martes, 15 de febrero de 2005

Senectud

Ya conté que sospechaba que alguna viejita del edificio había pasado a mejor vida, porque vi gente nueva bajando cosas de un camión. Ayer me crucé con Beba (se llama Genoveva, pero le decimos Beba: es una costumbre típica del barrio, acortar los nombres hermosos para volverlos sino feos, al menos neutros), la mujer del portero y le pregunté "casualmente" por los nuevos vecinos. Me confirmó que sí, que se habían mudado, que eran "dos muchachos solos", y revoleó los ojos en señal de complicidad, gesto que, justo es decirlo, no sabría exactamente cómo interpretar. No porque en este edificio exista algún tipo de censura moral o prejuicio ideológico: tenemos a una negra completamente auténtica (dominicana, la imagino, o algo así) con una hijita hermosísima que usa trencitas. Ella es madre soltera, pero además ejerce la prostitución en alguna de sus formas (al menos, eso fue lo que S. me contó, sin permitirme dudar de tal hipótesis). Somos una comunidad completamente indiferente a la conducta (privada o pública) de sus integrantes, con la sola excepción del pago de las expensas, los servicios y esas cosas.
De hecho, mi buena relación con Beba y su marido se fundan en una "atención" que tuvimos para con ellos en las últimas navidades. Yo les expliqué que desde mi llegada se habían triplicado por lo menos las obligaciones cotidianas a los que esta unidad habitacional los sometía, y que me parecía justo una compensación monetaria. Aceptaron (maravillados) mi gesto y ahora todo es miel entre nosotros.
Lo cierto es que Beba me contó sobre "los nuevos muchachos", comillas que todavía no he podido desentrañar (bien pueden ser traficantes, homosexuales o artistas de variedades: el sentido común es bastante ambiguo en este caso y, si bien yo podría haber protestado contra un rasgo de homofobia, no tenía ganas de que eso diera pie a más murmuraciones). Lo que sí quería saber era a quién o quiénes venían a reemplazar, por mi preocupación por los ancianos de los que estoy rodeado.
Resultó que en noviembre, aparentemente (y todavía no sé cómo no nos enteramos en su momento, qué ausencia o distracción nos impidió participar del drama, aunque fuera a la distancia), una señora del tercer piso fue encontrada muerta en su departamento (por una hija que no la visitaba lo suficiente, y que tal vez deba algún día recurrir a los consuelos de John Edward). Pero hacía días que la anciana (en rigor no tanto, teniendo en cuenta el promedio de edad de nuestro barrio: 85 años) había muerto y al deterioro del cuerpo previsible hacia fines de noviembre en Buenos Aires había que sumar la nostalgia, curiosidad o gula de su gato, que fue mordisqueando allí donde hubiera posibilidad ya de estimular el sistema nervioso central de su dueña, ya sus propias papilas gustativas.
Como no podía ser de otra manera, el episodio impresionó vivamente a los integrantes de la comunidad (y no sólamente a los que tenemos gatos, que somos varios) y a algunos de sus allegados.
De hecho, la unidad habitacional que ocupan los "nuevos muchachos" no tiene nada que ver con el episodio (es el departamento del tercer piso, parecido al nuestro pero con otro sistema de circulación interna, que sigue en venta) sino con el de otra anciana que vivía sola y cuyos hijos, enterados del final de la del tercero (que si fue plácido ya no importa, por el toque gore que le agregaron su gato y la indiferencia de su hija, que no supo durante cuatro días que su madre estaba muerta) , decidieron que no sería prudente que su madre pasara por lo mismo (como la señora no tenía gato, ni perro, ni nada, es de suponer que se referían al abandono) y por eso la sacaron de su departamento y la internaron en la "casa para personas mayores" que está sobre Solís. Las cuotas de la institución las amortizan con el alquiler que pagan "los nuevos muchachos".

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