Estoy en un encuentro internacional de humanistas digitales en Zaragoza, topónimo que proviene del latino Caesar Augusta, que recibió en el año -14 de su fundación, en homenaje al emperador que la declaró, además, colonia inmune (podía acuñar su propia moneda y estaba exenta de impuestos) para benefico de los legionarios de la IV, VI y X, que habrían de defender el territorio.
En algún momento, uno de los ponentes dice “pijas condecoraciones” y yo oigo “pijas con decoraciones”. Sobresaltado, decido concentrarme en la escucha, que tiene esos pequeñas traiciones idiomáticas.
Recuerdo la confusión en la demorada sobremesa de esa noche, cuando veo que empiezan a apilar las sillas para que nos vayamos. “Es que es día de semana”, digo. “¿Qué has dicho?”, me presiona una valenciana. Ella había entendido “Diazepam”.
Le cuento, además de mi lapsus auditivo de la mañana, otro. Hace muchos años, comíamos con unos amigos mexicanos en un restaurante tailandés particularmente picante, lo que motivó que le dijera a mi marido (creo que entonces no estábamos todavía casados): “siento los labios como Beatriz Salomón” (vedette hoy llorada, que por entonces todavía brillaba en los escenarios). Uno de los mexicanos, fotógrafo exquisito, me dijo: “No sé bien qué quiere decir lo que has dicho, pero suena muy obsceno”. Le pregunté qué había entendido. Su respuesta fue: “siento los labios que me atizan los monos”.
Desde entonces, usamos la la expresión cuando la comida que pedimos está muy picante.
Es que el castellano o español es una lengua tan estirada y tan elástica que admite mil declinaciones. Contra la afirmación académica de que es una lengua policéntrica (como el inglés) me gusta sostener que es una lengua excéntrica, porque carece de centro normativo.
Aquí en Zaragoza las tiendas de regalos (las “regalerías” que uno puede encontrar en Buenos Aires) rezan en sus fachadas “Regalicos”, porque los aragoneses usan los diminutivos en -ico. Y hemos visto pasar un camión que transportaba (o eso decía) “Güevos güenos”. Ni hablar del “pulpitu” que promocionan los carteles de algunos bares de tapas valencianos.
Con tantas variantes de pronunciación, de sintaxis y, sobre todo, de semántica, no son raros los malos entendidos y sabido es que América se funda en varios. Colón escuchó caníbal cuando le decían Caribe y después Shakespeare nos devolvió Calibán, que en pareja con Ariel formaron el binomio espantoso Civilización y Barbarie.
Garcilaso de la Vega (uno de los mejores prosistas de su época) contó en el famosísimo episodio del “encuentro de Cajamarca”, que enfrenta a españoles e incas un malentendido que analiza filológicamente en relación con el nombre “Perú”. De ese traspié de traducción en el que alguien pregunta algo y alguien contesta otra cosa se deduce no sólo una política de las lenguas sino también de lo viviente (de las comunidades).
Quienes se dedican a la dialectología americana, esa disciplina que pretende describir las cinco o veinte normas del castellano o español novomundano tropiezan con abismos imposibles de sortear. En busca de la unidad de la lengua lo que encuentran es una diferencia infinita. Pedro Rona, en la década del sesenta del siglo pasado, ya había adelantado que “todo esto obliga a replantear el problema de la división del español americano en zonas dialectales”.
Las zonas dialectales son ficciones normativas que establecen cuál es la norma que rige en una determinada región (el Río de la Plata, por ejemplo), para lo cual se toman una serie limitadas de rasgos (fonéticos, morfosintácticos, etc.) que la definen.
Pero la aparición de los grandes corpus digitales del español (CORPES, CREA, Corpus del Español, etc.), porque registran absolutamente todas las variantes (algunos incluyen incluso versiones orales) permiten saltearse la simplificación normativa y observar la lengua en su infinita variación en el espacio y en el tiempo.
De modo que las herramientas digitales con las que hoy contamos nos permiten un acercamiento mucho menos colonial y dependiente de los poderes académicos a las decoraciones que imprimimos en la lengua que usamos.