por Daniel Gigena para La Nación
Cuando se difundió la noticia de que la ministra de Educación de la ciudad de Buenos Aires, María Soledad Acuña, impulsaba la creación de una Universidad Pedagógica en reemplazo de los 29 profesorados de la ciudad, pensé que la causa de esos afanes por reinventar la educación pública cada cuatro años se explicaba en la ausencia de maestros y profesores en las áreas educativas de la mayoría de los gobiernos. ¿No es curioso que no se convoque a ningún docente para ocupar puestos de importancia en la administración pública?
En este contexto recordé los años de estudio en el Instituto Superior del Profesorado Joaquín V. González. Empecé a estudiar ahí cuando Enrique Pezzoni ya había fallecido. Se había convertido en un mito, un mito literario y docente al que contribuían historias de amistad y de lecturas, de enseñanzas y de ironías que contaban los que habían tenido la suerte de ser sus alumnos. Al parecer, Pezzoni había sido un gran bromista. Sus alumnos lo amaban.
La mía fue una suerte derivada. Varias de las profesoras que nos enseñaban teoría literaria, literatura argentina y latinoamericana o que daban seminarios sobre escritores contemporáneos en aulas ubicadas en un subsuelo habían sido formadas por él. Eran pocas las clases en las que no hicieran una alusión a "Enrique". Con los años supimos que él había sido editor en Sudamericana, traductor y crítico literario, además de docente. Ante todo, docente.
Fue amigo de Silvina Ocampo, de Francis Korn y Edgardo Cozarinsky, "protegido" de Victoria Ocampo y maestro de Daniel Link, Isabel Vassallo, Silvia Calero y Luis Chitarroni. En un capítulo dedicado a Pezzoni de La lectura: una vida., suerte de biografía lectora, Link cuenta que fascinaba a todos por su manera de ser y de leer pero sobre todo "por la extraordinaria sensibilidad a la palabra de sus alumnos". La misión del maestro se imponía a las otras actividades de Pezzoni (al que, sigue contando Link, le decían "Chepe").
"En años de dictadura, el seminario que daba Enrique en el Joaquín V. González era un milagro: vendaval de ideas y audacia -cuenta Elsa Drucaroff, una de las alumnas de Pezzoni que se convirtió en docente-. Era temerario: con el Joaquín entonces repleto de hijas de militares, mostraba sin disimulo el profundo asco que le daba el gobierno. Los más inquietos asistíamos como oyentes y seguíamos yendo incluso luego de aprobar. Era muy generoso con quienes valoraba pero a los malos estudiantes los ridiculizaba con humor ácido. Cambiaba el programa todos los años, cruzaba teoría con análisis de obras: lo fantástico y Borges, Felisberto Hernández y Onetti; lo poético y Vallejo y Darío; un seminario entero para Roland Barthes, otro para Bajtín". Drucaroff recuerda que el entusiasmo con el que salían de esas clases era tan grande como si en unas horas hubieran recorrido tierras fascinantes y también peligrosas. Años después, ella fue nuestra profesora de seminario de literatura argentina contemporánea en el profesorado. En educación y en literatura, los legados y la historia son fundamentales.
Isabel Vassallo conoció a Pezzoni en un seminario de posgrado que él daba en el Instituto del Profesorado en el año 1971. Era un seminario sobre nueva poesía latinoamericana, donde "nueva" quería decir "poesía de las vanguardias históricas". Leían y analizaban poemas de César Vallejo, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges y Octavio Paz. A ese seminario siguieron otros.
"De los docentes que admiramos y que nos han dejado marcas profundas, una de las más potentes, unida al saber, al saber decir, al entusiasmo, a la capacidad de poner en duda, a la invitación a cuestionar (todas ellas propias de Pezzoni), es la voz, la entonación -dice Vassallo-. Sigo escuchando, porque es inolvidable para mí, esa pregunta que él formulaba no como muletilla, sino como producto de su interés genuino en establecer una comunicación cierta con sus alumnos y alumnas allí presentes, ansiosos, expectantes: '¿Entienden ustedes?'". Los que fuimos alumnos de Isabel escuchamos esa misma pregunta en sus clases sobre formalismo ruso, estructuralismo y funciones poéticas del lenguaje. La memoria del docente está hecha de niveles y niveles de lengua, en los que resuenan episodios personales, homenajes secretos y el destino social.
"El ingreso de Pezzoni al aula era un acontecimiento -recuerda Vassallo-. Sus clases lo eran. Llegaba apurado, siempre original y elegantemente vestido, con un portafolio cargado de libros y papeles, deseoso por empezar. Su deseo transmitía deseo a los estudiantes. Desplegaba sus papeles en las mesas de esas aulas a veces inverosímiles del Instituto (un laboratorio, una sala de dimensiones tales que una porción de público escuchaba desde el pasillo), pero las transformaba en aulas verdaderas, porque es el profesor apasionado el que puede lograr eso". Con gracia, conocimiento, brillo y frescura, Pezzoni daba clases. Sus alumnos salían transformados del profesorado. "Ir a escucharlo era más que ir a aprender contenidos: era una experiencia vital". Pocas experiencias en la vida se asemejan a las que se alcanzan en un aula cuando hay entusiasmo y deseo por saber.
En las clases del profesorado leímos sus escritos reunidos en El texto y sus voces. En aquella ocasión, la palabra "voces" no nos pareció significativa. Con el paso del tiempo, entendimos que en cualquier texto literario que vale el esfuerzo (y el placer de leer), esa multiplicidad es definitoria. Como dije, no fui alumno suyo. Pero si es posible aplicar a la vida de las personas el carácter transitivo que subyace a las relaciones entre personas y entre personas y cosas, se podría pensar que también yo, al haber sido alumno de las personas que estudiaron con él, fui alumno de Enrique Pezzoni.
En Avenida de Mayo?
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