martes, 7 de abril de 2020

Diario de la peste, día 20

(anterior)

La mañana del 6 de abril de 2020, Patrizia Caracciolo se levantó más temprano que de costumbre, después de una noche de sueño intranquilo. 
Frente al espejo del boudoir del hotelito en el que se hospedaba se maquilló lo mejor posible para disimular los estragos que el tiempo venía provocando, desde hace décadas, en una cara que había brillado en las portadas de las revistas de moda de segunda línea, se miró a los ojos y volvió a repasar los últimos acontecimientos y los pasos que harían de ésa, su última mañana (¿sabía ella que habría de morir en pocas horas? ¿Lo sabía? ¿O su muerte fue un error de cálculo, un desafortunado acontecimiento no previsto por los miembros de la célula terrorista de derecha que integraba?).
Caracciolo se desvistió lentamente, se puso medias negras de seda y un vestido del mismo color con vivos rojos que había comprado en la última semana de la moda en Milán, a donde iba regularmente como corresponsal de prensa, y donde obtenía información decisiva para el armado de las políticas de los movimientos independentistas del Norte italiano, a los que apoyaba a pesar de su origen, que en el fondo despreciaba.
La casa de los Caracciolo se remontaba al Renacimiento napolitano y Patrizia odiaba cada uno de los logros de sus antepasados, que nunca superaron una mediocridad de segundo grado y que a ella le parecía que proyectaban su sombra sobre su propia vida.
Pasquale Caracciolo (1566–1608) había publicado La Gloria del Cavallo, un tratado de mil páginas sobre los caballos (su inteligencia, los modos de cría, su relación con la especie humana).


Pasquale usaba para describir el carácter de los caballos la teoría de los humores, tal como la había desarrollado Galeno de Pergamon en el siglo II. 
Ni siquiera los historiadores de la veterinaria (el tratado incluía un libro entero sobre las enfermedades del ganado) reconocían el libro como más que una curiosidad.
Patrizia, que había agotado sus páginas en busca de alguna genialidad sin poder encontrar ninguna, lo consideraba el producto de una monomanía que, si bien ella no compartía, parecía estar profundamente enraizada en su familia y ella misma se había descubierto defendiendo las posiciones más peregrinas sobre temas de moda y actualidad sin saber a ciencia cierta por qué lo hacía ni en qué encontraba fundamentos para sostener lo que intentaba imponer como verdad.
Mucha más antipatía sentía por Giovanni Battista Caracciolo (1578–1635), Il Battistelo, un pintor cuyo único mérito fue haber descubierto muy tempranamente la importancia de Caravaggio y haber inaugurado en Nápoles la primera escuela caravaggista. Su mayor defecto fue haber abrazado el neoclasicismo después de un viaje a Roma que lo expuso a la influencia de Bolognese.
Patrizia había heredado, a través de las generaciones, algunos de los cuadros de ese antepasado remoto. Jamás le dieron ningún placer y terminó por venderlos a un par de museos, no tanto por el beneficio económico que le supuso esas ventas, sino para no tener que verlos nunca más, tan poca gracia tenían y tanto mostraban el afán imitativo que ha arruinado tantas carreras artísticas y que (ella temía) tal vez dominara la suya propia:



El San Sebastián fue el primero que vendió: el manejo de la luz, que pretendía ser caravaggista, daba por resultado un cachivache, para no hablar de las proporciones físicas de un cuerpo que, ni atormentado, podía tener tan poca gracia. No había nada que hacer, el arte (el arte de verdad) es algo que a su familia se le había escapado siempre, pese a las intenciones, siempre renovadas generación tras generació, de dejar una marca en el mundo.



