por Guido Croxatto para Perfil
La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, incurre en un error conceptual serio: las “doctrinas” pueden cambiar, pero las leyes no cambian hasta que no las transforma el Congreso de la Nación.
La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, incurre en un error
conceptual serio: las “doctrinas” pueden cambiar, pero las leyes no
cambian hasta que no las transforma el Congreso de la Nación. Es decir,
que las fuerzas de seguridad deben orientar su acción dentro del cauce
constitucional y penal, ajustando su “doctrina” de acción a lo que fija
el sistema interamericano de derechos humanos.
Las fuerzas de
seguridad están obligadas a no obedecer directivas que mancillan los
derechos humanos. Esto es independiente de si tal directiva emana de un
ministro, que incurre, cuando propone una “doctrina” incompatible con el
sistema interamericano de derechos, en una responsabilidad política y
eventualmente criminal, al “ordenar” a las fuerzas de seguridad que
transgredan, en lugar de respetar, las normas constitucionales y
procesales, preservando siempre la vida de las personas. Los ministros
no tienen potestades para transformar –ni para transgredir– las leyes de
la Nación.
Cuando se pasa por encima al Congreso de la Nación
para otorgar plenas potestades a las fuerzas de seguridad se expone a la
República a un severo desequilibrio de poderes. Se mancilla la
independencia del Congreso y también del poder que debe velar por el
respeto de nuestra ley máxima: el Poder Judicial.
En la “nueva
doctrina” se presenta a los delincuentes como enemigos sociales. De este
modo, se los priva, ante la opinión pública, de todo derecho. Lo que
equivocadamente la ministra califica de “nueva doctrina”, no es sino el
ya conocido “derecho Penal del enemigo”, una doctrina alemana
incompatible con todo sistema democrático y que se ha empleado para
justificar “excepciones” legales como la cárcel de Guantánamo, un
espacio ajeno a todo orden legal y donde los “presos” carecen de todo
derecho civil y humano. Donde se mancilla el debido proceso. Estos
estados de excepción mancillan el principio de legalidad.
El
simplismo de la ministra se advierte en su pobre diagnóstico sobre los
motivos de la criminalidad. Se concentra en criminalizar las
consecuencias, sin atacar las causas socio-económicas que se ocultan
detrás de la criminalidad tosca, que es la que más se visibiliza en los
medios. ¿Por qué en Dinamarca o Noruega no roban cámaras a los turistas y
en Argentina o Brasil sí? Por la enorme exclusión social que padecen
nuestros países. América Latina es, según el Programa de las Naciones
Unidas para el Desarrollo (PNUD) y la Comisión Económica para América
Latina y el Caribe (Cepal), la región con la mayor desigualdad social
del mundo.
Una política macroeconómica que solo aumenta la
exclusión y la pobreza (en lugar de atacarla), requiere políticas
represivas y de mano dura que mantengan la marginalidad “bajo control”.
Se denominan teorías de “control social”. La ministra no aspira a
reducir la criminalidad atacando las causas sociales y económicas de la
exclusión. Al no existir un programa consistente en materia criminal, se
cae en la demagogia punitiva, acicateando los peores fantasmas de la
violencia represiva e institucional, que el Estado debería, por el
contrario, combatir. Bullrich propone como única solución para enfrentar
el delito aumentar la violencia institucional. La violencia
institucional ha demostrado caer siempre en una espiral de mayor
violencia. Bullrich pretende criminalizar la pobreza (que esas mismas
políticas producen), estigmatizando como enemigos a todos los que, por
diversos motivos, transgreden la ley (en general criminales pobres, no
se cuestiona nunca el llamado crimen de cuello blanco). Pero en una
democracia, quienes delinquen deben ser procesados, no asesinados en la
vía pública. Tienen derecho a un juicio justo. Es un deber del Estado
garantizar el debido proceso. Es una garantía constitucional básica. Un
pilar del “garantismo”.
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