización». La «cuestión de la organización» es ahora y siempre el Leviatán. En el momento en que la aparente unidad del Yo no consigue ya ocultar el caos de fuerzas, de vínculos y de participaciones que nosotros somos, ¿cómo seguir creyendo en la fábula de la unidad orgánica? El mito de la «organización» le debe todo a las representaciones de la jerarquía de las facultades naturales tal y como nos las han legado la psicología antigua y la teología cristiana. Nosotros ya no somos lo suficientemente nihilistas como para creer que habría en nosotros algo como un órgano psíquico estable —digamos: la voluntad— que comandaría a nuestras otras facultades. Este bello invento de teólogo, mucho más político de lo que parece, perseguiría un doble objetivo: por un lado, hacer del hombre, fríamente provisto de su «voluntad libre», un sujeto moral y entregarlo así tanto al Juicio Final como a los castigos del siglo; por otro lado, a partir de la idea teológica de un Dios que ha creado «libremente» el mundo y que por tanto se distingue esencialmente de su acción, instituir una separación formal entre el ser y el actuar. Esta separación, que iba a marcar duraderamente las concepciones políticas occidentales, ha vuelto ilegibles por siglos a las realidades éticas — el plano de las formas de vida siendo precisamente aquel de la indistinción entre lo que se es y lo que se hace. Por esto mismo «la cuestión de la organización» existe desde esos bolcheviques de la Antigüedad tardía que fueron los Padres de la Iglesia. Fue el instrumento de la legitimación de la Iglesia, del mismo modo en que lo será más tarde el de la legitimación del Partido. Contra esta cuestión oportunista, contra la existencia postulada de la «voluntad», hay que afirmar que lo que «quiere» en nosotros, lo que inclina no es nunca la misma cosa. Que es una simple resultante, en ciertos instantes cruciales, del combate que se libra en nosotros y fuera de nosotros una red enmarañada de fuerzas, de afectos, de inclinaciones, de un agenciamiento temporal en el que tal fuerza se ha sujetado temporalmente tanto más a otras fuerzas. Es un hecho que la secuencia de estos agenciamientos produce una suerte de coherencia que puede alcanzar una forma. Pero llamar en cada ocasión con el mismo nombre lo que se encuentra de modo contingente en posición de dominar o de dar el impulso decisivo, persuadirse de que se trata siempre de la misma instancia, persuadirse finalmente de que cualquier forma y cualquier decisión son tributarias de un órgano de decisión, esto es un truco de magia que ya ha durado demasiado. Haber creído por tanto tiempo en semejante órgano, y haber estimulado tanto este músculo imaginario, habrá conducido a la abulia fatal de la que parecen afectados en nuestros días los retoños tardíos del Imperio cristiano que somos nosotros. A esto, nosotros oponemos una atención fina a las fuerzas que habitan y atraviesan tanto a los seres como a las situaciones, y un arte de los agenciamientos decisivos.
Frente a la organización capitalista, una potencia destituyente no puede ciertamente recluirse a su propia inmanencia, el conjunto de lo que, a falta de luz solar, crece bajo el hielo, a todas las tentativas de construcción locales, a una serie de ataques puntuales, incluso si todo este pequeño mundo tuviera que encontrarse regularmente en grandes manifestaciones tumultuosas. Y la insurrección no esperará que todo el mundo se vuelva insurreccionalista, sin duda alguna. Pero el error por fortuna doloroso de los leninistas, trotskistas, negristas y demás subpolíticos está en creer que un período que ve todas las hegemonías rotas por los suelos podría todavía admitir una hegemonía política, incluso partidaria, como sueñan Pablo Iglesias o Chantal Mouffe. Lo que no ven es que, en una época de horizontalidad declarada, es la horizontalidad misma la que es la verticalidad. Nadie organizará ya la autonomía de los demás. La única verticalidad todavía posible es la de la situación, que se impone a cada uno de sus componentes porque los excede, porque el conjunto de las fuerzas en presencia es más que cada una de ellas. La única cosa que es capaz de unir transversalmente el conjunto de lo que deserta esta sociedad en un partido histórico, es la inteligencia de la situación, es todo aquello que la vuelve legible paso a paso, todo aquello que señala los movimientos del adversario, todo aquello que identifica los caminos practicables y los obstáculos — el carácter sistemático de los obstáculos. A partir de tal inteligencia, lo que es necesario de destacamento vertical para hacer inclinar ciertas situaciones en el sentido deseado puede sin duda improvisarse en la ocasión.
Semejante verticalidad estratégica no puede nacer más que de un debate constante, generoso y de buena fe. Los medios de comunicación son, en esta época, las formas de organización. Ésta es nuestra debilidad, porque no están en nuestras manos, y quienes los controlan no son nuestros amigos. No queda por tanto otra elección que la de desplegar un arte de la conversación entre los mundos, una conversación que hace falta cruelmente, y de la cual sólo puede emanar, al contacto de una situación, la decisión justa. Tal estado del debate sólo puede ganar el centro desde la periferia donde por el momento se mantiene a través de una ofensiva del lado de la sensibilidad, sobre el plano de las percepciones, y no del discurso. Nosotros hablamos de dirigirse a los cuerpos, y no sólo a la cabeza. «El comunismo es el proceso que apunta a volver sensible e inteligible la materialidad de las cosas llamadas espirituales. Hasta poder leer en el libro de nuestro propio cuerpo todo lo que los hombres hicieron y fueron bajo la soberanía del tiempo; y hasta descifrar las huellas del paso de la especie humana en una tierra que no conservará ninguna huella» (Franco Fortini).
Eso que en nosotros aspira a forjar las cadenas interiores que nos oprimen,
Eso que hay en nosotros tan enfermo que se aferra a tan precarias condiciones de existencia,
Eso que está tan agotado por la miseria, las necesidades y los golpes que cada día el mañana parece más lejano que la luna,
Eso que encuentra grato el tiempo pasado bebiendo cafés latte con fondo de jungle en los cafés para hípsteres mientras surfea en su MacBook, el domingo de la vida aliada con el fin de la historia,
Espera soluciones.
Ciudades en transición, economía social y solidaria, VI República, municipalismo alternativo, renta universal, la película Mañana, migración hacia el espacio, mil nuevas cárceles, expulsión del planeta de todos los extranjeros, fusión hombre-máquina… Ya sean ingenieros, directivos, militantes, políticos, ecologistas, actores o simples charlatanes, todos aquellos que pretenden ofrecer soluciones al desastre actual en realidad no hacen sino una cosa: imponernos su definición del problema con la esperanza de hacernos olvidar que obviamente ellos mismos forman parte de él.Como decía un amigo: «La solución al problema que ves en la vida es un modo de vivir que hace desaparecer el problema».
Nosotros no tenemos programa ni soluciones que vender. Destituir, en latín, también es decepcionar. Todas las esperas están por decepcionar. De nuestra experiencia singular, nuestros encuentros, nuestros logros, nuestros fracasos, extraemos una percepción evidentemente partidaria del mundo, que la conversación entre amigos afina. Quien experimenta como justa una percepción es lo bastante grande para extraer las consecuencias, o al menos una especie de método.
Por muy renegada que esté, la cuestión del comunismo sigue siendo el meollo de la época. Aunque solo sea porque el reino de su contrario —la economía— jamás ha sido tan consumado. Las delegaciones del Estado chino que anualmente van a poner flores en la tumba de Marx en Londres no engañan a nadie. Desde luego, uno puede eludir la cuestión comunista. Uno puede acostumbrarse a sortear cada mañana los cuerpos de los sintecho o de los migrantes en la calle de camino a la oficina. Uno puede seguir en tiempo real el derretimiento de los hielos polares, la subida de los océanos o las migraciones enloquecidas, en todos los sentidos, de animales y hombres. Uno puede seguir fraguando su cáncer cada vez que ingurgita una cucharada de puré. Uno puede decirse que la recuperación, un poco de autoridad o el ecofeminismo vendrán a resolver todo esto. Continuar así es pagar el precio de reprimir en nosotros el sentimiento de vivir en una sociedad intrínsecamente criminal y que no pierde ocasión de recordarnos que formamos parte de su pequeña organización de delincuentes. Cada vez que entramos en contacto con ella —por el uso de cualquiera de sus artefactos, el consumo de la más mínima mercancía o el trabajo que hacemos para ella—, nos hacemos sus cómplices, contraemos un poco del vicio que la fundamenta: el vicio de explotar, de saquear, de socavar las condiciones mismas de toda existencia terrestre. Ya no hay sitio para la inocencia en ningún rincón de este mundo. No nos queda más que elegir entre dos crímenes: el de participar en él o desertarlo con el fin de derribarlo. Si la caza al criminal y la sed de castigo y de juicio son tan desenfrenadas en nuestros días, es solo para procurar por un instante a los espectadores un sucedáneo de inocencia. Pero como el alivio dura poco, hay que recomenzar incesantemente a condenar, castigar, acusar, para resarcirse. Kafka explicaba así el éxito de la novela policíaca: «En la novela policíaca se trata siempre de descubrir secretos que están ocultos tras acontecimientos extraordinarios. En la vida, es exactamente al revés. El secreto no está agazapado en un segundo plano. Bien al contrario, se presenta desnudo delante de nuestras narices. Por eso no lo vemos. La banalidad cotidiana es la mayor historia de bribones que existe. A cada segundo nos codeamos, sin reparar en ello, con millares de cadáveres y de crímenes. Es la rutina de nuestra existencia. Y para el caso en que, a pesar de nuestra habituación, no obstante todavía haya algo que nos sorprenda, disponemos de un maravilloso calmante, la novela policíaca, que nos presenta todo secreto de la existencia como un fenómeno excepcional y merecedor de acabar en los tribunales. Así pues, la novela policíaca no es ninguna tontería, sino un sostén de la sociedad, un peto almidonado que disimula bajo su blancura la dura y cobarde inmoralidad que, por otra parte, se hace pasar por buenas costumbres». Se trata de saltar fuera de la fila de los asesinos.
