por Daniel Link para Perfil
Uno de sus alumnos le escribe desde el Apple Store de Madrid:
necesita un certificado de regularidad para poder comprarse una MacBook
Pro con un diez por ciento de descuento para estudiantes universitarios.
Además, por poder certificar esa misma condición le regalan unos
auriculares inalámbricos de última generación valuados en trescientos
euros.
No sabe bien cómo responder a ese reclamo, porque los asuntos
administrativos por lo general lo abruman. Uno de sus compañeros de
trabajo levanta la vista del libro enmohecido que ha estado leyendo y
contesta: con presentar una dirección electrónica finalizada en edu.ar
alcanza. Se sorprende de ese saber que su compañero ha escondido
celosamente para sí y lo atribuye a su inclaudicable heterosexualidad,
que de cualquier cosa hace un secreto a guardar.
Como el alumno no
conoce las ventajas internacionales de usar una dirección electrónica
de esas características, todo vuelve a fojas cero. Le pregunta al alumno
a quién deberá presentar el presunto certificado. “A nadie”. Basta con
que la vendedora lea la constancia adjunta a un mensaje de WhatsApp.
Firma
un confuso párrafo y lo transforma en PDF. En minutos, su alumno ha
hecho la transacción afortunada, a la que sumará la devolución del IVA,
por su condición de extranjero. Su ánimo se divide entre la satisfacción
ante esta nueva actualización de la picardía criolla (que le permitirá a
un estudiante volver de su viaje con una máquina un cuarenta por ciento
más barata que lo que le hubiera salido en Argentina) y el fastidio
ante el “ser nacional”: la empresa que distribuye oficialmente productos
de Apple en Buenos Aires es una cueva de estafadores que no sólo
ignoran el concepto “descuento a estudiantes” sino que son capaces de
retener durante meses una máquina que necesita servicio técnico por no
abastecerse de repuestos.
El costo argentino debería deducirse de las declaraciones impositivas.
Genial
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