Estuvo a punto de quemar el Cupido dormido, con sus caderas amplísimas y como mal recortadas sobre un fondo sólamente oscuro por pereza del pintor, pero al final decidió que los euros que le ofrecían al menos alcanzarían para mudarse a Lombardía (una región donde los pisos nobles eran mucho más caros que en su Nápoles natal). 
Allí, le pareció, su vida adquiriría un verdadero rumbo. Había realizado estudios humanísticos, pero su cinismo le impidió abrazar cualquier causa filosófica. Le parecía que todo exigía un esfuerzo demasiado grande y que ella podía saltearse el compromiso con la verdad y la justicia. Se pasó a los estudios informáticos, donde adquirió una cierta pericia que sería decisiva en su vida (y en su muerte).
En el mundo de la moda pronto brilló como una crítica implacable, que podía aniquilar cualquier "tendencia" y, en particular, las que ella consideraba "parisinas". Y como sabía usar sus labios bien rojos y sus escotes, pronto consiguió acomodarse en los mejores salones milaneses, donde ni siquiera su título nobiliario sureño suponía un obstáculo, porque ella abrazó la causa radical de la derecha separatista y aprendió a reírse de los "papolitanos" y de "Calabria saudita".
Pronto se dejó convencer de que sus talentos estaban desaprovechados. No tanto los de su crítica de la moda, sino sus talentos tecnológicos. Un grupo de ultraderecha del que participaba su primo, Andrea Caracciolo, la contrató (en principio pagándole) para que les instalara unos bots editores en la wikipedia, donde modificaban en masa la información que no les parecía que ayudara a su causa.
Pero bien pronto abrazó ella misma esa causa que disimulaba sus más atroces fantasías detrás de una máscara de orden y eficiencia. Y bien pronto estuvo realizando sabotajes, por pura diversión, contra los grupos de izquierda radical que actuaban desde 2005 en Italia, en particular los grupos agambenianos, nucleados alrededor del Comité Invisible y Tiqqun
El carácter monomaníaco de su herencia familiar se le impuso y pareció que no tenía otro objetivo que derrotar a esos enemigos (un poco inocuos, pero sobre todo: inteligentísimos) que habían conseguido imponer una perspectiva de acción política en todo el mundo.
en 2008, P. Caracciolo colaboró con la Fiscalía Antiterrorista para desbaratar una "tentativa de sabotaje" en las líneas del tren TGV. En ese entonces, la ciberinteligencia que había desarrollado personalmente, llevó a la detención de Julien Coupat, quien estuvo en la cárcel seis meses sin que se le pudiera probar otra cosa que haber participado en la redacción de La insurrección que viene (publicado por el Comité Invisible), haber fundado la editorial Tiqqun, haber establecido una comuna en Tarnac (departamento de Corrèze).
Las detenciones fueron saludadas públicamente por la ministra del Interior, quien se jactó de haber desbaratado una célula "anarco-autonomista" de la cual Coupat habría sido su líder. Durante la reclusión de Coupat se formaron en toda Francia e incluso en el norte de Italia comités de apoyo a los "Nueve de Tarnac" y circuló un manifiesto firmado por intelectuales que llevaba por título "No al orden nuevo", lo que significó para P. Caracciolo un disgusto mayúsculo, porque su intervención no sólo no había aniquilado al "enemigo" sino que le había dado impulso nuevo.
Uno de los más activos defensores de Tiqqun y del Comité Invisible había sido, desde el comienzo, Giorgio Agamben (y muchos sospechaban que incluso había sido el promotor de esos grupos, junto con su amigo Toni Negri).
A comienzos de 2020, cuando grupos radicales luditas comenzaron a volar las torres de conectividad 5G, que muchos consideraban la verdadera causa de la expansión del coronavirus, la célula terrorista de la que participaban los Caracciolo decidieron dar un golpe definitivo a la izquierda radical: matar a Giorgio Agamben.
La fobia de Giorgio a dejar su "tatuaje digital" impreso en las aduanas del mundo (y que fundaba en sólidas consideraciones filosóficas) tenía un fundamento político inmediato: se sabía perseguido y vigilado. Por eso usaba sólo esporádicamente una cuenta de hotmail, no usaba celular y evitaba todo dispositivo de geolocalización.
P. Caracciolo tuvo que volver a usar sus encantos femeninos en los círculos sociales en los que se movía para poder dar con el paradero de Giorgio, que a veces paraba en casa de Ginevra Bompiani, su ex mujer, y a veces algún otro departamento de Roma o de Venecia.
Aviones no tomaba, de modo que se sabía que se lo podía encontrar entre París y Roma, según los días.
Dada la situación de confinamiento, que Giorgio había desmenuzado implacablemente, era probable que estuviera en París y allí se trasladó P. Caracciolo, con sus salvoconductos y una exquisita pistola con culata de carey que ocultó entre sus productos de belleza.
Resumo, por ahora (los detalles de esa mañana serán decisivos en otra ocasión):
P. Caracciolo terminó de vestirse, se puso un piloto amplio y un sombrero, se calzó un barbijo de diseño y salió a la calle bajo una llovizna tenue. Sus tacos resonaban en el empedrado del barrio, la calle estaba prácticamente desierta y sólo uno que otro transeúnte se dirigía a hacer alguna compra.
Giorgio Agamben, como todas las mañanas, iba a salir a comprar el pan. A la vuelta de la esquina lo esperaba P. Caracciolo, con la pistola amartillada y los ojos brillantes. Iba a pasar a la historia, al menos como la asesina de Agamben. "Yo terminé con Agamben" repetía afiebrada. 
Cuando escuchó la campanilla de la panadería y el amable saludo de despedida de Giorgio, lo esperó en medio de la vereda. Cuando Agamben dio la vuelta a la esquina, para volver a su piso con el pan crocante recién salido del horno, Caracciolo le apuntó a los ojos. Agamben, sorprendido, se detuvo en seco. Trató de sonreir y de encontrar una explicación a lo que sucedía: ¿un asalto?
De pronto creyó entender, y musitó: "Tutti abbiamo la nostra Valerie Solanas".
P. Caracciolo entrecerró los ojos y empezó a temblar. Entendió que también ella estaba repitiendo algo viejo, ya hecho, y condenado. Entendió que no entendía nada, que su mediocridad la había llevado a un punto de no retorno. 
Quiso disparar una, cien veces. Por alguna razón, tal vez porque no había revisado el arma previamente, martilló dos veces sin éxito y a la tercera vez, la pistola estalló y le voló la boca y la mató al instante.

(continúa)



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