S. y yo nos cortamos el pelo en la academia de Llongueras, que queda en el barrio (Alsina y Virrey Cevallos), porque nos parece que toda inversión (de tiempo y plata) en peluquería es algo de lo que más tarde o más temprano uno termina arrepintiéndose. En realidad, el que más problemas tiene en el rubro pelo soy yo, porque S. se hace cortar siempre con máquina, de modo que puede recurrir a cualquier peluquería (incluso canina), pero yo no tengo esa suerte y necesito de un mínimo de pericia en el manejo de la tijera. En Llongueras, si bien el corte no es gratis como en otras academias de peluquería, hay que pagar un precio sensiblemente menor a los vigentes en el exigente mercado del cabello. Además, no me gusta cambiar de peluquero porque no conozco demasiados casos que hayan resultado en mejoras evidentes (el caso de Charlie Gamerro es uno de ellos, y es la excepción que confirma la regla). Hay que atenerse siempre al corte de costumbre y para eso nada es mejor que el peluquero de siempre (o la escuela en la que los forman).
Hoy nos fuimos caminando despacito mirando las vidrieras de los negocios del barrio y comentando lo bellamente anacrónicas que son. En ninguna otra parte podrían conseguirse tantos productos previos a la era del diseño como en nuestro barrio. Además, son negocios completamente eclécticos, y el mismo escaparate exhibe veladores, productos de tocador, herramientas ligeras o artículos de librería. Sospecho que todo eso debe venir de contenedores abandonados en el puerto. Siempre es un placer detenerse a tratar de adivinar la historia de cada uno de esos objetos, muchos de los cuales nos devuelven a la infancia.
Cuando llegamos al Centro Llongueras, nos dimos cuenta de que algo raro estaba pasando por la cantidad inusual de gente, sobre todo a esa hora temprana de la tarde. Yo tenía que hacer varias cosas en la calle y había elegido la peluquería como primer destino. En cuanto entramos, confirmaron nuestras sospechas. Aparentemente, producto de la crisis de seguridad edilicia que atraviesa Buenos Aires (y como Ibarra se empeña en no renunciar), están cerrando a razón de 60 locales por día porque no cumplen con las nuevas normas contra incendios y otras catástrofes urbanas. Varias de las sucursales de Llongueras fueron clausuradas hace poco por deficiencias de ventilación y sus empleados debieron ser trasladados, en la emergencia, al instituto de capacitación de la firma, donde no están acostumbrados a recibir a tanta gente.
Nos sentaron en sendas sillas giratorias el el salón de los trabajos prácticos, que queda al lado del aula de las clases teóricas (que nunca pude ver por dentro, pero donde no se puede fumar ni comer, según rezan los carteles de su puerta), nos entregaron una pila de revistas (Caras, Gente y otras abominaciones) y nos abandonaron a nuestra suerte sin decirnos nada. Después de haber mirado dos revistas de ésas (lo que me llevó a preguntarme cómo es posible que la gente las compre y a contestarme que en realidad la gente no las compra y todas ellas van a parar a las peluquerías y salas de espera de quinesiólogos, podólogos y otros lugares donde las personas aburridas se entretienen con ellas) me dejé dominar por el malhumor y empecé a decirle a S. que no sabía si tenía ganas de esperar tanto. Del dicho al hecho no hubo prácticamente tránsito (nauseabundo como me sentía por haber tenido que compartir la intimidad de Bernardo Neustadt, por haberme enterado de la reconciliación de Moria y Florencia de la V y por haber tenido que mirar con indignación creciente la foto de Tarantini y su nuevo amor, una abogada vieja como él que se levantó en un pub de Palermo, al borde de una pileta los dos y con una mucama en uniforme y con una bandeja en la mano como fondo) y, hecho un basilisco, me levanté, atravesé el salón preso de una cólera completamente fuera de lugar, informé a los empleados administrativos que no tenía tiempo para perder en esperas como ésa y me retiré como una diva a la que sus admiradores han silbado en el Colón porque desafinaba.
Obviamente no podré volver nunca más a ese lugar, no tanto porque me hicieron esperar, sino por la vergüenza que me daría que me recordaran tan desencajado. En la esquina de Alsina y Virrey Cevallos me despedí de S. y partí en un taxi a mi segundo destino (tenía que cambiar un cheque que había cobrado en concepto de honorarios y que se me había vencido), en Barrio Norte, de los más detestables de todo Buenos Aires (ruidoso, abigarrado, siempre lleno de gente overdressed que nos hace pensar que salimos a la calle como pordioseros: un verdadero asco). Cumplido el trámite administrativo, decidí buscar en la zona (ya que abundan) una peluquería donde acabar con mis penurias de una vez y para siempre. Elegirlas por el aspecto habría sido un despropósito (ningún ambiente puede ser más desangelado que una peluquería, ni siquiera el consultorio de un dentista), y la cantidad de clientes tampoco es un buen indicador: si hay mucha gente, habrá que esperar mucho; si no hay nadie, es porque cortan mal el pelo. Terminé, para mi pesar, en Staff Cerini Hair System, donde el tumulto era tal que me sentí completamente arrepentido de haberme propuesto cortarme el pelo, esta mañana. Hice, como se dice, de tripas corazón, y me sometí a un muchacho con cara de pescado que parecía dominar su oficio pero no la psicología elemental, porque con la cara de pocas pulgas que yo tenía de todos modos insistió en preguntarme a qué me dedico e inmediatamente me pidió diagnósticos sobre el estado actual de la cultura en Argentina. Salí de ahí (después de haber pagado el triple de lo que tenía calculado) rumbo a mi tercera obligación del día, más arriba por la calle Marcelo T. de Alvear. En el camino me topé con una santería y entré a preguntar si tenían un San Sebastián, para reponer el que Tita Merello rompió en su reciente avatar de cazadora de palomas. La chica que me atendió ni lo conocía: "me voy a fijar en la estampita", me dijo. "Es uno que está atado y atravezado con flechas", le dije. No lo tenía. Seguí camino, hice lo que tenía que hacer y me volví a casa, donde me encontré a S. con el pelo recién cortado y a Anselmo, que había venido a ayudarlo a cortar unas maderas para instalar un nuevo sistema de iluminación en el estudio de fotografía. Me puse las bermudas, me enjuagué la cabeza para sacarme el gel y me puse a trabajar con ellos a ver si se me pasaba el hair stress.
jaja enserio que paso eso alla?????? yo trabajaba ahiiii!! si la verdad q a veces era medio desastre eso, pero bueno, como todo en este pais!
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