Alfonso Cuarón ha producido un pequeño
milagro: hacernos creer que una película estéticamente anacrónica
y deshilachada narrativamente es una obra maestra.
Roma tiene muchas virtudes, pero
también muchos defectos y cada quien sabrá si las primeras superan
a los últimos o viceversa.
Entre los defectos, encuentro que su
esteticismo memorialista es irremediable, que la repetición del
desplazamiento de cámara lateral en dolly termina aburriendo, y que
la reconstrucción de época, que al principio sorprende
favorablemente, muy pronto se convierte en un mero exhibicionismo de
la capacidad de producción (la escena del incendio forestal es lo
más feo y falso de toda la película).
Entre las virtudes, hay que señalar la
recuperación de Leo Dan en una de las canciones más exquisitas de su período mexicano, el uso magistral de la elipsis que nos ahorra
prácticamente todos los diálogos que habrían hecho de Roma
una película decididamente odiosa, y el travelling final en
el mar, que cumple exactamente la función narrativa y poética que
la película necesitaba para cerrarse.
Los paisajes de Roma se parecen
mucho a los paisajes romanos de Fellini (especialmente los grandes
descampados que se muestran en la Dolce Vita), pero toda la
dinámica de la película de Cuarón es radicalmente diferente porque
no está puesta en relación del presente sino de un pasado que sólo
puede recuperarse por la vía de la reconstrucción arqueológica de
la memoria. El fragmentarismo de La Dolce Vita (por ejemplo)
era una hipótesis sobre su presente y sobre los círculos sociales.
En Roma, parece querer decir sólo que el pasado es, en última
instancia, no tanto lo que insiste en el presente, sino unas islas de
recuerdos más o menos autónomas que sólo adquieren unidad respecto
de la conciencia del que cuenta el cuento.
De modo que Roma es una
experiencia privada que en muy pocos momentos alcanza a incluirnos
más allá del “mirá vos” con el que reconocemos fragmentos
comunes de pasado (por lo general canciones, o juegos infantiles).
Cuando eso sucede, la película levanta vuelo (es el caso de la
escena de los combatekas, muy perfecta y muy desconectada del resto).
Desde el principio hasta los últimos
minutos, Roma no deja de recordarnos a La ciénaga, de
Lucrecia Martel, en la que sin dudas está inspirada pero a la que no
alcanza ni en sutileza psicológica, ni en agudeza crítica ni en
equilibrio dramático. De hecho, tal vez el mayor mérito de Roma
es que despierta en nosotres el deseo de volver a ver La ciénaga.
Innecesariamente larga, la película de
Cuarón tiene el mérito de ser bastante amable con el espectador,
que puede perderse en sus propias ensoñaciones.
SI no recuerdo mal, en la Colonia Roma
se filmó Los olvidados de Luis Buñuel. Más allá de eso, le
tengo cariño a ese barrio donde viven muchos amigos míos.
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