viernes, 1 de abril de 2005

Contemporáneos

Hace meses que estoy obsesionado con dos experiencias estéticas que no puedo sacarme de la cabeza y que en algún sentido son contradictorias. La primera es la música dodecafónica, que no me interesa pero que me he impuesto conocer para entender mejor Doktor Faustus, la novela de Thomas Mann en la que un músico inventa el sonido del infierno después de haber hecho un pacto con el Diablo. La segunda es el Pequeño Vidrio de Duchamp. He leído y releído hasta la memorización el cablegrama que mandó desde Buenos Aires explicando la obra planeada. He llegado a aceptar que el "buen uso" del que habla Duchamp debe entenderse en relación con la posibilidad de ver lo invisible (el reverso exacto de las ilusiones que practican nuestros vecinos de enfrente).
Para Raúl, se trata de lo mismo y por eso postula que el Pequeño Vidrio y las estereoscopías son el testimonio de Duchamp sobre la Semana Trágica, durante la cual vivió en Buenos Aires. Duchamp hace la experiencia de la Semana Trágica (y al hacerla, inventa el arte).
Pero también me doy cuenta de que lo que leo y lo que me inquieta de ese texto (aunque no sería capaz de explicar cómo ni por qué) es la noción de comunidad (imposible) (no tanto como la entiende Bataille sino en la línea de lo que plantean Barthes o Eribon).
En algún sentido, Marcel Duchamp, Álvaro Yunque y Héctor Pedro Blomberg fueron contemporáneos (en otros muchos, no): habitaron, incluso, nuestro barrio y caminaron por las mismas calles. Nos consta que Yunque habló con algunas personas con las que nosotros hemos hablado últimamente. ¿Somos, todos nosotros, contemporáneos? ¿En qué sentido?
Diego de Palermo sostiene que "Link llena con pop aquello que Álvaro Yunque llenó de marxismo ingenuo" y por un instante tiemblo porque me doy cuenta de que no se equivoca: lo que yo creo estar viendo, extático, cada vez con más nitidez, es un aleph pop.
No es extraño que se trate del pop, precisamente porque Duchamp es el que suministra el aparato óptico que me permite mirar a través de "varios cristales" de "diferentes dimensiones". Y tampoco es extraño que se trate del aleph: Borges ubicó ese "artefacto" (en el cual todo lo que existe aparece reunido sin mezclarse) aquí cerca, en Barracas, a pocos pasos de la Casa Cuna (antigua Casa de Expósitos), en la avenida Juan de Garay, la institución en la que Álvaro Bustos, el "primo" de Marquitos, pasó años de su vida investigando los archivos para encontrar precisamente a esa rama perdida de su familia. "Todavía", cuentan los historiadores, "llegan a Casa Cuna personas que buscan sus orígenes biológicos y procuran recuperar sus referencias familiares, pues ellos o algunos de sus antepasados fueron expósitos de la Casa; afortunadamente en no pocas ocasiones se los puede ayudar".
Es el mismo barrio donde también quedaba la pulpería de Ramona Bustos, la antepasada de Marcos, y donde (en la calle Río Cuarto, cerca de la avenida Montes de Oca) vivió Alejandra Vidal Olmos, última brizna alucinada de una familia patricia devastada por la endogamia y la locura.
Barracas, si se quiere, fue la sede de un aleph. Hoy es nuestro barrio, Montserrat, el que esconde otro en sus entrañas. Y soy yo, ayudado por los aparatos ópticos que soñó Duchamp entre nosotros, el que quiere sacarlo a la luz, mostrarlo al mundo.

Diego de Palermo se equivoca, sin embargo, cuando dice que
a quien realmente admiro y temo es al grupo Florida. A quien realmente he empezado a temer (hasta la pesadilla ocasional), después de mis iniciales sospechas y resquemores, es a Álvaro Bustos, porque conozco la dirección de sus investigaciones esotéricas y arqueológicas. Y digo "la dirección" porque precisamente lo que se me escapa (todavía) es el "dibujo plano". Lo que alcanzo a ver es una línea "quebrada" y no encuentro el punto de vista que aclare la imagen que el "visor" me ofrece (ni siquiera sé si alguna vez podré lograrlo).
Hasta ahora lo que sé es que Álvaro Yunque y Héctor Pedro Blomberg se conocieron personalmente. También ellos fueron testigos de la Semana Trágica y en su momento denunciaron la represión a cuya cabeza se puso el infame coronel Falcón: "Yo vi la Avenida de Mayo teñida de rojo", escribió Yunque, cuya casa familiar visitaba con frecuencia el autor de "La pulpera de Santa Lucía" y de libros como Bajo la cruz del sur (1928).
También sé (porque lo vi) que Álvaro Bustos tiene en su estudio y laboratorio esotérico un esquema gigante del centro de la ciudad de Buenos Aires en el que aparecen nítidamente marcados con líneas de diferentes colores algunos de los túneles de Montserrat de cuyo catastro participó el padre de Blomberg. Según Álvaro, esos documentos (y otros tantos que integran un voluminoso cartapacio) le fueron legados por el mismísimo ingeniero Krieger, quien a su vez los había recibido del arquitecto Víctor Greslebin como parte de un pacto que incluyó la promesa de secreto para siempre. Álvaro juró idéntico silencio a quien fuera su tutor, Krieger (que tanta gratitud le profesara me impidió preguntarle el grado de parentesco de su "padrastro" con el economista Adalbert Krieger Vasena, el ministro de Onganía).
Entre los tramos de túneles que logré identificar en una apurada y (debo confesarlo) no autorizada
exploración, había uno que unía los sótanos de la sede central del Partido Comunista con la casa familiar de los Yunque, de donde además partía una doble línea roja que atravesaba diagonalmente Montserrat hasta su mismo corazón, Avenida de Mayo y Santiago del Estero (creo, estoy casi seguro): una línea que corría a pocos pasos de la casa natal de Héctor Pedro Blomberg.

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