Pocas cuestiones han sido tan mal planteadas como la del comunismo. La cosa no viene de ayer. Está ya en toda la Antigüedad. Abrid el Libro de los salmos y lo veréis. La lucha de clases data al menos de los profetas de la Antigüedad judaica. Lo que el comunismo tiene de utopía lo encontramos ya en los apócrifos de la época: «La tierra será común a todos y ya no habrá ni muros ni fronteras… Todos vivirán en común y la riqueza se volverá inútil… Y ya no habrá pues ni pobres ni ricos, ni tiranos ni esclavos, ni grandes ni pequeños, ni reyes ni señores, sino que todos serán iguales».
La cuestión del comunismo ha sido mal planteada, para empezar, porque se ha planteado como cuestión social, es decir, como cuestión estrictamente humana. A pesar de esto, nunca ha cesado de trabajar el mundo. Si continúa recorriéndolo, es porque no procede de una fijación ideológica, sino de una experiencia vivida, fundamental, inmemorial: la experiencia de la comunidad, que revoca tanto los axiomas de la economía como las bellas construcciones de la civilización. No hay jamás comunidad como entidad, solo como experiencia. Y se trata de la experiencia de la continuidad entre seres o con el mundo. En el amor, en la amistad, experimentamos esa continuidad. En mi presencia serena, aquí, ahora, en esta ciudad familiar, ante esta vieja Sequoia sempervirens cuyas ramas agita el viento, experimento esa continuidad. En este motín en el que nos mantenemos juntos en el plan que nos hemos fijado, en el que los cánticos de los camaradas nos dan valor, en el que un street medic saca del apuro a un desconocido herido en la cabeza, experimento esa continuidad. En esta imprenta en la que reina una vieja Heidelberg de cuatro colores de la que se ocupa un amigo, mientras yo preparo los pliegos, otro amigo pega y un tercero guillotina este pequeño samizdat que hemos concebido juntos, en este fervor y este entusiasmo, experimento esa continuidad. No hay yo y el mundo, yo y los demás, hay yo, con los míos, en este pequeño pedazo del mundo que amo, irreductiblemente. Ya hay bastante belleza en el hecho de estar aquí y en ningún otro lugar. No es un signo menor de los tiempos que un guardabosques alemán, y no un hippie, arrase al revelar que los árboles se «hablan», «se quieren», «se cuidan los unos a los otros» y saben «acordarse» de lo que han atravesado. A esto lo llama La vida secreta de los árboles. Con decir que hay incluso un antropólogo que se pregunta sinceramente ¿Cómo piensan los bosques? Un antropólogo, no un botánico. Al tomar al sujeto humano aislado de su mundo, al arrancar a los mortales de todo lo que vive a su alrededor, la modernidad no podía más que concebir un comunismo exterminador, un socialismo. Y este socialismo no podía contemplar a los campesinos, los nómadas y los «salvajes» más que como un obstáculo que hay que barrer, como un fastidioso residuo al pie de la contabilidad nacional. Ni siquiera podía ver el comunismo del que eran portadores. Si el «comunismo» moderno ha podido soñarse como fraternidad universal, como igualdad realizada, ha sido extrapolando insolentemente el hecho vivido de la fraternidad en el combate, de la amistad. Pues ¿qué es la amistad si no la igualdad entre los amigos?
Sin la experiencia, aunque sea puntual, de la comunidad, nos morimos, nos desecamos, nos volvemos cínicos, duros, desérticos. La vida es esa ciudad fantasma poblada por maniquíes sonrientes, y que funciona. Nuestra necesidad de comunidad es tan imperiosa que, tras haber arrasado todos los vínculos existentes, el capitalismo ya no carbura más que con la promesa de «comunidad». ¿Qué son las redes sociales, las aplicaciones de citas, si no esa promesa perpetuamente incumplida? ¿Qué son todas las modas, todas las tecnologías de la comunicación, todas las love songs, si no un modo de mantener el sueño de una continuidad entre los seres en la que al final todo contacto queda obstruido? Esta promesa frustrada de comunidad redobla oportunamente su necesidad. La vuelve incluso histérica, y hace trabajar cada vez más rápido la máquina de hacer dinero de quienes la explotan. Mantener la miseria y ofrecer un desenlace posible es el gran resortedel capitalismo. En 2015, solo la plataforma de vídeospornográficos PornHub fue visitada 4392486580 horas, o sea dos veces y media el tiempo que el Homo sapiens lleva sobre la Tierra. Hasta la obsesión de esta época por la sexualidad y su derroche de pornografía hacen manifiesta la necesidad de comunidad en el extremo mismo de su privación. Cuando Milton Friedman dice que «el mercado es un mecanismo mágico que permite unir cotidianamente a millones de individuos sin que necesiten amarse, ni siquiera hablarse», describe el resultado ocultando el proceso que ha conducido a tantas personas al mercado, ese mediante el cual el mercado las sujeta, y que no es solo el hambre, la amenaza o el afán de lucro. Friedman se ahorra también confesar las devastaciones de toda naturaleza que permiten establecer algo así como «un mercado»y presentarlo como natural. Lo mismo ocurre cuando un marxista pontifica: «La enfermedad, la muerte, las penas de amor y los imbéciles persistirán después del capitalismo. Lo que no existirá ya será esa paradójica pobreza masiva que acarrea la producción abstracta de riquezas. Ya no volveremos a ver un sistema fetichista autónomo ni una forma social dogmática» (Robert Kurz). La cuestión del comunismo se plantea, en cada una de nuestras existencias ínfimas y únicas, también a partir de lo que nos pone enfermos. A partir de lo que nos hace morir a fuego lento. A partir de nuestros fracasos amorosos. A partir de eso que nos vuelve hasta tal punto extranjeros los unos a los otros que, a guisa de explicación de todas las desgracias del mundo, nos complacemos con la estúpida idea de que «la gente es imbécil». Negarse a ver esto equivale a llevar nuestra insensibilidad en bandolera. Algo que se ajusta bien al tipo de virilidad macilenta y miope requerida para convertirse en economista.
A esto los marxistas, o al menos muchos de ellos, añaden una cierta cobardía ante los menores problemas de la vida, que era ya la marca del Barbudo. Los hay incluso que organizan coloquios sobre la «idea del comunismo» que parecen hechos a propósito para que el comunismo se quede en una idea y no se moleste demasiado en entrar en la vida. Por no mencionar los conventículos en los que se pretende decretar quién es y quién no es «comunista».
Con la quiebra de la socialdemocracia europea frente a la Primera Guerra Mundial, Lenin decide remodelar el escaparate del viejo socialismo decrépito pintándole encima la bonita palabra «comunismo». Entonces la toma prestada, cómicamente, de los anarquistas, que entretanto la había convertido en su estandarte. Esta oportuna confusión entre socialismo y comunismo hizo mucho durante el pasado siglo para que esta palabra se convirtiera en sinónimo de catástrofe, matanza, dictadura y genocidio. Desde entonces anarquistas y marxistas juegan al pimpón con la pareja individuo-sociedad, sin inquietarse por que esta falsa antinomia haya sido forjada por el pensamiento económico. Rebelarse contra la sociedad en nombre del individuo o contra el individualismo en nombre del socialismo es darse contra un muro. La sociedad es siempre la sociedad de los individuos. Si desde hace tres buenos siglos individuo y sociedad no han cesado de afirmarse el uno a expensas del otro, es porque este dispositivo afinado y oscilante hace girar año tras año esa encantadora bobina llamada «economía». Ahora bien, al contrario de lo que nos pinta la economía, lo que hay en la vida no son individuos dotados de toda suerte de propiedades, de las que podrían hacer uso o de las que podrían deshacerse. Lo que hay en la vida son apegos, agenciamientos, seres situados que se mueven en todo un conjunto de vínculos. Al hacer suya la ficción liberal del individuo, el «comunismo» moderno no podía más que confundir propiedad y apego, y llevar la devastación allí mismo donde creía luchar contra la propiedad privada y construir el socialismo. En esto recibió buena ayuda de una gramática en la que propiedad y apego no se dejan distinguir. ¿Qué diferencia gramatical hay cuando yo hablo de «mi hermano» o de «mi barrio» y Warren Buffet dice «mi holding» o «mis acciones»? Ninguna. Y sin embargo, en un caso se habla de apego y en el otro de propiedad legal, de algo que me constituye por un lado y de un título que poseo por el otro. Solo sobre la base de tal confusión hemos podido figurarnos que un sujeto como la «Humanidad» podría existir. La Humanidad, es decir, todos los hombres arrancados de forma similar de lo que teje su existencia determinada y fantasmáticamente reunidos en un enorme trasto inencontrable. Al destrozar todos los apegos que constituyen la textura propia de los mundos con el pretexto de abolir la propiedad privada de los medios de producción, el «comunismo» moderno hizo efectivamente tabla rasa… de todo. Esto es lo que les ocurre a los que practican la economía, incluso criticándola. «No había que criticar la economía. ¡Había que salir de ella!», habría dicho Lyotard. El comunismo no es una «organización económica superior de la sociedad», sino la destitución de la economía.
