Por Daniel Link para Perfil
Hace unos meses, la perra estaba por
morirse. Un parásito hematológico (Erlichia) le había afectado la
médula. La veterinaria indicó por whatsapp que hacía falta hacerle
transfusiones con urgencia. Nos dio una dirección en el lejano
oeste. Cerraban a las 19.00. No íbamos a llegar a tiempo. De ahí
teníamos que seguir hasta el campo, para buscar a la perra, y
volverla a llevar hasta el Hospital Veterinario, en la General Paz.
Llegamos al “banco de sangre” ya de
noche. Estaba en un callejón sin luces. Lejos de parecer un
laboratorio, era una casa, un chalecito enrejado, en sombras. Toqué
timbre.
Un joven me acercó dos unidades de
sangre que pasó a través de los barrotes. “¿No me vas a abrir la
puerta?” No lo hizo. Pasé el abultado fajo de billetes (la sangre
canina se paga en riguroso efectivo).
“¿No me das ningún certificado o factura?”. “Nuestros
donantes...”, empezó a decir el chico. Me di media vuelta y me fui
porque imaginé, en el garage, a cien perros colgados de ganchos,
desangrándose lentamente.
Continuamos con el trámite. A las
cuatro de la mañana devolvimos la perra a su casa. No se murió.
Pero dejamos de atenderla con esa vendedora de sangre que parecía
salida de una película de Tarantino. La sangre clandestina que en la
alta y oscura noche se retira de lugares que será imposible después
reconocer en un mapa.
Me informé. El negocio de la sangre
canina es bastante redituable y, como aparentemente no está
regulado, se presta a intercambios en los que la desesperación ante
una muerte inminente potencia la inmersión en una sociedad bizarra.
“Un negociado”, me dijeron.
Me acordé de todo esto el martes
pasado, cuando llevé a otro perro para hacerle un análisis de
sangre y en la veterinaria rechazaron mi tarjeta porque los
laboratoristas sólo reciben la sangre con los billetes al lado
(imaginé incluso: atados alrededor del tubo).
Es el reino sanguinario de Cruella de
Vil.
La puta que los parió (Perdón, Daniel, estás en tu derecho de no publicar este comentario pero me indigna.)
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