El viernes empezamos a festejar temprano en casa de Anselmo, el hermano de S. Yo no sabía, cuando llegué a las 22, que había muerto Alsogaray, pero los demás sí, así que ya estaban bastante entonados. Pusimos el canal de las noticias esperando la noticia de la muerte del Papa, que tardó en producirse pese a nuestro entusiasmo (después nos enteramos de que ya estaba muerto y lo estaban embalsamando). A las cinco de la mañana abandonamos la vigilia para dormir un rato y después partimos raudamente a la quinta, a cumplir con mis obligaciones familiares y a esperar allí el inevitable desenlace. Todos nuestros amigos estaban invitados a ir cuando quisieran. Y fueron llegando. Mi mamá se enojó conmigo porque para ella, Wojtyla fue un "Papa bueno". Por supuesto, cuando le pregunté en qué fundaba un juicio semejante no tuvo argumentos. De todos modos se negó a aceptar los míos. No era extraño: ella se atiende con médicos del Opus Dei. Lo extraño es que yo persistiera en tratar de convencerla de que estaba equivocada. Hicimos asado, seguimos brindando y planteando hipótesis sobre el futuro de la Iglesia (¡como si nos interesara!).
Después del mediodía llegaron Marcos y Álvaro, que estaba completamente feliz por la terminación de la agonía del Papa, a quien odiaba tanto como yo, aunque no por las mismas razones. En primer término, para él había sido un error "histórico" la negativa vaticana a canonizar a la Difunta Correa: mientras se le negara ese honor, su sed de venganza correría como un mar desbocado entre nosotros. Otro tanto podía decir de la canonización de José María Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, esa "secta miserable", dijo Álvaro, cuyo único propósito es reprimir las fuerzas supraterrenales y/o someterlas a la racionalidad instrumental que la Iglesia habría adoptado desde hace siglos. Como me cuesta seguir a mi vecino cuando emprende estas líneas argumentales sobre las que no tengo nada que decir, preferí seguir las viscitudes del campeonato espontáneo de truco que se había armado en otro sector de la quinta y lo dejé charlando con unas amigas de S., todas ellas salidas de un colegio de monjas y por lo tanto mucho mejor dispuestas a discutir el más allá y sus avatares que yo (que fui educado en un estricto laicismo).
Cuando a la tarde anunciaron el deceso del Sumo Pontífice, destapamos una botella de champagne que reservábamos desde hace meses para la ocasión. La gente empezó a irse a otras fiestas (aparentemente hubo muchas el pasado fin de semana y todas por la misma razón). Marcos y Álvaro se quedaron hasta después de la cena. La conversación se volvió más íntima y obtuvimos detalles sobre el grado de parentesco que entre ellos había, el modo en que se encontraron en el vértigo de sus respectivas orfandades y la relación que ahora los une. No volví a verlos desde entonces, lo que en cierto punto es una suerte porque me permite poner al día la historia que los tiene por protagonistas.
Volvimos el domingo al mediodía a Buenos Aires porque S. tenía que terminar unos trabajos fotográficos para el lunes a primera hora. Yo me sumergí en Internet para cotejar algunos datos de los muchos que había anotado en mi libreta. Después vimos por televisión la macabra transacción que había realizado el Vaticano para exhibir el cadáver del momento durante una semana. Y escuchamos el reclamo de Polonia: ellos quieren que, al menos, les manden el corazón para conservarlo como reliquia en la catedral de Cracovia.
Seguramente el cónclave de purpurados, entre otras cuestiones, se encargará de tasar las diferentes vísceras del cadáver de Wojtyla para ver a dónde van a parar. No me extrañaría que alguna de ellas apareciera, en cualquier momento, en ebay.
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