La economía reposa por tanto sobre dos ficciones cómplices, la de la «sociedad» y la del «individuo». Destituirla implica situar esta falsa antinomia y sacar a la luz lo que esta pretende recubrir. Lo que tienen en común estas ficciones es hacernos ver entidades, unidades cerradas, cuando lo que hay son vínculos. La sociedad se presenta como la entidad superior que agrega todas las entidades individuales. Desde Hobbes y el frontispicio del Leviatán, siempre es la misma imagen: el gran cuerpo del soberano compuesto por todos los cuerpecillos minúsculos, homogeneizados, serializados, de sus súbditos. La operación de la que vive la ficción social consiste en pisotear todo lo que conforme la existencia situada de cada ser humano singular, borrar los vínculos que nos constituyen, negar los agenciamientos en los que entramos, para a continuación recuperar los átomos, bastante lisiados, así obtenidos y retomarlos en un vínculo completamente ficticio: el famoso y espectral «vínculo social». De modo que contemplarse como ser social es siempre aprehenderse desde fuera, relacionarse consigo mismo haciendo abstracción de uno mismo. La marca propia de la aprehensión económica del mundo es no captar nada si no es exteriormente. El cabrón jansenista de Pierre Nicole, que tanto influyó en los fundadores de la economía política, revelaba la receta ya en 1671: «Por corrompida que fuese esta sociedad interiormente y a los ojos de Dios, no habría cosa exteriormente más arreglada, ni más civil, ni más justa, ni más pacífica, ni más honesta, ni más generosa; y lo más admirable sería, que no estando animada, ni movida, sino por el amor propio, no aparecería este, y careciendo de caridad, no se vería por todas partes sino la forma y caracteres de la caridad». Ninguna cuestión sensata puede ser planteada sobre esta base, y mucho menos resuelta. Solo puede ser cuestión de gestión. No en vano, «sociedad» es sinónimo de empresa. Ya era el caso, por cierto, en la antigua Roma. Bajo Tiberio, cuando uno montaba un negocio, estaba montando una societas. Una societas, una sociedad, es siempre una alianza, una asociación voluntaria a la que uno se adhiere y de la que uno se retira de acuerdo con sus intereses. Se trata, en definitiva, de una relación,de un «vínculo» en exterioridad, un «vínculo» que no toca nada en nosotros y del que uno se despide indemne, un «vínculo» sin contacto, y en consecuencia no se trata en absoluto de un vínculo.
La textura propia de toda sociedad estriba en que los humanos se han reunido en ella gracias a eso mismo que los separa: el interés. En la medida en que estos se encuentran en ella en cuanto individuos, en cuanto entidades cerradas, y en consecuencia de manera siempre revocable, se han reunido en ella en cuanto separados. Schopenhauer ofreció una sobrecogedora imagen de la consistencia propia de las relaciones sociales, de sus inimitables delicias y de «la insociable sociabilidad humana»: «Un grupo de puercoespines se apiñaba en un frío día de invierno para evitar congelarse calentándose mutuamente. Sin embargo, pronto comenzaron a sentir unos las púas de los otros, lo cual les hizo volver a alejarse. Cuando la necesidad de calentarse les llevó a acercarse otra vez, se repitió aquel segundo mal; de modo que anduvieron de acá para allá entre ambos sufrimientos hasta que encontraron una distancia mediana en la que pudieron resistir mejor. Así la necesidad de compañía, nacida del vacío y la monotonía del propio interior, impulsa a los hombres a unirse; pero sus muchas cualidades repugnantes y defectos insoportables les vuelven a apartar unos de otros. La distancia intermedia que al final encuentran y en la cual es posible que se mantengan juntos es la cortesía y las buenas costumbres».
El genio de la operación económica consiste en ocultar el plano en el que comete sus fechorías, ese en el que libra su verdadera guerra: el plano de los vínculos. De esta suerte derrota a sus adversarios potenciales y puede presentarse como plenamente positiva, cuando obviamente está animada por un feroz apetito de destrucción. Hay que decir que los vínculos se prestan bien a ello. ¿Qué hay más inmaterial, sutil, impalpable que un vínculo? ¿Qué hay menos visible, menos oponible, pero más sensible, que un vínculo destruido? La anestesia contemporánea de las sensibilidades, su despedazamiento sistemático, no es solo el resultado de la supervivencia en el seno del capitalismo; es su condición. No sufrimos en cuanto individuos, sufrimos por intentar serlo. Como la entidad individual no existe ficticiamente más que desde el exterior, «ser un individuo» exige mantenerse fuera de sí, extranjeros de nosotros mismos; exige en el fondo renunciar a todo contacto tanto con uno mismo como con el mundo y con los otros. Evidentemente, a todo el mundo le está permitido tomarlo todo desde el exterior. Basta con prohibirse sentir, y en consecuencia estar ahí, y en consecuencia vivir. Nosotros preferimos tomar el partido contrario, el del gesto comunista. El gesto comunista consiste en tomar las cosas y los seres desde el interior, en tomarlos por el medio. ¿A dónde conduce tomar al «individuo» por el medio o desde el interior? En nuestros días, conduce al caos. Un caos desorganizado de fuerzas, trozos de experiencia, jirones de infancia, fragmentos de sentido, propensiones contradictorias y en la mayoría de los casos sin comunicación entre ellas. Decir que esta época ha dado a luz un material humano en un estado lamentable es decir poco. Tiene una gran necesidad de ser reparado. Todos lo sentimos. La fragmentación del mundo encuentra un fiel reflejo en el espejo hecho pedazos de las subjetividades.
Que eso que aparece exteriormente como una persona no sea en realidad más que un complejo de fuerzas heterogéneas no es una idea nueva. Los indígenas tzeltales de Chiapas disponen de una teoría de la persona según la cual los sentimientos, las emociones, los sueños, la salud y el temperamento de cada cual están regidos por las aventuras y desventuras de todo un montón de espíritus que viven al mismo tiempo en nuestro corazón y en el interior de las montañas, y que se pasean. No somos hermosas completitudes egóticas, Yoes bien unificados. Estamos compuestos por fragmentos, rebosamos de vidas menores. En hebreo, la palabra «vida» es un plural, al igual que la palabra «rostro». Porque en una vida hay muchas vidas y en un rostro muchos rostros. Los vínculos entre los seres no se establecen de entidad a entidad. Todo vínculo va de fragmento de ser a fragmento de ser, de fragmento de ser a fragmento de mundo, de fragmento de mundo a fragmento de mundo. Se establece más acá y más allá de la escala individual. Agencia inmediatamente entre ellas porciones de seres que de golpe se descubren al mismo nivel, se experimentan como continuos. Esta continuidad entre fragmentos es lo que se siente como «comunidad». Un agenciamiento se produce. Es eso que experimentamos en todo verdadero encuentro. Todo encuentro recorta en nosotros un dominio propio en el que se mezclan indistintamente elementos del mundo, del otro y de uno mismo. El amor no pone en relación a los individuos, más bien opera un corte en cada uno de ellos, como si de pronto estuvieran atravesados por un plano especial donde se encuentran caminando juntos sobre cierta capa del mundo. Amar no es nunca estar juntos, sino devenir juntos. Si amar no deshiciese la unidad ficticia del ser, el «otro» no sería capaz de hacernos sufrir hasta ese punto. Si en el amor una parte del otro no se encontrase formando parte de nosotros, no tendríamos que guardarle luto cuando llega la hora de la separación. Si solo hubiera relaciones entre los seres, nadie se comprendería. Todo giraría sobre el malentendido. Por eso no hay ni sujeto ni objeto del amor; hay una experiencia del amor.
Los fragmentos que nos constituyen, las fuerzas que nos habitan, los agenciamientos en los que entramos, no tienen razón alguna para componer un todo armonioso, un conjunto fluido, una articulación móvil. En nuestros días, la experiencia banal de la vida consiste más bien en una sucesión de encuentros que poco a poco nos deshacen, nos desintegran, nos hurtan progresivamente todo punto de apoyo seguro. Si el comunismo tiene que ver con el hecho de organizarse colectivamente, materialmente, políticamente, es en la medida exacta en que esto significa también organizarse singularmente, existencialmente, sensiblemente. O bien hay que consentir en volver a caer en la política o en la economía. Si el comunismo tiene un objetivo, es la gran salud de las formas de vida. La gran salud se obtiene, en el contacto con la vida, mediante la paciente articulación de los miembros disjuntos de nuestro ser. Se puede vivir una vida entera sin experimentar nada, guardándose bien de sentir y de pensar. La existencia se reduce entonces a un lento movimiento de degradación. Desgasta y daña, en lugar de dar forma. Las relaciones, cuando se desvanece el milagro del encuentro, no pueden más que ir de herida en herida hacia su consumición. A la inversa, a quien rechaza vivir al lado de sí mismo, a quien acepta experimentar, la vida le da progresivamente forma. Se convierte, en el pleno sentido de la palabra, en forma de vida.
