Ayer, después de trabajar toda la tarde frente a la máquina (terminé con el textículo sobre Presente perfecto, terminé la evaluación para el CONICET), bajé a comprar cigarrillos. Como estaba embotado, elegí el kiosco más lejano, para pasear un rato. La belleza del barrio me salvó. Pero antes, casi me muero: dos ancianos (no sé qué parentesco los unía) iban saliendo al mismo tiempo que yo, pero uno de ellos era la hija de la anciana que entre los dos trataban de arrastrar hacia la calle. La muñeca senil trastabillaba.
Me sentí obligado a ayudarlos y gentilmente tomé del brazo a la madre (seguramente centenaria) de uno o dos de esos ancianos. Era un brazo blandísimo, que uno podía romper sin darse cuenta. Me impresionó la fragilidad de esa mujer, condenada a ser el juguete de esos otros niños-viejos. Balbuceé: "debe ser que con este calor no le dan las piernas" (¿por qué las piernas habrían de tener una tonicidad de la que los brazos carecían?). El hombre contestó, acordando con la mujer (¿su esposa, su hermana?): es que no le da la cabeza. Como el trámite duraba ya más de los que esos niños-viejos podían soportar, la mujer le dijo a la muñeca: "¿No ves que así no se puede, Mamina?". Y el hombre le dijo: "preguntale, primero, si se siente bien". Salí a la calle un poco trastornado: de pronto, de inmediato, sentí que el presente de esa gente me tocaba y me contagiaba. Yo iba a ser uno de ellos y, si la suerte no estaba de mi lado, también podía correr el riesgo de convertirme en una muñeca-senil.
Desde hace tiempo me atormenta el pensamiento de mi propia vejez: dentro de veinte años voy a tener 65 y arrastraré por el mundo una madre de 90 (algo perfectamente posible). Conozco amigos que están en esa situación y envidio que sus madres, en esos casos, tengan una pasión externa a la familia (el juego, por ejemplo). Pero, además, me da miedo mi propia senectud. Más de una vez he escrito sobre la vejez, el problema de la duración y la conexión indefinida de nuestros cuerpos a la maquinaria químico-farmacológica. El otro día, comentando la Trilogía marciana, B. y yo coincidíamos en la pertinencia de la pregunta por el amor, una vez que las formas de vejez se modifiquen por completo. Pero, por ahora, lo que tenemos a nuestro alcance es el espectáculo de la decrepitud física y anímica: "Me siento bien, me siento bien", repetía con monotonía maníaca la muñeca-senil de este exemplum.
Tampoco me hace gracia la idea de llegar a ser Thomas Mann, escribiendo más allá de sus 70 años una suerte de Cómo escribí algunos libros míos. Es, también, el problema del pop, sobre el que vengo reflexionando: su ya evidente e irreversible ingreso en la tercera edad.
Por algo cada tanto insisto, en comidas con amigos, en la necesidad de fundarnos un geriátrico a la medida de nuestros deseos, nuestras necesidades y nuestros intereses. Todo esto buen puede leerse en la línea del candor de las comunidades utópicas y está bien que así sea: el deseo de no convertirnos, para nadie, en muñecas seniles.
Después salí a la calle, donde todo era un vértigo veraniego de sensaciones. Lamenté no tener una escoba para salir a barrer la vereda (lamenté no estar en Pringles). Curiosamente, en ningún momento de estas elucubraciones completamente inconducentes, lamenté no ser joven. Una pesadilla, al menos, amortiguada.
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