En algún momento de Boss (no recuerdo en qué episodio), uno de los conjurados en contra del alcalde Kane dice: "This isn't the 15th century and we're not in fucking Florence".
Pero, en rigor, la serie (entre cuyas virtudes habrá que reconocer su brevedad, que alcanzó para disimular algunos traspiés de diálogo) se propuso como un drama de corte renacentista, contemporáneamente travestido.
¿Será que somos incapaces de tolerar la política (quiero decir: la ficción política) en otro formato que el denso melodrama donde los asuntos familiares se cruzan con los asuntos públicos en una intrincada helicoide de imprevisibles consecuencias? En todo caso, Boss triunfa más allá del realismo político y triunfa porque las acciones que propone (las que Kane, el ciudadano, perpetra) aparecen justificadas por un relato pródigo en crímenes que, en manos de otros guionistas, hubieran sido intolerables. Kane mata, manda a matar o entrega a la muerte (como soberano que es: da la muerte) por razones que la narración justifica con inteligencia.
Además, el guion no escatima escenas memorables, de esas que las premiaciones necesitan cuando tienen que resumir los méritos de un show televisivo.
"Esto no es el siglo XV y no estamos en la Florencia del orto". ¿O sí? ¿Qué es hoy la razón de Estado? ¿Hay más allá de la política (burguesa, claro) que la propia superviviencia como soberano?
El único optimismo que Boss permite sostener es el de la siguiente temporada: habrá una más (y tal vez habrá que lamentarla). Pero hoy por hoy, tan cínica es su perspectiva que nos entrega al asco y al temblor kirkegaardiano, eso que Boss insinuaba desde el comienzo y que al final subrayó hasta desgarrar el papel: sacrifico a mi hijo en el altar de la política y, ya sin ética, me entrego a la locura florentina.
Hola, Daniel:
ResponderBorrar¿Algún comentario de "Black mirror"?
Sí, en cuanto pueda escribo algo.
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