En las antípodas de esto están los métodos de construcción militantes heredados, tan sobradamente defectuosos, tan agotadores, tan destructivos, cuando quisieran construir tanto. El comunismo no se juega en la renuncia a uno mismo, sino en la atención al más mínimo gesto. Es una cuestión de plano de percepción, y en consecuencia de modo de hacer. Una cuestión práctica. Eso a lo que la percepción de las entidades —individuales o colectivas— bloquea el acceso es el plano en el que las cosas pasan realmente, el plano en el que las potencias colectivas se hacen y se deshacen, se refuerzan o se deshilachan. Es en este plano y solo en él en el que lo real, incluido lo real político, se vuelve legible y cobra sentido. Vivir el comunismo no es trabajar para que exista la entidad a la que uno se adhiere, sino desplegar y profundizar un conjunto de vínculos, es decir, en ocasiones cortar algunos. Lo esencial pasa en el nivel de lo ínfimo. Para el comunista, el mundo de los hechos importantes se extiende hasta donde la vista se pierde. Lo que la percepción en términos de vínculos viene a revocar positivamente es toda la alternativa entre lo individual y lo colectivo. Un «yo» que, en situación, suena justo puede ser un «nosotros» de una rara potencia. Del mismo modo, la felicidad propia de toda Comuna remite a la plenitud de las singularidades, a cierta calidad de los vínculos, al resplandor en su seno de cada fragmento de mundo: fin de las entidades, de su sobrevuelo, fin de los enclaustramientos individuales y colectivos, fin del reino del narcisismo. «El único y verdadero progreso —escribía el poeta Franco Fortini— consiste y consistirá en alcanzar un lugar más alto, visible, vidente, donde será posible promover las potencias y las cualidades de cada existencia singular». Lo que hay que desertar no es «la sociedad» ni «la vida individual», sino la pareja que conforman juntos. Nos hace falta aprender a movernos sobre otro plano.
Hay desagregación flagrante de la «sociedad», pero también hay, por su parte, maniobra de recomposición. Como en muchas ocasiones, es hacia el otro lado del Canal de la Mancha a donde hay que dirigir nuestra mirada para ver qué nos espera. Lo que nos espera es lo que ponen ya en obra los gobiernos conservadores en Gran Bretaña desde 2010: la «Big Society». Como su nombre no lo indica, el proyecto de «Gran Sociedad» del que aquí se trata consiste en un desmantelamiento terminal de las últimas instituciones que vagamente recuerdan al «Estado Social». Lo que resulta curioso es que esta pura reforma neoliberal enuncia así sus prioridades: «dotar de más poderes a las “comunidades” (localismo y descentralización), alentar a las personas a comprometerse activamente en su “comunidad” (voluntariado), transferir competencias del gobierno central hacia las autoridades locales, apoyar las cooperativas, las mutualidades, las asociaciones caritativas y las “empresas sociales”, publicar los datos públicos (open government)». La maniobra de la sociedad liberal, en el momento en que ya no pude ocultar su implosión, consiste en tratar de salvar la naturaleza particular, y particularmente poco apetitosa, de las relaciones que la constituyen multiplicándose al infinito en una pululación de mil pequeñas sociedades: los colectivos. Los colectivos en todos los géneros —de ciudadanos, de residentes, de trabajo, de barrio, de activistas, de asociaciones, de artistas— son el porvenir de lo social. También a ellos se adhiere uno como individuo, sobre una base igualitaria, en torno a un interés, y es libre de dejarlos cuando quiera. Tanto es así que comparten con lo social su textura aguada y ectoplásmica. Tienen la apariencia de ser simplemente una realidad borrosa, pero este carácter borroso es su marca distintiva. La compañía de teatro, el seminario, el grupo de rock, el equipo de rugby, son formas colectivas. Son agenciamiento de una multiplicidad de heterogéneos. Contienen a humanos distribuidos con diferentes posiciones, con diferentes tareas, que diseñan una configuración particular, con instancias, espaciamientos, un ritmo. Y contienen también todo tipo de no-humanos — lugares, instrumentos, materiales, rituales, gritos, estribillos. Esto es lo que hace de ellos formas, formas determinadas. Pero lo que caracteriza al «colectivo» en cuanto tal es justamente que es informe. Y esto hasta en su formalismo. El formalismo, que se propone ser un remedio a su ausencia de forma, es sólo una máscara o una astucia, y generalmente temporal. Basta con hacer acto de pertenencia al colectivo y con ser aceptado para formar parte de él al mismo título que todos los demás. La igualdad y la horizontalidad aquí postuladas transforman en el fondo toda singularidad afirmada en escandalosa o insignificante, y hacen de una envidia difusa su tonalidad afectiva fundamental. Son por tanto, como consecuencia, únicamente ambiciones inconfesadas, agitaciones entre bastidores, chismes ridículos. Los mediocres encuentran aquí un opio gracias al cual olvidar su sentimiento de insuficiencia. La tiranía propia de los colectivos es la de la ausencia de estructura. Es por esto que tienen tendencia a expandirse por todas partes. Cuando se es verdaderamente cool, en nuestros días, no se hace únicamente un grupo de música, se hace un «colectivo de músicos». Ídem para los artistas contemporáneos y sus «colectivos artísticos». Y puesto que la esfera del arte anticipa tan a menudo lo que va a generalizarse como la condición económica de todos, no nos sorprenderá escuchar a un investigador en management y «especialista en actividad colectiva» describir esta evolución: «Antes, se consideraba al equipo como una entidad estática donde cada uno tenía su papel y su objetivo. Se hablaba entonces de equipo de producción, de intervención, de decisión. Ahora, el equipo es una entidad en movimiento porque los individuos que lo componen cambian de papeles para adaptarse a su entorno, que a su vez es cambiante. El equipo es considerado hoy como un proceso dinámico». ¿Qué asalariado de las «profesiones innovadoras» ignora todavía lo que significa la tiranía de la ausencia de estructura? Así se realiza la perfecta fusión entre explotación y autoexplotación. Si todas las empresas no son todavía colectivos, los colectivos son desde ya empresas — empresas que no producen mayoritariamente nada, nada más que a sí mismas. Del mismo modo en que una constelación de colectivos podría sin duda tomar el relevo de la vieja sociedad, es de temer que el socialismo se sobreviva como socialismo de los colectivos, de los grupitos de gente que se obliga a «vivir junta», es decir: a hacer sociedad. En ninguna parte se habla tanto de «vivir-juntos» como en donde todo el mundo, en el fondo, se inter-detesta y en donde nadie sabe vivir. «Contra la uberización de la vida, los colectivos», titulaba recientemente un periodista. Los autoempresarios también necesitan un oasis contra el desierto neoliberal. Pero los oasis, a su vez, son aniquilados: quienes buscan en ellos refugio llevan consigo la arena del desierto.
Cuanto más se siga desagregando la «sociedad», más crecerá la atracción por los colectivos. Figurarán una falsa salida de ella. Este atrapa-tontos funciona tanto mejor cuando el individuo atomizado experimenta duraderamente la aberración y la miseria de su existencia. Los colectivos tienen vocación de reagregar a aquellos que este mundo rechaza, o que lo rechazan. Pueden incluso prometer una parodia de «comunismo», que inevitablemente termina por decepcionar y engrosar la masa de los asqueados de todo. La falsa antinomia que forman juntos individuo y colectivo no es, sin embargo, difícil de desenmascarar: todas las taras que el colectivo acostumbra achacar tan generosamente al individuo —el egoísmo, el narcisismo, la mitomanía, el orgullo, la envidia, la posesividad, el cálculo, la fantasía de omnipotencia, el interés, la mentira— se las encuentra peor, de forma más caricaturesca e inatacable en los colectivos. Nunca un individuo conseguirá ser tan posesivo, narcisista, egoísta, celoso, de mala fe y creer en sus propias tonterías de lo que puede un colectivo. Los que dicen «Francia», «el proletariado», «la sociedad» o «el colectivo» parpadeando los ojos, cualquiera que tenga el oído fino no puede más que escuchar que no dejan de decir «¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!». Para construir algo colectivamente potente hace falta comenzar por renunciar a los colectivos y a todo lo que acarrean de desastrosa exterioridad con respecto a uno mismo, al mundo y a los otros. Heiner Müller iba más lejos: «Lo que ofrece el capitalismo apunta a conjuntos colectivos, pero está formulado de tal manera que los hace estallar. Lo que ofrece en cambio el comunismo es la soledad absoluta. El capitalismo nunca ofrece la soledad, sino siempre solamente la puesta en común. McDonald’s es la oferta absoluta de la colectividad. Uno se sienta por todas partes en el mundo en el mismo local; se come la misma mierda y todos están contentos. Porque en McDonald’s son un colectivo. Incluso los rostros en los restaurantes McDonald’s se vuelven cada vez más similares. […] Existe el cliché del comunismo como colectivización. En absoluto; el capitalismo es la colectivización […]. El comunismo es el abandono del hombre a su soledad. Frente a tu espejo el comunismo no te dice nada. Ésa es su superioridad. El individuo es reducido a su existencia propia. El capitalismo puede siempre darte algo, en la medida en que aleja a la gente de sí misma» (Errores de impresión).
