El barrio donde vivimos es extremadamente tranquilo y su paz se ve apenas perturbada por uno que otro incidente de ésos destinados a refrendar el sentido de pertenencia cuando uno habla con personas de otra parte: "Ah, sí, enfrente del bar Mágico", me han dicho más de una vez cuando doy mi dirección a algún proveedor que tiene que traerme algo a casa (una silla retapizada, o un pedido de verdulería para el Guacamole Open en el que vamos a participar).
El bar Mágico, como su nombre lo indica, es un bar con performances de magia (disciplina que el éxito de Harry Potter parece haber revalorizado), donde también se dictan cursos (algunos días) y se organizan convenciones de magos (a puertas cerradas, para que no se conozcan los secretos de las ilusiones). La de mago no debe de ser una profesión poco rentable, porque he visto a los magos (imposibles no reconocerlos: vestidos con trajes negros y chalecos de fantasía con muchos brillos), mientras riego las plantas, bajando de autos caros y nuevos (pero es cierto que tal vez se trate de otra de sus habilísimas ilusiones). Varias veces me he quedado mirando, amparado por el matorral de cañas, las cajas y equipos que descargan de camiones, con la esperanza de tener algún atisbo de ese mundo prohibido. Una vez, el invierno pasado, hubo un choque estúpido (o apenas una maniobra imprudente) y un cajón de madera voló por los aires para caer destrozado diez metros más adelante y revelar su precioso contenido: una partida de conejos blancos destinados a una de las clases de magia de los niveles avanzados. Los conejos son animales un poco tontos, pero no tanto como para no darse cuenta de que debían aprovechar la oportunidad para escapar. Y la calle se pobló de manchas blancas saltarinas y gritos desesperados de sus dueños. Finalmente, la participación felicísima de los chicos del barrio en la cacería permitió que todos los conejos fueran recuperados, salvo uno que, por debajo de los autos estacionados, consiguió llegar hasta Solís y, cuando intentó cruzar la calle sin mirar el semáforo (hábito poco desarrollado en la especie) fue aplastado por un colectivo (rojo) de la línea 150.
Me acordé de todo esto anoche, cuando fuimos a comer a Status, la cevichería peruana de Virrey Cevallos, con amigos de mi anterior trabajo, y yo pedí el conejo saltado para recibir la lacónica respuesta de que no les quedaba.
Cada tanto, el barrio salta a la fama y llegan la policía, la prensa, los curiosos. Pero no sucede con frecuencia. Hasta hace poco, había en la esquina una guardia policial permanente porque la justicia había desalojado a unos ocupantes ilegales de la bella casona que no sé qué mente siniestra dejó abandonada hace años (en las fotos, es justo la que está detrás del móvil de Crónica). Un policía quedó de consigna para evitar nuevas intrusiones, pero hasta las fuerzas del orden se toman vacaciones. Hace unos días, S. recibió el llamado de la madre de una vecina de la vuelta (no la misma familia que protagonizó el secuestro de la niña, sino otra) que le decía que "de nuevo estaba entrando gente en la casona" (no sé por dónde, porque tapiaron con ladrillos todas sus aberturas, lo que además de inmoral es un atentado al buen gusto). "¿Y qué querés que haga?", preguntó S. "Que llames a la policía". Ni falta hace que diga que S. se negó terminantemente a intervenir en un conflicto absurdo e injusto (y en el que, en todo caso, nosotros estaríamos del lado de los ocupantes) que sólo traería al barrio tensión y miedo.
La alarma, por otro lado, resultó falsa, así que retomamos nuestras ensoñaciones. Anselmo, el hermano de S, pretende que instalemos un bar en la planta baja y un hotelito en los pisos altos. ¡Como Boquitas Pintadas, que está acá a la vuelta! Me encantaría que un proyecto semejante se realizara, pero no creo que seamos nosotros los más indicados para llevarlo a cabo.
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