Sentir, escuchar, ver no son facultades políticamente indiferentes ni equitativamente repartidas entre los contemporáneos. Y el espectro de lo que unos y otros perciben es variable. Por lo demás, es de rigor, en las relaciones sociales actuales, permanecer en la superficie, temer que un invitado no sea presa de vértigo abismando su mirada en sí mismo. Si todo el circo social sigue durando es porque cada uno se mata manteniendo la cabeza fuera del agua cuando habría más bien que aceptar dejarse caer hasta tocar algo sólido. El nacimiento de lo que se volvió, en el curso del conflicto contra la ley Trabajo, el «contingente de cabeza» es el efecto de una visión. Algunos cientos de «jóvenes» vieron, desde las primeras manifestaciones, que los cuerpos sindicales desfilaban como zombis, que no creían una palabra de los eslóganes que vociferaban, que sus servicios de orden molían a golpes a los estudiantes de Liceo, que no había forma de seguir a aquel gran cadáver, que hacía falta por tanto a toda costa tomar la cabeza de la manifestación. Lo cual fue hecho. Y vuelto a hacer. Y vuelto a hacer. Hasta encontrar el límite en que el «contingente de cabeza» se repetía y no era ya un gesto en una situación, sino un sujeto contemplándose en el reflejo de los medios de comunicación, principalmente los alternativos. Era entonces el momento de desertar esta deserción que se estaba fijando, parodiándose. Y continuar moviéndose. Dicho esto, todo el tiempo en que se mantuvo vivo, este contingente de cabeza fue el lugar desde el cual las cosas se volvían claras, el lugar de una contaminación de la facultad de ver lo que pasaba. Por el simple hecho de que había lucha, de que determinaciones se enfrentaban, de que fuerzas se agregaban, se aliaban o se separaban, de que estrategias eran puestas en marcha, y de que todo esto se traducía en la calle, y no solamente en la tele, había situación. Lo real estaba de vuelta, pasaba algo. Uno podía estar en desacuerdo con aquello que pasaba, uno podía leerlo de modo contradictorio: al menos había legibilidad del presente. En cuanto a saber qué lecturas eran justas y cuáles falsas, el curso de los acontecimientos tenía tarde o temprano que decidirlo; y no era ya, entonces, un problema de interpretación. Si nuestras percepciones no estaban ajustadas, uno lo pagaba con macanazos. Nuestros errores no eran ya una cuestión de «punto de vista», se medían con puntos de sutura y con carnes con hematomas.
Deleuze decía de 1968 que se trató de un «fenómeno de videncia: una sociedad veía de un solo golpe lo que contenía de intolerable y veía también la posibilidad de otra cosa». A lo cual Benjamin añadía: «La videncia es la visión de lo que está tomando forma: […] percibir exactamente lo que sucede en el segundo mismo es más decisivo que saber por adelantado el futuro lejano». En las circunstancias ordinarias, la mayoría de la gente siempre acaba viendo, pero cuando es demasiado, demasiado tarde — cuando se ha vuelto imposible no ver y que ya no sirve de nada. La aptitud para la videncia no le debe nada a un vasto saber, que sirve bastante a menudo para ignorar lo esencial. Por el contrario, la ignorancia puede coronar la terquedad más banal con la ceguera. Digamos que la vida social exige de cada uno que no vea nada, o al menos que haga como si no viera nada.
No hay ningún sentido en compartir cosas si no se comienza por comunizar la aptitud de ver. Sin esto, vivir el comunismo se asemeja a un baile enfurecido en la oscuridad absoluta: nos golpeamos, nos herimos, nos producimos moretones en el alma y el cuerpo, sin siquiera quererlo y sin siquiera saber a quién, de manera justa, reprochárselo. Sumarse la capacidad de ver a unos y otros en cualquier dominio, componer nuevas percepciones y pulirlas al infinito, éste es el objeto central de toda elaboración comunista, el incremento de potencia inmediato que ella determina. Los que no quieren ver nada no pueden producir más que desastres colectivos. Hay que hacerse vidente, por uno mismo tanto como por los demás.
Ver es conseguir sentir las formas. Contrariamente a lo que una mala herencia filosófica nos ha inculcado, la forma no atañe a la apariencia visible, sino al principio dinámico. La verdadera individuación no es la de los cuerpos, sino la de las formas. Basta con examinar el proceso de ideación para convencerse de ello: nada ilustra mejor la ilusión del Yo individual y estable que la creencia de que yo tendría ideas, cuando lo que es cierto es que las ideas me vienen sin que siquiera sepa yo de dónde, de procesos neuronales, musculares, simbólicos tan enterrados que afluyen naturalmente al caminar, o cuando me quedo dormido y ceden las fronteras del Yo. Una idea que surge es un buen ejemplo de forma: en su enunciación entran en constelación sobre el plano del lenguaje algo infra-individual —una intuición, un destello de experiencia, un trozo de afecto— y algo supra-individual. Una forma es una configuración móvil que mantiene reunidos en sí, en una unidad tensa, dinámica, elementos heterogéneos del Yo y del mundo. «La esencia de la forma —decía el joven Lukács en su jerga idealista— siempre ha residido en el proceso por medio del cual dos principios que se excluyen absolutamente devienen forma sin abolirse recíprocamente; la forma es la paradoja que ha tomado cuerpo, la realidad de la experiencia vivida, la vida verdadera de lo imposible. Porque la forma no es la reconciliación sino la guerra, trasladada a la eternidad, de principios en lucha». La forma nace del encuentro entre una situación y una necesidad. Una vez nacida, afecta bastante más allá de sí misma. Se habrá visto, en el conflicto de la primavera de 2016, el nacimiento de una forma desde un punto perfectamente singular, perfectamente localizable. En el puente de Austerlitz, el 31 de marzo de 2016, un corajudo pequeño grupo avanzó hacia los antimotines y los hizo retroceder: había una primera línea de personas encapuchadas y con máscaras de gas con una pancarta reforzada, otras personas encapuchadas que las sujetaban en caso de intento de arresto y que formaban un bloque detrás de la primera línea, y detrás todavía y a los lados, otros encapuchados armados con palos que golpeaban a los policías. Tras aparecer esta pequeña forma, el video de su hazaña giró por las redes sociales. No dejó, en las semanas que siguieron, de hacer crías, hasta el acmé del 14 de junio de 2016 en que ya no fue posible contar a su progenitura. Puesto que en cada forma va algo de la vida propia, la verdadera pregunta comunista no es «¿cómo producir?», sino «¿cómo vivir?». El comunismo es la centralidad de la vieja pregunta ética, aquella misma que el socialismo histórico siempre tuvo por «metafísica», «prematura» o «pequeñoburguesa», y no la del trabajo. Es la destotalización general, y no la socialización de todo.
Para nosotros, el comunismo no es una finalidad. No hay «transición» hacia él. Es completamente transición: está en camino. Los diferentes modos de habitar el mundo nunca dejarán de cruzarse, de toparse y, por momentos, de combatirse. Todo estará siempre por ser reemprendido. No faltarán usuales leninistas para oponer a tal concepción, inmanente, del comunismo, la necesidad de una articulación vertical, estratégica, de la lucha. Y un instante después resonarán sin duda las grandes pezuñas de la «cuestión de la organización». La «cuestión de la organización» es ahora y siempre el Leviatán. En el momento en que la aparente unidad del Yo no consigue ya ocultar el caos de fuerzas, de vínculos y de participaciones que nosotros somos, ¿cómo seguir creyendo en la fábula de la unidad orgánica? El mito de la «organización» le debe todo a las representaciones de la jerarquía de las facultades naturales tal y como nos las han legado la psicología antigua y la teología cristiana. Nosotros ya no somos lo suficientemente nihilistas como para creer que habría en nosotros algo como un órgano psíquico estable —digamos: la voluntad— que comandaría a nuestras otras facultades. Este bello invento de teólogo, mucho más político de lo que parece, perseguiría un doble objetivo: por un lado, hacer del hombre, fríamente provisto de su «voluntad libre», un sujeto moral y entregarlo así tanto al Juicio Final como a los castigos del siglo; por otro lado, a partir de la idea teológica de un Dios que ha creado «libremente» el mundo y que por tanto se distingue esencialmente de su acción, instituir una separación formal entre el ser y el actuar. Esta separación, que iba a marcar duraderamente las concepciones políticas occidentales, ha vuelto ilegibles por siglos a las realidades éticas — el plano de las formas de vida siendo precisamente aquel de la indistinción entre lo que se es y lo que se hace. Por esto mismo «la cuestión de la organización» existe desde esos bolcheviques de la Antigüedad tardía que fueron los Padres de la Iglesia. Fue el instrumento de la legitimación de la Iglesia, del mismo modo en que lo será más tarde el de la legitimación del Partido. Contra esta cuestión oportunista, contra la existencia postulada de la «voluntad», hay que afirmar que lo que «quiere» en nosotros, lo que inclina no es nunca la misma cosa. Que es una simple resultante, en ciertos instantes cruciales, del combate que se libra en nosotros y fuera de nosotros una red enmarañada de fuerzas, de afectos, de inclinaciones, de un agenciamiento temporal en el que tal fuerza se ha sujetado temporalmente tanto más a otras fuerzas. Es un hecho que la secuencia de estos agenciamientos produce una suerte de coherencia que puede alcanzar una forma. Pero llamar en cada ocasión con el mismo nombre lo que se encuentra de modo contingente en posición de dominar o de dar el impulso decisivo, persuadirse de que se trata siempre de la misma instancia, persuadirse finalmente de que cualquier forma y cualquier decisión son tributarias de un órgano de decisión, esto es un truco de magia que ya ha durado demasiado. Haber creído por tanto tiempo en semejante órgano, y haber estimulado tanto este músculo imaginario, habrá conducido a la abulia fatal de la que parecen afectados en nuestros días los retoños tardíos del Imperio cristiano que somos nosotros. A esto, nosotros oponemos una atención fina a las fuerzas que habitan y atraviesan tanto a los seres como a las situaciones, y un arte de los agenciamientos decisivos.
Frente a la organización capitalista, una potencia destituyente no puede ciertamente recluirse a su propia inmanencia, el conjunto de lo que, a falta de luz solar, crece bajo el hielo, a todas las tentativas de construcción locales, a una serie de ataques puntuales, incluso si todo este pequeño mundo tuviera que encontrarse regularmente en grandes manifestaciones tumultuosas. Y la insurrección no esperará que todo el mundo se vuelva insurreccionalista, sin duda alguna. Pero el error por fortuna doloroso de los leninistas, trotskistas, negristas y demás subpolíticos está en creer que un período que ve todas las hegemonías rotas por los suelos podría todavía admitir una hegemonía política, incluso partidaria, como sueñan Pablo Iglesias o Chantal Mouffe. Lo que no ven es que, en una época de horizontalidad declarada, es la horizontalidad misma la que es la verticalidad. Nadie organizará ya la autonomía de los demás. La única verticalidad todavía posible es la de la situación, que se impone a cada uno de sus componentes porque los excede, porque el conjunto de las fuerzas en presencia es más que cada una de ellas. La única cosa que es capaz de unir transversalmente el conjunto de lo que deserta esta sociedad en un partido histórico, es la inteligencia de la situación, es todo aquello que la vuelve legible paso a paso, todo aquello que señala los movimientos del adversario, todo aquello que identifica los caminos practicables y los obstáculos — el carácter sistemático de los obstáculos. A partir de tal inteligencia, lo que es necesario de destacamento vertical para hacer inclinar ciertas situaciones en el sentido deseado puede sin duda improvisarse en la ocasión.
Semejante verticalidad estratégica no puede nacer más que de un debate constante, generoso y de buena fe. Los medios de comunicación son, en esta época, las formas de organización. Ésta es nuestra debilidad, porque no están en nuestras manos, y quienes los controlan no son nuestros amigos. No queda por tanto otra elección que la de desplegar un arte de la conversación entre los mundos, una conversación que hace falta cruelmente, y de la cual sólo puede emanar, al contacto de una situación, la decisión justa. Tal estado del debate sólo puede ganar el centro desde la periferia donde por el momento se mantiene a través de una ofensiva del lado de la sensibilidad, sobre el plano de las percepciones, y no del discurso. Nosotros hablamos de dirigirse a los cuerpos, y no sólo a la cabeza. «El comunismo es el proceso que apunta a volver sensible e inteligible la materialidad de las cosas llamadas espirituales. Hasta poder leer en el libro de nuestro propio cuerpo todo lo que los hombres hicieron y fueron bajo la soberanía del tiempo; y hasta descifrar las huellas del paso de la especie humana en una tierra que no conservará ninguna huella» (Franco Fortini).
¿Qué queda?
Por Giorgio Agamben para Quodlibet, vía Artillería inmanente
1. «Tengo tal desconfianza en el futuro, que hago proyectos sólo para el pasado». Esta frase de Flaiano —un escritor cuyas bromas deben ser tomadas completamente en serio— contiene una verdad sobre la cual vale la pena reflexionar. El futuro, como la crisis, es hoy efectivamente uno de los principales y más eficaces dispositivos del poder. Ya sea agitado como un amenazante espantapájaros (empobrecimiento y catástrofes ecológicas) o como un radiante porvenir (como empalagoso progresismo), se trata en todos los casos de hacer pasar la idea de que tenemos que orientar nuestras acciones y nuestros pensamientos únicamente hacia él. De que tenemos, por tanto, que dejar de lado el pasado, que no se puede cambiar y es entonces inútil —o a lo sumo conservarlo en un museo— y, en cuanto al presente, interesarnos en él sólo en la medida en que sirve para preparar el futuro. Nada más falso: la única cosa que poseemos y podemos conocer con alguna certeza es el pasado, mientras que el presente es por definición difícil de aferrar y el futuro, que no existe, puede ser sacado de la manga por cualquier charlatán. Desconfíen, tanto en la vida privada como en la esfera pública, de quien les ofrezca un futuro: esta persona está buscando casi siempre atraparlos o engañarlos. «Jamás permitiré a la sombra del futuro —escribió Ivan Illich— que se coloque sobre los conceptos a través de los cuales busco pensar aquello que es y aquello que ha sido». Y Benjamin observó que en el recuerdo (que es algo diferente a la memoria en cuanto archivo inmóvil) en realidad actuamos sobre el pasado, lo volvemos de algún modo nuevamente posible. Flaiano tenía entonces razón al sugerirnos hacer proyectos sobre el pasado. Sólo una indagación arqueológica puede permitirnos acceder al presente, mientras que cuando uno observa girado únicamente hacia el futuro éste nos expropia, con nuestro pasado, también del presente.
2. Imaginen que entran en una farmacia y piden un medicamento que necesitan con urgencia. ¿Qué harían si el farmacéutico responde que ese medicamento fue producido hace tres meses y entonces no se encuentra disponible? Esto es exactamente lo que sucede hoy cuando se entra en una librería. El mercado editorial se ha vuelto hoy un Absurdistán en el cual la circulación exige que el libro sea conservado en las librerías la menor cantidad de tiempo posible (a menudo no más de un mes). Por consiguiente, el mismo editor programa libros que deben agotar sus ventas —si las hay— a corto plazo y renuncia a construir un catálogo que pueda durar en el tiempo. Por esto yo —que también creo ser un buen lector— me siento cada vez más incómodo cuantro entro en una librería (existen naturalmente excepciones) donde los mostradores están ocupados sólo por novedades y donde cada vez más corro el riesgo de no encontrar el medicamento (es decir, el libro) que necesito vitalmente. Si libreros y editores no se giran en contra de este sistema, en buena parte impuesto por los grandes distribuidores, no nos sorprendremos de que las librerías desaparezcan. Tal y como han llegado a ser, ni siquiera podremos extrañarlas.
3. Nicola Chiaromonte escribió una vez que la pregunta esencial cuando consideramos nuestra vida no es qué hemos tenido o no tenido, sino qué resta, qué queda* de ella. ¿Qué queda de una vida; pero también e incluso antes: qué queda de nuestro mundo, qué queda del hombre, de la poesía, del arte, de la religion, de la política, hoy que todo cuanto estábamos acostumbrados a asociar a estas realidades tan urgentes está desapariendo o en cualquier caso transformándose hasta volverse irreconocibles? Al entrevistador que le pregunta «¿qué queda para usted de la Alemania en la que nació y creció?», Hannah Arendt responde «queda la lengua». Pero ¿qué es una lengua como resto, una lengua que sobrevive al mundo del cual era una expresión? Y ¿qué nos queda, cuando nos queda solamente la lengua? ¿Una lengua que parece no tener ya nada que decir y que, sin embargo, obstinadamente queda y resiste y de la cual no podemos separanos? Me gustaría responder: es la poesía. ¿Qué es, de hecho, la poesía, si no aquello que queda de la lengua después de que han sido desactivadas una a una sus funciones comunicativas e informativas normales? Recuerdo que Ingeborg Bachmann me dijo una vez que no era capaz de ir a la carnicería y preguntar: «me da un kilo de filetes». No creo que quisiera decir que la lengua de la poesía es una lengua más pura, que se encuentra más allá de la lengua que usamos en la carnicería o para los otros usos cotidianos. Creo más bien que la lengua de la poesía es lo indestructible que queda y resiste a todas las manipulaciones y a todas las corrupciones, la lengua que queda también después del uso que hacemos de ella en los SMS y en los tweets, la lengua que puede ser infinitamente destruida y que sin embargo permanece, del mismo modo en que alguien escribió que el hombre es lo indestructible que puede ser infinitamente destruido. Esta lengua que queda, esta lengua de la poesía —que también es, yo creo, la lengua de la filosofía— tiene que ver con aquello que, en la lengua, no dice, sino que llama. Es decir, con el nombre. La poesía y el pensamiento atraviesan la lengua en dirección a los nombres, a ese elemento de la lengua que no discurre y no informa, que no dice algo de algo, sino que nombra y llama. Un breve texto que Italo Calvino solía dedicar a sus amigos como su «testamento espiritual» se cierra con una serie de frases recortadas y casi jadeantes: «tema de la memoria —memoria perdida— conservar y perder aquello que se ha perdido —aquello que no se ha tenido— aquello que se ha tenido con retraso —aquello que llevamos con nosotros— aquello que no nos pertenece…». Yo creo que la lengua de la poesía, la lengua que queda y llama, llama justamente aquello que se pierde. Ustedes saben que, tanto en la vida individual como en aquella colectiva, la masa de las cosas que se pierden, el exceso de los acontecimientos ínfimos, imperceptibles, que todos los días olvidamos es a tal punto exterminado que ningún archivo y ninguna memoria podrían contenerlos. Aquello que queda, aquella parte de la lengua y de la vida que salvamos de la ruina, tiene sentido sólo si tiene que ver íntimamente con lo perdido, si existe de algún modo para él, si lo llama por medio de nombres y responde en su nombre. La lengua de la poesía, la lengua que queda nos es querida y preciosa, porque llama lo que se pierde. Porque aquello que se pierde es de Dios.
1. «Tengo tal desconfianza en el futuro, que hago proyectos sólo para el pasado». Esta frase de Flaiano —un escritor cuyas bromas deben ser tomadas completamente en serio— contiene una verdad sobre la cual vale la pena reflexionar. El futuro, como la crisis, es hoy efectivamente uno de los principales y más eficaces dispositivos del poder. Ya sea agitado como un amenazante espantapájaros (empobrecimiento y catástrofes ecológicas) o como un radiante porvenir (como empalagoso progresismo), se trata en todos los casos de hacer pasar la idea de que tenemos que orientar nuestras acciones y nuestros pensamientos únicamente hacia él. De que tenemos, por tanto, que dejar de lado el pasado, que no se puede cambiar y es entonces inútil —o a lo sumo conservarlo en un museo— y, en cuanto al presente, interesarnos en él sólo en la medida en que sirve para preparar el futuro. Nada más falso: la única cosa que poseemos y podemos conocer con alguna certeza es el pasado, mientras que el presente es por definición difícil de aferrar y el futuro, que no existe, puede ser sacado de la manga por cualquier charlatán. Desconfíen, tanto en la vida privada como en la esfera pública, de quien les ofrezca un futuro: esta persona está buscando casi siempre atraparlos o engañarlos. «Jamás permitiré a la sombra del futuro —escribió Ivan Illich— que se coloque sobre los conceptos a través de los cuales busco pensar aquello que es y aquello que ha sido». Y Benjamin observó que en el recuerdo (que es algo diferente a la memoria en cuanto archivo inmóvil) en realidad actuamos sobre el pasado, lo volvemos de algún modo nuevamente posible. Flaiano tenía entonces razón al sugerirnos hacer proyectos sobre el pasado. Sólo una indagación arqueológica puede permitirnos acceder al presente, mientras que cuando uno observa girado únicamente hacia el futuro éste nos expropia, con nuestro pasado, también del presente.
2. Imaginen que entran en una farmacia y piden un medicamento que necesitan con urgencia. ¿Qué harían si el farmacéutico responde que ese medicamento fue producido hace tres meses y entonces no se encuentra disponible? Esto es exactamente lo que sucede hoy cuando se entra en una librería. El mercado editorial se ha vuelto hoy un Absurdistán en el cual la circulación exige que el libro sea conservado en las librerías la menor cantidad de tiempo posible (a menudo no más de un mes). Por consiguiente, el mismo editor programa libros que deben agotar sus ventas —si las hay— a corto plazo y renuncia a construir un catálogo que pueda durar en el tiempo. Por esto yo —que también creo ser un buen lector— me siento cada vez más incómodo cuantro entro en una librería (existen naturalmente excepciones) donde los mostradores están ocupados sólo por novedades y donde cada vez más corro el riesgo de no encontrar el medicamento (es decir, el libro) que necesito vitalmente. Si libreros y editores no se giran en contra de este sistema, en buena parte impuesto por los grandes distribuidores, no nos sorprendremos de que las librerías desaparezcan. Tal y como han llegado a ser, ni siquiera podremos extrañarlas.
3. Nicola Chiaromonte escribió una vez que la pregunta esencial cuando consideramos nuestra vida no es qué hemos tenido o no tenido, sino qué resta, qué queda* de ella. ¿Qué queda de una vida; pero también e incluso antes: qué queda de nuestro mundo, qué queda del hombre, de la poesía, del arte, de la religion, de la política, hoy que todo cuanto estábamos acostumbrados a asociar a estas realidades tan urgentes está desapariendo o en cualquier caso transformándose hasta volverse irreconocibles? Al entrevistador que le pregunta «¿qué queda para usted de la Alemania en la que nació y creció?», Hannah Arendt responde «queda la lengua». Pero ¿qué es una lengua como resto, una lengua que sobrevive al mundo del cual era una expresión? Y ¿qué nos queda, cuando nos queda solamente la lengua? ¿Una lengua que parece no tener ya nada que decir y que, sin embargo, obstinadamente queda y resiste y de la cual no podemos separanos? Me gustaría responder: es la poesía. ¿Qué es, de hecho, la poesía, si no aquello que queda de la lengua después de que han sido desactivadas una a una sus funciones comunicativas e informativas normales? Recuerdo que Ingeborg Bachmann me dijo una vez que no era capaz de ir a la carnicería y preguntar: «me da un kilo de filetes». No creo que quisiera decir que la lengua de la poesía es una lengua más pura, que se encuentra más allá de la lengua que usamos en la carnicería o para los otros usos cotidianos. Creo más bien que la lengua de la poesía es lo indestructible que queda y resiste a todas las manipulaciones y a todas las corrupciones, la lengua que queda también después del uso que hacemos de ella en los SMS y en los tweets, la lengua que puede ser infinitamente destruida y que sin embargo permanece, del mismo modo en que alguien escribió que el hombre es lo indestructible que puede ser infinitamente destruido. Esta lengua que queda, esta lengua de la poesía —que también es, yo creo, la lengua de la filosofía— tiene que ver con aquello que, en la lengua, no dice, sino que llama. Es decir, con el nombre. La poesía y el pensamiento atraviesan la lengua en dirección a los nombres, a ese elemento de la lengua que no discurre y no informa, que no dice algo de algo, sino que nombra y llama. Un breve texto que Italo Calvino solía dedicar a sus amigos como su «testamento espiritual» se cierra con una serie de frases recortadas y casi jadeantes: «tema de la memoria —memoria perdida— conservar y perder aquello que se ha perdido —aquello que no se ha tenido— aquello que se ha tenido con retraso —aquello que llevamos con nosotros— aquello que no nos pertenece…». Yo creo que la lengua de la poesía, la lengua que queda y llama, llama justamente aquello que se pierde. Ustedes saben que, tanto en la vida individual como en aquella colectiva, la masa de las cosas que se pierden, el exceso de los acontecimientos ínfimos, imperceptibles, que todos los días olvidamos es a tal punto exterminado que ningún archivo y ninguna memoria podrían contenerlos. Aquello que queda, aquella parte de la lengua y de la vida que salvamos de la ruina, tiene sentido sólo si tiene que ver íntimamente con lo perdido, si existe de algún modo para él, si lo llama por medio de nombres y responde en su nombre. La lengua de la poesía, la lengua que queda nos es querida y preciosa, porque llama lo que se pierde. Porque aquello que se pierde es de Dios.
sábado, 19 de agosto de 2017
Ni un voto menos
Por Daniel Link para Perfil
El señor Leopoldo Moreau perdió la
paciencia, con justa causa, cuando dos periodistas (Mónica Gutiérrez
y Ramón Andino) lo interpelaron el lunes pasado con modales
completamente fuera de lugar a propósito de la denuncia sobre la
manipulación de datos en la provincia de Santa Fe y Buenos Aires en
las PASO del domingo previo. “¿Y usted cómo sabe?”, lo
interrumpía el Sr. Andino con los labios fruncidos de ira porque lo
que Leopoldo Moreau estaba diciendo no admitía la menor
contradicción: están los boca de urna, las mesas no contabilizadas,
los videos tomados en el Correo Central, los porcentajes de
diferencia de votos entre una fuerza y otra, adelgazándose hasta lo
inconcebible a lo largo de una noche sin ninguna alegría, la
investigación de Edi Zunino.
Por lo general no conviene pronunciar a
la ligera enunciados como “neoliberalismo” o “prensa
hegemónica” y, sobre todo, conviene desconfiar de quienes se
presentan como extraterrestres recién desembarcados con un mensaje
de paz y no como quienes gobernaron el planeta a su antojo durante
doce años. Pero observar cómo los panelistas que acompañaban a los
tres periodistas antes mencionados señalaban que el día después
fue “una fiesta para los mercados” (porque no había ganado
Unidad Ciudadana), y que nadie mencionaba la visita del
vicepresidente de los Estados Unidos (bienvenido sea) ni el
vencimiento de los 500.000 trillones de bonos que habrá que renovar
el mismo día como causa de una maniobra que además de penosa,
careció de toda capacidad para disimular lo evidente, daba (y
seguirá dando para siempre) un poco de repugnancia, incluso a los
votantes del FIT, que podrían estar festejando otra cosa.
Además de la complicidad de cierta
prensa con las fantasías de poder de un gobierno que en definitiva
se revela, por acciones como ésta, como carente de imaginación y
fortaleza, no se entiende cómo se le regala al “enemigo” la
oportunidad de un señalamiento de semejante importancia: amañar una
elección (por más que se trate de unas primarias que poco
significan en cuanto a efectos reales sobre la representación
parlamentaria, porque para eso hay que esperar hasta octubre)
equivale a reconocer el propio fracaso en relación con las fuentes
del poder económico-financiero a las que se intentó seducir
vanamente y que, en un rapto de delirio autoritario, reclamaron más.
Y les dieron más: contra la transparencia democrática, la opacidad
del fraude.
lunes, 14 de agosto de 2017
Escándalo: el manejo “a lo AFA” de Cambiemos que no cambia nada
por Edi Zunino para Noticias
El chiquitaje político no tiene límites. En una escandalosa manipulación de los tiempos y los datos electorales, el Gobierno planchó el escrutinio para que el escenario de triunfo oficialista a nivel nacional quedara plasmado. Fue una escenificación que, con CFK ganadora o empatando sería más difícil instalar. Un relato.
Los responsables políticos directos de la maniobra fueron el ministro del Interior, Rogelio Frigerio; el Correo en manos del ultramacrista Jorge Irigoin (histórico de SOCMA), el ex director nacional electoral hasta 2015, Alejandro Tullio, y la polémica empresa española INDRA, que maneja los escrutinios provisorios desde 1997, trabajó para todos los gobiernos desde entonces y soporta graves sospechas de corrupción en su país de origen.
El Gran Buenos Aires (también el Gran Rosario) fue el centro de la falta de información, sobre todo el populoso municipio de La Matanza. En las dos horas posteriores a que Macri escenificara su rutilante triunfo, la brecha entre los candidatos M y K se redujo de casi 7 a casi cero.
¿Hacía falta semejante desatino? ¿Cambiemos cree que así cambia algo?
El kirchnerismo había abierto el paraguas durante la última semana y en el inicio de la jornada electoral sobre el proceder de los nombrados más arriba. Hasta esta noche, el problema era también de ellos: convivieron con Indra y Tullio durante más de una década. Se ve que conocían de antemano (¿y en beneficio propio durante la “década ganada”?) sus supuestos malos procederes.
Cristina se victimizará con el despropósito con el mismo derecho que Cambiemos podía haber exhibido un triunfo a nivel nacional en buena ley. Se consolida la grieta. El negocio de ambos, en definitiva. Que cambió, pero apenas de gerentes. No de escrúpulos escasos.
El chiquitaje político no tiene límites. En una escandalosa manipulación de los tiempos y los datos electorales, el Gobierno planchó el escrutinio para que el escenario de triunfo oficialista a nivel nacional quedara plasmado. Fue una escenificación que, con CFK ganadora o empatando sería más difícil instalar. Un relato.
Los responsables políticos directos de la maniobra fueron el ministro del Interior, Rogelio Frigerio; el Correo en manos del ultramacrista Jorge Irigoin (histórico de SOCMA), el ex director nacional electoral hasta 2015, Alejandro Tullio, y la polémica empresa española INDRA, que maneja los escrutinios provisorios desde 1997, trabajó para todos los gobiernos desde entonces y soporta graves sospechas de corrupción en su país de origen.
El Gran Buenos Aires (también el Gran Rosario) fue el centro de la falta de información, sobre todo el populoso municipio de La Matanza. En las dos horas posteriores a que Macri escenificara su rutilante triunfo, la brecha entre los candidatos M y K se redujo de casi 7 a casi cero.
¿Hacía falta semejante desatino? ¿Cambiemos cree que así cambia algo?
El kirchnerismo había abierto el paraguas durante la última semana y en el inicio de la jornada electoral sobre el proceder de los nombrados más arriba. Hasta esta noche, el problema era también de ellos: convivieron con Indra y Tullio durante más de una década. Se ve que conocían de antemano (¿y en beneficio propio durante la “década ganada”?) sus supuestos malos procederes.
Cristina se victimizará con el despropósito con el mismo derecho que Cambiemos podía haber exhibido un triunfo a nivel nacional en buena ley. Se consolida la grieta. El negocio de ambos, en definitiva. Que cambió, pero apenas de gerentes. No de escrúpulos escasos.
sábado, 12 de agosto de 2017
Nudo en la garganta
por Daniel Link para Perfil
Tres circunstancias hacen de Manifesto
(2015) una obra singular: la experiencia de las vanguardias
históricas y las neovanguardias del siglo XX (del dadaísmo a Fluxus
y la Internacional Situacionista), la extraordinaria cualidad actoral
de Cate Blanchett, que no le hace asco a nada y los paisajes la
mayoría de las veces sobrenaturales de Berlín y su entorno
inmediato (la luz septentrional, los bosques, la arquitectura).
Manifesto será exhibida en su
formato “Instalación” a partir del sábado 26 de agosto en
Fundación Proa. Pero es también una película dirigida por Julian
Rosefeldt (estrenada en Sundance este año). En los dos casos, Cate
Blanchett desempeña trece papeles (un linyera, una coreógrafa de
vanguardia, una maestra de primaria, una periodista de televisión,
una marionetista, una viuda reciente, etc.) que le permiten decir, en
situaciones típicas para cada uno de esos caracteres (un ensayo de
ballet, una clase, un entierro, la plegaria antes del almuerzo)
fragmentos de manifiestos clásicos, desde el célebre Manifiesto
comunista (1848) de Marx y Engels (“todo lo sólido se
desvanece en el aire”) hasta las “Reglas de oro de la
cinematografía” (2004) de Jim Jarmusch.
El collage resultante es inquietante y
desolador, porque nos devuelve palabras sobre la necesaria
destrucción del arte para la construcción de una vida totalmente
nueva y porque lo hace a través de los comportamientos más
estereotipados (desde lo físico hasta lo verbal). Como si la
protesta no alcanzara a transformarse en grito.
*
Los manifiestos políticos y estéticos tienen un valor en si mismos, independientemente de las realizaciones que luego se verifiquen. Representan, por decirlo de algún modo, una línea de demarcación de lo que ya no puede tolerarse más, de lo que se pretende inventar, de lo que se aspira o se sueña.
Por lo general entendidos como programas de acción (política o estética), los manifiestos son, sin embargo, mucho más que eso, precisamente porque lo "programático" muchas veces se resuelve en la adaptación de un mero impulso utópico, distópico o atópico a las condiciones reales de existencia.
Un poco por eso, las vanguardias históricas demostraron su carácter aporístico, los callejones sin salida con los que se encontraba cada vez que intentaba articular el "fuera de tiempo" propio del manifiesto con la historicidad propia de la práctica (política o estética).
Por supuesto, los grandes ideales de la vanguardia (decirlo todo, continuidad entre el arte y la vida y el arte al alcance de todos) siguen brillando con su propia belleza, pero es poco lo que de ellos podrá encontrarse en un museo o una muestra retrospectiva, porque de lo que se trata es del grito primero que quiso decir "basta".
Cate Blanchet es de una ductilidad actoral que ya ha demostrado varias veces (fue Katharine Hepburn y también Bob Dylan, fue la villana de Indiana Jones, una elfa, y también Blanche Dubois). Pero es esa misma ductilidad la que vuelve un poco irrisisoria su relación con los fragmentos de manifiestos que en Manifesto dice, precisamente porque los vuelve verosímiles, es decir: adecuados a situaciones que reconocemos, cuando en verdad son palabras que quieren decir lo desconocido, lo impensado, lo nunca imaginado previamente.
Pronunciar las palabras de la vanguardia política y estética desde un lugar que no es de vanguardia, pero que tampoco es demasiado experimental en ningún otro sentido. Eso es lo que hace Manifesto y en ese gesto encuentra, al mismo tiempo, su mejor brillo y su probable ruina.
sábado, 5 de agosto de 2017
Libros abandonados
por Daniel Link para Perfil
Qué pocas reseñas de libros se
escriben, y en qué soledad espantosa éstos quedan, abandonados a la
enésima entrevista donde el autor (esa maldición que la escolástica
francesa no fue capaz de conjurar del todo) tratará de insinuar lo
que acaso el libro diga mejor y por si mismo si hubiera alguien
dispuesto a escuchar el rumor que de él proviene y a situarlo, eso
es la crítica, en el concierto de la música rota que constituye el
horizonte acústico de nuestro tiempo.
Los suplementos literarios prefieren el
anticipo (porque no hay que pagarlos) y a lo sumo una entrevista
(preferentemente con foto de prensa suministrada por la editorial,
para abaratar los costos). Privada de su costado más polémico, la
literatura argentina se abandona a sus goces narcisistas y se vuelve
cada vez más fantasmática, más ilegible, porque ya ni siquiera se
sabe cuáles son las líneas estratégicas que habría que tener en
cuenta en relación con este libro o aquel otro.
Edgardo Cozarinsky acaba de presentar
En el último trago nos vamos, a propósito del cual fue
convocado para decir las mismas cosas dichas en relación con otros
libros y, se intuye, alguna que otra mentirilla agitada como carnada
para ver si algún pez muerde el anzuelo.
El libro es notable por más de una
razón: incluye ocho relatos, varios de los cuales pueden leerse como
novelas condensadas (“deben” habría funcionado mucho mejor en un
contexto en el que proliferaran las lecturas polémicas; la
mezquindad del medio crítico obliga a una prudencia timorata). Es
como si los relatos de En el último trago nos vamos se
postularan como posibilidades de ficción (y, por lo tanto, de vida:
“vida nueva” es un ritornello que se repite en el libro varias
veces) y es por eso que desdeñan la compacidad del cuento en favor
de la apertura de la novela corta (cuyos requisitos, sin embargo,
tampoco se molestan en cumplir a rajatabla). Posibilidades narrativas
o proyectos de historias que podrían escribirse: una literatura
potencial llevada hasta sus últimas consecuencias. Eso nos regala
inesperadamente, el “estilo tardío” de En el último trago
nos vamos.
No importa que algún narrador confiese
que prefiere internarse en las novelas del siglo XIX, y que del siglo
pasado sólo se le anima a algunas anteriores a 1940 (p. 83), la
posición desde la que se narra es de una modernidad para nada
subsidiaria de esos realismos rancios y pasados, sino todo lo
contrario. Protocolos de una experiencia posible, las novelitas
condensadas del último libro de Cozarinsky se abren a concepciones
de la ficción que se llevan bien con los momentos más
experimentales del siglo XX.
Naturalmente, hay escenas de lectura
diseminadas a lo largo del libro que apuntan en esa dirección. En el
relato que da nombre al volumen, un personaje ejemplifica el “estilo
tardío” a partir de las últimas sonatas de Beethoven, en las que
“hubo una renovación enérgica” (p. 126). Por cierto, en esas
sonatas, que también llamaron la atención de Thomas Mann, la
incompletud es un rasgo esencial: es como si no tuvieran final porque
se abren directamente al mundo. También la literatura de Edgardo
Cozarinsky encuentra, cada vez, un escollo que supera con la
elegancia que le es habitual para seguir proponiendo formas nuevas de
relato y de ficción debidamente travestidas (no es casual que esa
figura, la del travestismo, balice los caminos que los cuentos
atraviesan).
El relato que abre el volumen, “La
otra vida”, saludado justamente por Elvio Gandolfo como una obra
maestra, es una novelita condensada y es una historia de fantasmas,
pero es, sobre todo, algo que Cozarinsky hasta ahora no había hecho:
es un ejercicio de realidad alternativa que debe más a la
ciencia-ficción que a los autores evocados en los epígrafes que
enmarcan el relato e, incluso, debe mucho a la imaginación
esquizo-paranoide del siglo XX, pletórica de complots y asociaciones
secretas (de Burroughs a Pynchon).
No importa tanto el lugar imaginario
que Cozarinsky elige para sí mismo. Los extraordinarios textos que
nos regala están allí, y están allí para que se los lea. La
crítica cotidiana no debería renunciar a ese privilegio.